Versiones 36
Febrero/Marzo
2001 - Año del Dragón
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Director: Diego Martínez Lora
Jorge Ninapayta(*):
Regreso a casa
San
Damián parecía haber desaparecido aplastado por la densa oscuridad de la
medianoche cuando el ruido de bocina de barco cruzó el pueblo de un canto a
otro; pasó muy arriba, por encima incluso del viento terroso que desde el
atardecer se había adueñado de las calles y golpeteaba con su arenisca
inclemente.
Un
rato antes, Carlos, que permanecía en la habitación -a oscuras, desde que se
fuera la luz eléctrica en todo el pueblo-, sin poder dormir a pesar del largo
viaje, había decidido salir a la calle. Tuvo que hacerlo tanteando las paredes
de la sala y los muebles, hasta dar con la puerta. Afuera lo recibió la misma
densa oscuridad y el viento terroso que le fustigó el rostro. Llegó hasta la
esquina y se recostó a la pared; poco a poco fue distinguiendo mejor lo que lo
rodeaba.
Muchas
de las casas, construidas muchos años atrás por la empresa minera, se hallaban
vacías, sin puertas ni ventanas. El paulatino abandono del pueblo llevaba ya
dos años, y los pocos trabajadores que aún quedaban se habían marchado a los
pueblos aledaños en busca de trabajos eventuales, a la espera de que concluyera
el cierre temporal de las minas. La empresa minera aseguraba que este cierre,
que ya duraba más de cuatro meses, se debía a la escasez de ciertos insumos
indispensables, aunque no explicaba cuáles. Todo esto le había estado
explicando su hermana Carmen, lo sucedido durante estos ocho años que Carlos no
volvía por aquí, cuando de pronto, a las nueve de la noche en punto, la
oscuridad se desplomó en todo el pueblo.
Ahora
el viento volvía a correr con fuerza; había empezado desde la tarde, ese
viento que viene del desierto salitroso y levanta furiosos remolinos de tierra.
Carlos decidió que tendría que volver a la casa; era lo mejor. Entonces fue
cuando el largo ruido de bocina de barco se estiró aleteando por sobre el
pueblo, pasó sobre la cabeza de Carlos, en dirección al faro, y cayó por el
rumbo de los acantilados.
"¡El
barco hundido...!", se acordó: el barco que se hundiera hace más de
treinta años. Por un instante sólo quedaron vibrando los ecos, pero
inmediatamente volvió a sonar, más fuerte, más clara, la bocina desesperada,
volviendo a avisar que se hundía. Venía del embarcadero, en realidad de más
allá, de la cercana isla Tres Hermanas, y parecía el bufido de un animal
herido. "Debido al viento", pensó. Sí, del viento, que había
liberado esos ruidos que dormían aprisionados en las paredes de las casas del
pueblo.
¿Cuántas
veces, de chico, había escuchado esos ruidos? Cuando el viento del desierto
entraba en el pueblo, arañando las paredes de las casas, donde se mantenían
aprisionados los ruidos del barco Independencia bajo las capas salinas de la
brisa, se libraban los sonidos, que luego permanecerían vibrando durante toda
la noche: el llamado del barco (que esa vez iba con mucha gente del pueblo al
puerto vecino de Calande) avisando del hundimiento, pidiendo ayuda.
La
gente del pueblo ya estaba acostumbrada, y cuando había viento fuerte durante
el día, por la noche cerraba bien las ventanas para no desvelarse con los
ruidos. Pero Carlos se quedaba despierto hasta muy tarde, sólo para oírlos. Su
madre ya lo sabía, por eso le aconsejaba que no se desvelara, que se durmiera,
sino al otro día estaría bostezando y con sueño a la hora de ir a la escuela.
