Versiones  41

Director: Diego Martínez Lora

la aventura de compartir las vidas, las lecturas, las expresiones...


Jorge Ninaypata:

CANCIÓN


Cada vez que escucho a alguien afirmar que la vida está poblada de sucesos meramente fortuitos y arbitrarios, me siento tentado de proclamar algunas objeciones al respecto. Definitivamente, pienso que hay alguien, o algo, que mueve los hilos del destino y se complace en urdir complicadas historias con nosotros como ridículos actores.

Si no, cómo se explica que a mí, que frecuentemente seguía la ruta más corta al instituto donde enseño, se me ocurriera dar un rodeo y terminara topándome con Lucía, a quien no veía más de once años, cerca del óvalo de la avenida Molineros. Más aún, que el encuentro fuera en plena pista, porque coincidentemente ambos habíamos decidido no avanzar hasta el paso para peatones sino cruzar a mitad de la cuadra. Es para no creerlo.

Lucía, Lucía. Un verso secreto que le escribí por la época en que estudiábamos rezaba: "Lucía, tu nombre tiene sabor de ambrosía". Nos conocimos en la universidad; yo estudiaba literatura y ella administración mientras –como solía repetir- aguardaba "algo mejor en la vida".

Solía verla pasar al atardecer por el patio de Letras, camino a su facultad, ensimismada, lejos del ámbito de los demás estudiantes que a esa hora deambulaban cerca de las bancas. Podía suceder que yo estuviera junto a la puerta de la biblioteca hablando con algunos compañeros sobre la función del poeta en nuestra sociedad, sobre la precariedad de la cultura como reflejo de la decadencia moral de los individuos y otros temas de ese jaez, o ‑era lo más usual- ­jugándonos a los dados los últimos cigarrillos que nos quedaban, cuando de pronto la veía llegar al patio. Entonces todo parecía caer dentro de un inacabable minuto eterno, desaparecían todos los ruidos y ella avanzaba, con su cabellera azabache al aire, balanceando su cuerpo grácil, enfrascada en sabe Dios qué lejanos pensamientos.

Yo mismo me presenté a ella, en una lectura de poetas universitarios en la explanada de Derecho. Simplemente la vi cerca, luego de que yo hubiera leído mis poemas, y aproveché la oportunidad:

-¿Te gusta la poesía?

Ella se hallaba mirando hacia el estrado, donde mi amigo Chicho Blanco leía unos rabiosos poemas experimentales de su libro inédito Ojo cuadrado. Volteó a mirarme, sorprendida sólo unos instantes, antes de sonreír francamente, porque ni la timidez ni el nerviosismo ni otros sentimientos de esa modesta estatura formaban parte de su reino particular.

          ‑Sí, pero me gusta que sea más... clásica, con ritmo ‑dijo, sin duda en oposición a los poemas de Chicho, o a aquellos con que yo había obsequiado a la audiencia.

Nuestra amistad se fue desenvolviendo de manera natural y, entre clase y clase, la invitaba al café de la facultad, a conversar sobre "poetas clásicos", como llamaba ella a los modernistas, que tanto le gustaban.

 

Una noche, la había esperado a la salida de sus clases, paseando por los pasillos, hasta que la vi venir con un grupo de sus amigos. No me agradaba mucho hablarle cuando andaba con ellos, porque entonces no podía brindarme toda su atención. Imprevistamente, se me ocurrió, como quien no quiere la cosa, preguntarle qué opinaba si uno de estos días escribíamos un poema entre los dos.

-¿En serio? –dijo entusiasmada- ¡Eso serría regio...!

Le agradó tanto la idea que me molesté conmigo mismo por no habérsela propuesto antes. Acordamos empezar el día siguiente; podríamos vernos en la biblioteca y trabajar allí el poema. Pero el día siguiente era sábado y no teníamos clases. Sin embargo, para satisfacción mía, ella confesó que no tenía inconvenientes en venir a eso de las cinco de la tarde, "si es que tú no tienes otra cosa qué hacer". Le aseguré que, lloviera o tronara, yo estaría a la hora exacta en la biblioteca.

El resto de la noche sólo estuve pensando en ella. Lucía me gustaba. No, no debía engañarme, era mucho más que eso: yo estaba enamorado.

 

Al otro día por la tarde, me aparecí antes de la hora convenida por la biblioteca y, mientras aguardaba a que ella llegara, me distraje revisando los ficheros y observando a los alumnos que leían. Luego caminé por el patio. Los sábados venía poca gente y se veía todo despoblado. Lucía llegó un poco agitada.

