Versiones 38 Junio - Julio 2001 - Año de la Serpiente
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           Director: Diego Martínez Lora

la aventura de compartir la vida, las lecturas, la expresión...


Ana María Trelancia(*):


Claustrofobia


Ya ni tenía conciencia del tiempo que llevaba encerrada ahí, pero sentía que las paredes del cuarto se hacían cada vez más estrechas. Vivía en una especie de penumbra que luego –hacia lo que ella llamaba la tarde- se iba tiñendo de oscuridad. Algunos ruidos se filtraban a través de las paredes del recinto y Amanda reconocía la voz de una mujer entremezclándose con el sonido del mar. No lograba entender la razón de su encierro, pero cada día le importaba menos, seguramente, porque la estaban dopando.

Su vida transcurría en una especie de marasmo salpicado de retazos de sueños y fogonazos de lucidez durante los que planeaba un escape. Si bien no llevaba una existencia precisamente envidiable, nunca pasó hambre y aunque el lugar era muy húmedo, la temperatura era bastante agradable. Sus captores habían acolchado las paredes del claustro para garantizar que ningún equipo de telemetría pudiera detectar su escondite y esto le brindaba una exquisita comodidad.

Amanda vivía en total aislamiento, pues la única comunicación que tenía con el exterior se realizaba a través de un tubo por el que, regularmente, sus captores le enviaban alimento y recogían sus desechos de una manera tan eficiente e imperceptible que no dejaba de sorprenderla.

Podía sonar extraño, pero no parecía tener memoria de otro tiempo en que las cosas hubiesen sido distintas. Pero, a pesar que la monotonía de su vida cautiva era una realidad sin principio ni fin, Amanda no cejaba en el intento de escapar de su prisión. De cuando en cuando, luchaba retorciéndose y pateando, pero el espacio parecía estar herméticamente cerrado y, entonces, volvía, frustrada, a refugiarse en el hipnótico mundo de sus cavilaciones.

Pasaba la mayor parte de sus días, dedicada a contemplar su cuerpo que- dada su tierna edad- aún seguía transformándose cumpliendo el plan trazado por una sorprendente metamorfosis que la llenaba de orgullo. Había crecido durante su encierro y adivinaba la nueva madurez de sus facciones, cada vez más definidas. Conservaba, sin embargo una costumbre infantil que le avergonzaba confesar: se chupaba el dedo con una compulsión que sólo podía achacar a la necesidad de llenar su insoportable soledad. Este inocente vicio era la única actividad que distraía su mente de las extrañas alucinaciones de las que era víctima en estos días. Por momentos, le parecía ver destellos  luminosos y temía por su salud mental. Una opresión incesante en el cráneo, exageraba la intensidad del haz de luz que se colaba por alguna grieta en la pared del recinto o en el laberinto de su mente.

Tiempo después, y aún hipnotizada por esa luz, Amanda decidió jugarse la vida por escapar y comenzó a arrastrarse sigilosamente hacia lo que parecía ser una salida. A duras penas, avanzó una pequeña distancia y quedó extenuada. Repentinamente, todo comenzó a temblar a su alrededor anunciando un cataclismo y vio una enorme ola que avanzaba amenazadoramente hacia ella. El agua le pasó por encima mientras lograba aguantar milagrosamente la respiración y era impulsada hacia adelante con fuerza. Girando la cabeza, volvió a ver el destello de luz y se animó a entrar en lo que parecía ser un túnel cada vez más estrecho. Debía apurarse, porque los gritos de la conocida voz femenina dejaban ver que sus captores sabían de su fuga. Las paredes del túnel, prácticamente se pegaban a ella como un guante, impidiéndole avanzar. Repentinamente, un nuevo temblor sacudió el claustro, mientras dos manos la jalaban fuera del túnel hacia un recinto iluminado y lleno de gente, donde Amanda escuchó pasmada las palabras que habrían de cambiar su vida: “Felicitaciones, señora. Es una niña”.


(*)Ana María Trelancia, escritora peruana. Vive en Lima.



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