Carlos
había llegado esta tarde al pueblo. Pero algunas horas antes, al mediodía,
aún estaba en la carretera Panamericana caminando hacia la repartición de
Poroma. Un camión lo había dejado en la carretera, y mientras cruzaba por
desiertos salitrosos y desolados pensó que todo estaba tan vacío que las almas
muy bien podían aprovechar para salir a beber agua: cuando era chico, se decía
que al mediodía, cuando un lugar estaba completamente despoblado, las almas
salían a beber agua. Pero en esos parajes silenciosos no había agua, ni
plantas, salvo unas pequeñas matas achaparradas y cenizas.
Dio
la vuelta a un alto montículo de arena y, de pronto, delante se abrió una
hondonada por la que casi cae rodando. Pero no tuvo tiempo de sorprenderse por
ello porque vio, maravillado, a un viejo que era atacado por dos burros. ¡Sí,
estaba viendo bien...! Eran burros, casi enanos, con una pelambre desordenada
que les tapaba los ojos. "¡Los burros salvajes...!". Siempre había
creído que no existían, que todo lo que antes hablaban de ellos era simple
leyenda. Casi paralizado por la sorpresa, vio al viejo correr cojeando hacia
unas rocas para escapar de los animales, pero uno de los burros alcanzó a darle
un feroz topetazo en las costillas, que le hizo dar una voltereta y caer como un
muñeco desarticulado. Carlos atinó a bajar la pendiente a grandes trancos y
dando gritos para espantar a los animales; al llegar abajo, agarró unas grandes
piedras y las lanzó hacia ellos, que al fondo aguardaban para volver a atacar.
Los burros retrocedieron desconcertados e inesperadamente orinaron un largo
chorro amarillo; luego rascaron la tierra con las patas, evidentemente irritados
porque la situación había cambiado con ese intruso gritón. Hasta que,
finalmente, dieron media vuelta y se alejaron al trote.
El
viejo se incorporó con esfuerzo, dolido y maltrecho.
-Gracias, amigo, gracias...
Luego,
procedió a levantar una bolsa de lona de la cual habían caído desperdigadas
unas ropas.
-¿También
se dirige a San Damián? -preguntó Carlos.
-Sí, voy a la procesión al mar -explicó el viejo, que llevaba una
corona funeraria hecha de alambre y papel-. Uno de mis hermanos murió esa vez
del hundimiento.
Caminaron
hablando lacónicamente, como intimidados por el pesado silencio de esos
parajes. Hasta que avistaron la repartición de Poroma: una agrupación de
viejas casas de madera aplastadas por el sol, justo donde la carretera
Panamericana dejaba estirarse hacia el oeste, en forma perpendicular, una pista
que se internaba en los arenales salitrosos, hacia San Damián. Allí les
informaron que no había movilidad para el pueblo, no se podía entrar allá
hasta el otro día; había llegado el barco que traía combustible para mantener
funcionando las principales máquinas de las minas y estaban acarreándolo en
camiones tanque, cruzando por las calles del borde del pueblo, por lo que todo
acceso estaba prohibido por guardianes armados. Felizmente, pasó una vieja
camioneta que llevaba maderas para un depósito ubicado antes de la entrada al
pueblo. Hasta allá podría llevar a Carlos, y de allí él ya vería cómo
avanzaba; por supuesto, a escondidas. Por su parte, el viejo prefirió quedarse
a pernoctar en la repartición hasta el otro día.
Carlos
vino en la camioneta mirando el desierto mineroso y los parajes cenizos, con
estribaciones rocosas que habían sido cortadas a filo, hace mucho tiempo -casi
cincuenta años, cuando la empresa extranjera fundó el pueblo en torno de las
minas a tajo abierto-, para hacer avanzar esta pista.
-El pueblo está casi abandonado, y sobre todo ahora con el cierre de las
minas -le habían dicho algunos amigos en Changuillo, adonde llegó el día
anterior, para que desistiera de su viaje.
