Versiones 38 Junio
- Julio 2001 -
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Ana María Trelancia(*):
Ya ni tenía conciencia del tiempo que llevaba
encerrada ahí, pero sentía que las paredes del cuarto se hacían cada vez más
estrechas. Vivía en una especie de penumbra que luego –hacia lo que ella
llamaba la tarde- se iba tiñendo de oscuridad. Algunos ruidos se filtraban a
través de las paredes del recinto y Amanda reconocía la voz de una mujer
entremezclándose con el sonido del mar. No lograba entender la razón de su
encierro, pero cada día le importaba menos, seguramente, porque la estaban
dopando.
Su vida transcurría en una especie de marasmo
salpicado de retazos de sueños y fogonazos de lucidez durante los que planeaba
un escape. Si bien no llevaba una existencia precisamente envidiable, nunca pasó
hambre y aunque el lugar era muy húmedo, la temperatura era bastante agradable.
Sus captores habían acolchado las paredes del claustro para garantizar que ningún
equipo de telemetría pudiera detectar su escondite y esto le brindaba una
exquisita comodidad.
Amanda vivía en total aislamiento, pues la única
comunicación que tenía con el exterior se realizaba a través de un tubo por
el que, regularmente, sus captores le enviaban alimento y recogían sus desechos
de una manera tan eficiente e imperceptible que no dejaba de sorprenderla.
Podía sonar extraño, pero no parecía tener
memoria de otro tiempo en que las cosas hubiesen sido distintas. Pero, a pesar
que la monotonía de su vida cautiva era una realidad sin principio ni fin,
Amanda no cejaba en el intento de escapar de su prisión. De cuando en cuando,
luchaba retorciéndose y pateando, pero el espacio parecía estar herméticamente
cerrado y, entonces, volvía, frustrada, a refugiarse en el hipnótico mundo de
sus cavilaciones.
Pasaba la mayor parte de sus días, dedicada a
contemplar su cuerpo que- dada su tierna edad- aún seguía transformándose
cumpliendo el plan trazado por una sorprendente metamorfosis que la llenaba de
orgullo. Había crecido durante su encierro y adivinaba la nueva madurez de sus
facciones, cada vez más definidas. Conservaba, sin embargo una costumbre
infantil que le avergonzaba confesar: se chupaba el dedo con una compulsión que
sólo podía achacar a la necesidad de llenar su insoportable soledad. Este
inocente vicio era la única actividad que distraía su mente de las extrañas
alucinaciones de las que era víctima en estos días. Por momentos, le parecía
ver destellos luminosos y temía
por su salud mental. Una opresión incesante en el cráneo, exageraba la
intensidad del haz de luz que se colaba por alguna grieta en la pared del
recinto o en el laberinto de su mente.
Tiempo después, y aún hipnotizada por esa
luz, Amanda decidió jugarse la vida por escapar y comenzó a arrastrarse
sigilosamente hacia lo que parecía ser una salida. A duras penas, avanzó una
pequeña distancia y quedó extenuada. Repentinamente, todo comenzó a temblar a
su alrededor anunciando un cataclismo y vio una enorme ola que avanzaba
amenazadoramente hacia ella. El agua le pasó por encima mientras lograba
aguantar milagrosamente la respiración y era impulsada hacia adelante con
fuerza. Girando la cabeza, volvió a ver el destello de luz y se animó a entrar
en lo que parecía ser un túnel cada vez más estrecho. Debía apurarse, porque
los gritos de la conocida voz femenina dejaban ver que sus captores sabían de
su fuga. Las paredes del túnel, prácticamente se pegaban a ella como un
guante, impidiéndole avanzar. Repentinamente, un nuevo temblor sacudió el
claustro, mientras dos manos la jalaban fuera del túnel hacia un recinto
iluminado y lleno de gente, donde Amanda escuchó pasmada las palabras que habrían
de cambiar su vida: “Felicitaciones, señora. Es una niña”.
(*)Ana María Trelancia, escritora peruana. Vive en Lima.
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