Versiones 36
Febrero/Marzo
2001 - Año de ka serpiente
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Director: Diego Martínez Lora
Diego Martínez Lora(*):
Masaje de amor
Llega
y se desnuda con una facilidad bárbara. Entra en la ducha como si se sometiera
a una lluvia loca, brevísima. Se seca y la toalla hace el primer trabajo
arqueológico en su piel, remueve de modo insignificante una capa de mugre muy
antiguo. El agua en su cuerpo extendió los terribles olores que al mínimo
movimiento se propagan y copan el espacio gaseoso de la habitación. En los
pliegues de su cuello, en sus orejas, en sus cabellos, en sus axilas, entre sus
piernas, sus nalgas, sus testículos, en su prepucio, entre cada dedo del pie,
en su boca seca, por toda la piel pálida, casi transparente, y por partes muy
irritada, por las diferentes zonas de su fornido cuerpo, ataca una pestilencia
bien identificada y sin embargo resguardada como en un sarcófago por sus
gruesos trajes y su sonrisa discreta. Desnudo, el cliente se tiende de espaldas
sobre el diván y doña Sonia, aguantando la respiración en el primer contacto,
comienza la sesión de masajes de relajación sobre ese cuerpo que se va
derritiendo en gran parte por el aceite especial que utiliza con energía. Una
crema espesa y oscura se va creando entre los dedos de doña Sonia que masajea
con furia para tratar de reprimir el vómito. Así suma un cliente más venido
del Norte, con dinero y hasta buen aspecto, pero con un grado de higiene
personal, simplemente desastroso, inaceptable, sin embargo para ella significa
dólares y algo más,
por eso no rechaza a ningún cliente. No los hiere ni con indirectas,
simplemente los masajea con los mismos efluvios que salen de esos hediondos
cuerpos.
Así
conoció a su enamorado, Pier, pero a él sí lo consiguió cambiar, porque se
encargó de bañarlo ella misma. Formaba parte de la sesión y le enseñó las
artes de la buena higiene y el respeto hacia las otras personas que entraban en
contacto con él. Pier lucía un buen corte de cabello, era lo único que lo
diferenciaba de los desquiciados y dementes que se paseaban por las calles con
los cabellos unidos todos, como después de haber pasado por una sopa espesa de
barro. Pier lucía un corte moderno, pero debajo de sus orejas ya comenzaba el
mapa de un continente de suciedad. Carca acangrejada imposible de remover con
una simple ducha. Doña Sonia vio los ojos azules que le sonreían y harta de su
soledad lo sorprendió por la espalda y comenzó a jabonarlo sin tocarle el
sexo, para finalmente no soltárselo hasta dejarle el glande brillando como un
calvo feliz y orgulloso. Después de su dura batalla con el mugre, Doña Sonia
fue feliz masajeando la suave piel de su Pier amancillado. Terminada la sesión
Pier volvió al día siguiente para pedir un servicio de dos horas y todos los
demás días que se quedó en el país fue masajeado como un rey por una
masajista esclavizada por el amor y la pobreza porque dejó de cobrarle a su
mejor cliente que le exigía también por amor muchas horas extras. Doña Sonia
le confesó su amor con las manos y Pier le reveló su pasión por sus manos.
Hicieron el amor “en serio” por primera vez el último día antes de la
despedida y allí Pier quedó más preso de las artes amorosas de doña Sonia,
la amó abruptamente y le prometió volver para llevársela. Doña Sonia le
creyó aunque no le entendiera una sola palabra, porque no hablaban ninguna
lengua en común, sólo la lengua que besaba y lamía y que bastaba para crear
un compromiso ardientemente serio. Ella lo esperó y
Pier
volvió para ser masajeado en cuerpo y alma. Doña Sonia era feliz y las horas
que tenía que pasar masajeando otros cuerpos rollizos y pestilentes las pasaba
con enorme valentía, porque sabía que al final de cada jornada Pier la
esperaba con un cuerpo ávido de contacto, donde sus manos eran fuerzas
recreadoras de la vida. Pier no quería hablar nada con doña Sonia, ya había
hablado todo con sus ex-mujeres, sólo quería ese amor mudo de palabras, pero
ensordecedor en afecto y en calor humano, calor real, físico, puro. Se la
llevó a su país sin preguntarle nada. Ella fue sin hacerle ningún problema.
Lo siguió como quien sigue a su sombra. No le faltó nunca comida, ni nada
material y tenía el cuerpo que más le gustaba a la hora en que le provocaba
más hacer el amor.
Sin
hablarle una sola vez, él se fue a otro país y la dejó con el dinero
suficiente como para volver a su lugar de origen. Ella regresó y sabía
también que un día Pier volvería a visitarla como en el primer día.
Doña
Sonia está allí en su antiguo trabajo masajeando a muchas personas que se han
olvidado que el cuerpo merece una buena relación con el jabón, pero ella sabe
que detrás de esas máquinas de gases repugnantes se podría esconder su Pier
con la esperanza del retorno. Sus manos artríticas buscan entre los pliegues
epiteliales algún resquicio de su adorado Pier. Confunde los sexos de los
diversos cuerpos que entra relajándolos sin queja alguna, por lo contrario,
cada cliente hombre o mujer sale satisfecho con el secreto de haber cedido sus
limites a una obrera del amor construido a manos, como si exploraran dentro de
la oscuridad, palpando como una ciega obsesiva por recuperar la masa
exacta para sus manos y su propio cuerpo que la hiciera sentir lo
inolvidable, lo irremediable y que se llevaría hasta la muerte como una
cicatriz de la cabeza a los pies, partida en amor, derretida, como una crema
relajante.
(*)Diego Martínez Lora, peruano-portugués. Vive en Vila Nova de Gaia.