Ahora
Carlos vivía en la capital, pero durante este tiempo que no volvió a San
Damián había vivido en el extranjero, donde tenía un hijo de seis años. En
San Damián acudiría a la procesión al mar, que recordaba a tantos muertos en
el hundimiento del barco, y vería a su hermana y a los amigos que aún quedaban
por allí.
Cuando
en el pueblo anterior le preguntaron a quién iba a buscar, había respondido:
"A mí mismo". Lo había dicho en broma, claro, pero cuando entró
caminando en San Damián y fue mirando con atención las calles y a la escasa
gente, como buscando verse a sí mismo, tuvo que reconocer que había mucho de
cierto en lo que dijo. El pueblo parecía abrumado por la tarde fría. La
avenida principal, Los Libertadores, que empieza a la entrada al pueblo y se
extiende en línea recta hasta el centro, donde confluyen el mercado central, la
plaza de armas y la municipalidad, ya había empezado a ser invadida por el
viento terroso.
Carlos
volvió a la casa. Entró y avanzó por la sala tanteando las paredes, las
puertas, los muebles; cerca de su habitación, sus manos palparon una textura
familiar, de formas humanas, un rostro: era su hermana, quien permanecía de pie
e inmóvil cerca del baño. Carmen había sido sonámbula de pequeña, y
aparentemente lo seguía siendo. La agarró de una mano y, procurando no
despertarla, la condujo a la habitación donde ella dormía con su hija.
Carmen
debía hallarse muy cansada. Había estado trabajando sola en casa y atendiendo
a su hija ahora que el esposo se hallaba en otro pueblo. Además se había
dedicado a colaborar con el sindicato de obreros para la procesión al mar,
cosiendo los estandartes y armando las coronas de flores de papel; precisamente,
cuando Carlos llegó por la tarde, la había encontrado armando algunas coronas
funerarias con alambre y flores de papel crepé.
Ella
le contó que, como cada año, el sindicato ya había conseguido los botes,
chalanas y otras embarcaciones que llevarían a la gente a la isla Tres
Hermanas, junto con el cura que celebraría la misa al aire libre. Todo estaba
listo; podía haber abandono y carestía, pero nunca se dejaría de realizar la
procesión de agosto al mar. Carmen le habló también sobre los antiguos amigos
de Carlos, los que aún quedaban en el pueblo.
Afuera,
la bocina del barco siguió sonando, aunque ya débilmente. Carlos se fue
quedando dormido, y aún alcanzó a oír pasos y voces mientras caía suavemente
en el descanso.
-Yo vivía por aquí, en uno de estos lugares, pero no recuerdo dónde
-sonó una voz afuera, o quizá en los suueños de Carlos.
Cuando
despertó por la mañana oyó ruido de trastos en la cocina.
-Estoy buscando un recipiente de loza -explicó Carmen-. Mi comadre
Amelia debe haber llegado esta mañana de Visambra y le encargué que me trajera
queso y morcillas.
Más
tarde, Carmen salió con su hijita hacia la casa de su comadre. Dejó comida,
para que Carlos se sirviera si es que ella demoraba.
Carlos
salió después en dirección a las casas de sus amigos. Fue caminando por la
pista que bordea una hondonada. Iba mirando las casas habitadas, que
permanecían con las puertas cerradas; algunas tenían verjas de madera para
encerrar jardines vacíos donde no podía crecer nada en la tierra salitrosa.
Tocó
la puerta de una casa de esquina. Luego de un rato salió su amigo Beto, en
bivirí, gordo y sin afeitar, y se quedó mirándolo, tratando de reconocer a
ese individuo que le sonreía.
-¡Carlos, qué milagro, hombre! -exclamó por fin.
Entraron
en la casa. Carlos vio un maletín de viaje cerca de la puerta. Se enteró que
Beto acababa de llegar del pueblo donde estaba trabajando por unas semanas.
Mientras conversaban, Beto envió a uno de sus hijos para que llamara a Mauro y
a Federico.
Beto
le repitió a Carlos lo que ya sabía, los problemas de la empresa, el
despoblamiento de San Damián. Mauro y Federico llegaron al poco rato. Ellos
también acababan de llegar de otros pueblos. Entre todos comentaron sobre la
fiesta de vísperas de la procesión, que se realizaría esta noche en el local
de la antigua cooperativa de consumo; precisamente, dentro de un rato debían ir
allá a llevar petróleo para el pequeño aparato electrógeno y a limpiar el
lugar que debía estar hecho una mugre, porque no lo abrían desde esta misma
fecha del año pasado.
-¿Y qué es de nuestro amor imposible? -preguntó Carlos, sonriendo.
Mauro
y Beto se miraron tratando de entender.
-Ah, Laura, nuestra antigua compañera -dijo Mauro-. Todavía viene de
vez en cuando a visitar a su mamá.
-Sí, y desde hace algún tiempo su hija está por aquí -añadió Beto.
Más
tarde, ya cerca del mediodía, Carlos se marchó porque deseaba visitar el
centro del pueblo. "No faltes esta noche", le recordaron; Carlos
aseguró que vendría, de todas maneras.
En
su trayecto, llegó a la escuela de varones que, como siempre, permanecía
circundada por una alta alambrada con parantes de tubos de metal. La alambrada
mostraba enormes agujeros en varias partes. Luego se detuvo en el local del
sindicato de obreros, en ese lugar enorme, con su puerta principal de dos hojas;
entró con mucha confianza y se dedicó a observar las fotografías de las
vitrinas, de antiguas reuniones de trabajadores, de fiestas de gala, de épocas
definitivamente perdidas.
Por
la tarde, volvió a casa de su hermana. Carmen le había dejado una nota: que
comiera, porque ella se quedaría a dormir donde su comadre; ya se encontrarían
al otro día temprano en el embarcadero para ir a la procesión al mar.
Por
la noche, Carlos se dirigió al local de la cooperativa, en el sureste del
pueblo, en el sector abandonado y a oscuras. El resplandor de las casas
habitadas lo acompañó parte del trayecto, pero cuando se internó en el sector
oscuro, tuvo que ir tanteando las paredes, para evitar golpearse, guiándose por
un ruido extraño que no pudo reconocer.
Por
fin divisó el local: una construcción amplia, con ventanas en los cuatro
lados, por donde brotaba la luz -producida por un aparato electrógeno que
ronroneaba- que caía rendida al borde de las casas vacías de los alrededores.
Cerca de la entrada encontró a Beto y a Mauro, quienes le presentaron a algunos
de los asistentes. Mauro le informó que la hija de Laura ya estaba adentro.
-Pobre muchacha, aquí lo mejor que puede conseguir son estas fiestas
fantasmales -dijo la esposa de Mauro.
Al
comienzo no había mucha gente en el interior, pero poco a poco fueron llegando
más vecinos y la fiesta se tornó animada. En cierto momento, Máximo vino con
la hija de Laura y la presentó a Carlos. La chica se llamaba Orieta y se
parecía mucho a su mamá, la guapa muchacha que había sido reina de belleza
del colegio.
Carlos
vio a Orieta bailar varias piezas con un joven flaco y medio bizco. Observaba
todo sin mucho entusiasmo, sin involucrarse en la fiesta, por lo que decidió
pasear un momento por afuera. Salió y se alejó lentamente hasta el borde de la
bajada que lleva a un campo de juegos mecánicos en desuso. La música entonces
le llegaba como brisa ligera que parecía deshacerse en el aire.
Cuando
más tarde estaba volviendo al local, distinguió a un grupo de personas en la
puerta, algunos daban gritos: un tipo borracho había tratado mal a Orieta, a
ella que, más allá, todo llorosa, daba explicaciones a unas personas que
debían ser sus familiares.
-¡Me tironeó de los hombros...!
Carlos
pensó que debía tratarse del flaco. De pronto, desde cerca de la pista que
está antes de las casas, se oyó un grito: "¡Por allá! ¡Va por
allá!". Sin esperar más, los familiares de Orieta corrieron en esa
dirección. Los demás los siguieron desordenadamente. Al final, del interior
del local, donde la música seguía sonando indiferente, salieron trastabillando
los últimos asistentes.
Carlos
entró en el local. Había botellas vacías de cerveza y papeles regados por el
suelo, y algunas sillas estaban tiradas; parecía como si los moradores de ese
lugar hubieran salido huyendo de una peste. Permaneció esperando cerca de una
hora, hasta que se convenció de que ya nadie vendría. Recién entonces
decidió apagar todo, desconectar los cables del generador. Como no sabía
cuáles eran los indicados, juntó varios y dio un fuerte tirón: la noche se
desmoronó envuelta en el silencio.
Carlos
despertó por la mañana con la fuerte sensación de estar cometiendo una falta.
Se sentó en la cama y dejó correr su mirada en derredor. La luz del nuevo día
entraba por la ventana abierta de par en par. De pronto, su mirada quedó
violentamente prendida del reloj que descansaba sobre la mesita: las nueve de la
mañana. ¡La procesión!
-¡Carmen,
Carmen...! -llamó desesperadamente.
Recién
se acordó que ella no estaba... A estas horas ya todo el pueblo debía hallarse
en dirección a la isla. ¡Qué mala suerte!
Se
vistió rápidamente y se dirigió al embarcadero. En el trayecto no vio a
ninguna persona, ni siquiera en el centro del pueblo, donde parecía que todos
habían salido huyendo precipitadamente: varios negocios aparecían con las
puertas abiertas y sus productos al aire libre.
Llegó
caminando hasta el borde de la bajada al embarcadero, y desde allí observó la
isla Tres Hermanas, a pocas millas de la costa; distinguía las enormes rocas en
el centro de la isla, también las embarcaciones, unas junto a otras, y a las
minúsculas manchitas que eran los grupos de personas. Ya estaría a punto de
empezar la misa, y luego la procesión que daría la vuelta a la pequeña isla,
llevando a la Virgen; luego arrojarían las coronas de flores de papel al mar,
en memoria de los muertos y para pedir por los vivos que tanto padecían en este
pueblo tan venido a menos.
El
mar estaba agitado, podía advertirlo desde su lugar viendo la manera cómo
ondulaban las aguas; en las partes rocosas, más allá, por donde los
farallones, las olas debían estar golpeando con fuerza. Permaneció allí largo
rato. Más tarde avanzó por entre las casas que miran el acantilado; subió una
cuesta y pudo avistar a lo lejos la loma donde antes se ubicaba el autocine;
ahora sólo quedaba uno de los postes oxidados que sostuvieron la pantalla, y
más allá las rampas de cemento.
Ya
debía ser casi mediodía. Estaba mirando las casas de abajo, cuando advirtió a
unos niños que pasaron corriendo a lo lejos. Aunque debió ser sólo en su
imaginación, porque no podía haber niños allí, todos estarían con sus
padres en la isla.
Caminó
hasta el centro del pueblo. Allí estuvo dedicado un momento a observar la
plazuela central, la municipalidad, cuando de pronto, "tang, tang...
", sonó la antigua y recordada campana del colegio. Dio media vuelta y
avanzó por detrás de la municipalidad, cruzó la pista y subió las gradas que
llevan hasta la entrada principal del colegio San Juan. En la puerta vio a un
alumno pequeño que, agachado, con el pecho sobre el borde de la fuente, bebía
agua de la gruta de la Virgen.
Entró
al colegio y vio a una multitud de alumnos en uniforme escolar que deambulaban
por el primer patio de formación, el de los grados superiores, y por delante de
la oficina de la dirección. Siguió avanzando, cruzándose con numerosos
estudiantes que pasaban indiferentes, como si no lo vieran. Él los miraba como
tratando de reconocerlos. Las imágenes de varios de esos rostros las tenía
guardadas en la memoria: los muchachos que estudiaban cuando él era también un
escolar.
Ahora
podía distinguir con cierta precisión: esa jovencita de pelo recogido en la
nuca, de cuello fino, era la chica de la que varios de sus amigos habían estado
enamorados ("¿cómo se llamaba...? ah, sí: Mariana"). Y esa otra,
flaca, alta, era la hermana de su amigo Sergio, la chica que después murió
mientras era operada de peritonitis. ¿Y quién era ese muchacho serio y
meditabundo? Su antiguo vecino, Román, primo de Mauro. Por algún lado debía
estar Laura, la reina de belleza del colegio.
Fue
caminando por entre los alumnos, que parecían aguardar a los profesores;
terminaba el recreo y se disponían a volver a sus salones. Muchos conversaban,
en grupos de chicos, otros de chicas. Al otro lado del muro del fondo del patio
se divisaba la afilada torre de la parroquia.
De
pronto vio a Elisa, su primera enamorada. Reconoció sus graciosos hoyuelos y su
cerquillo flotante, y se sintió distinto, como cuando era chico y estudiaba en
este colegio: ¡era feliz!; aunque entonces él siempre estuviera hablando de
irse, por lo cual había insistido tanto a sus padres para terminar la
secundaria en la capital. Ahora le resultaba claro que mientras estuvo aquí, en
esa época, había sido feliz; esto que volvía a sentir ahora lo confirmaba.
Elisa parecía triste.
-¿Qué te pasa? -le preguntó.
Ella
siguió mirando el vacío, y demoró en hablar; cuando lo hizo, fue como si
comentara para sí misma:
-Carlos se va hoy a la capital.
-¡Dónde está...! -se exaltó Carlos.
Elisa
volvió a demorar para responder, aunque justo antes de que hablara, él ya
había recordado que había sido un día como éste, y como a esta hora, cuando
se marchó del pueblo. Sin mediar más, salió de prisa del colegio, mientras
Elisa respondía: "En la agencia"; bajó las gradas de dos en dos y
dejó atrás el rumor de las voces despreocupadas de los estudiantes.
Fue
trotando por un costado de la posta médica. Ya iba a dejar atrás el sector de
la municipalidad, cuando le pareció distinguir que alguien había entrado en el
mercado. Fue hacia allá, avanzó por los pasillos desiertos, observando a todos
lados: nadie. Siguió hasta llegar a la parte posterior, desde donde se puede
ver hacia la avenida Los Libertadores por entre las rejas del portón; las rejas
estaban aseguradas con candados oxidados. Entonces vio pasar esa figura que
había estado persiguiendo, camino a la estación de buses.
La
vio pasar por esa calle de enfrente, con un maletín en la mano: la figura de
él, de él mismo, cuando joven. Lo había visto un instante y había
distinguido su rostro cruzado por una sonrisa de esperanza... y en el fondo de
su memoria había recordado claramente ese momento. Pero no, no debía irse.
Carlos golpeó las rejas desesperadamente para llamar su atención.
A
lo lejos vio acercarse a la gente que volvía de la procesión al mar, en grupos
que se diseminaban por las calles. Ya no tenía mucho tiempo. Por ello, cuando
esa figura ya se alejaba, sólo le quedó llamarlo: "¡Eh..., un momento!
¡Aguarda...!".
Pero
no recibió respuesta porque ya estaba un poco lejos. Luego lo llamó por su
nombre. Y finalmente le gritó que no, que no se fuera, que allá lejos no
había nada bueno para él, que iba a sufrir mucho, que en el extranjero
tendría un hijo cuya madre no le permitiría verlo...
Cuando
salió del mercado, empezó a cruzarse con la gente que volvía de la
procesión, y aunque supo que ya era en vano, igual se dirigió hacia la agencia
de buses, abandonada desde hace varios años.
(*) Jorge Ninapayta escritor peruano. Actualmente vive en Lima.