‑Discúlpame, pero es que el tráfico estaba horrible.

Me preguntó sobre qué tema escribiríamos. Yo no había pensado en algo especial y le dije que podíamos ponernos de acuerdo.

-Eso sí, que sea un poema con rima 𔁙dijo.

Quería que fuera todo lo "clásico" posible y la rima, por supuesto, era un requisito indispensable. Allí se me presentó el primer problema. Yo nunca había podido escribir de esa manera; la única experiencia que tuve al respecto fue una vez cuando, por pura disciplina técnica, intenté crear unos cuartetos con rima consonante. Los dejé, aburrido, porque me resultaba difícil hallar las palabras precisas, y cuando encontraba unas que tenían la rima correcta, resultaba que o no transmitían la idea adecuada o se excedían en el número de sílabas.

Estuvimos barajando temas. ¿El amor? Le propuse, pero ella ‑inesperadamente‑ opinó que era un tema muy común. ¿La amistad? Tampoco. Menos aun la traición ni "cosas así, tan pesadas".

‑Algo musical ‑dijo.

Y de repente, como si hubieran pulsado en mí algún botón interior, llegó a mi mente, rebotando, desde el fondo de mis recuerdos: canción. "Canción", le dije, mientras muchas imágenes de mi vida de niño empezaban a hacerse presentes. Lucía se había quedado analizando mi propuesta. Se llevó un dedo a los labios, entrecerró los ojos y pronunció varias veces la palabra para sopesarla: “Canción, canción...".

‑Sí..., creo que sí ‑aprobó, finalmente.

Decidimos usar octosílabos con rima consonante. Cada esbozo de verso lo pronunciábamos varias veces, en voz baja para no molestar a los pocos alumnos que leían en las mesas cercanas, y luego le cambiábamos las palabras, buscando unas más largas o cortas, según fuera el caso. A pesar de todo ese trabajo, al final de la tarde sólo teníamos tres versos que ‑como dice el refrán‑ no eran de lo mejor, pero eran de nosotros: "Toco una antigua canción / que suena en la tierna calma / de los recuerdos de mi alma/ ...”.

No se nos ocurría el otro verso para cerrar el cuarteto. La tarde había ido avanzando sin hacer caso de nosotros y yo observaba cómo los alumnos de la biblioteca se iban retirando. Por la ventana veía el campo de fútbol, los cafetines, el sendero que lleva a la vivienda universitaria, todo muy apacible, y distinguía algunas parejas de enamorados que paseaban cerca de los muros. Me hubiera gustado pasear por allí con Lucía o por el patio de Letras, hablar bajito, tomarla de la mano, besarla.

Establecimos una lista de palabras posibles: perdición, maldición, confusión, etc., pero no logramos hallar una que nos gustara. Al final, decidimos dejarlo todo para otro día.

Salimos de la biblioteca. Ella iba hablando contenta, asegurando que de todas maneras más adelante terminaríamos de escribir el cuarteto. Después me contó que la semana siguiente era su cumpleaños, habría fiesta y ya estaba haciendo la lista de invitados.

Fuimos hacia el paradero de los colectivos. En cualquier otra ocasión la hubiera invitado a que nos quedáramos un rato más, pero no en ese momento. Luego de que ella se marchó, me fui caminando, siguiendo la ruta de los colectivos, mirando las calles desoladas alrededor de la universidad, camino hacia el centro, donde se avizoraba la agitación de todos los sábados. Pero yo estaba muy lejos de todo eso.

 

"Tú eres una canción", me dijo mi madre. Fue por el tiempo cuando ella ya estaba muy enferma y yo era aún muy pequeño. La imagen que guardo de esa época es la de ella en cama, tratando de disimular su sufrimiento cuando me acercaba y mirándome con ternura. A su lado velaban mis hermanos, serviciales, arreglando la almohada, poniendo una velita nueva a la imagen de Fray Martín, mientras mi padre la ayudaba a tomar la medicina, poco antes de marcharse a su trabajo en el turno de noche en una fundición del Callao.

Una tarde, a comienzos de mayo, cuando ella estaba durmiendo en su cuarto, me acerqué silbando bajito. Había estado observándola desde el umbral, mirando su cuerpo magro envuelto en un cobertor a cuadros. Yo silbaba bajito para no despertarla. De pronto ella se dio vuelta con esfuerzo: no había estado dormida. Mientras sonreía tiernamente me pidió que me acercara. Cuando estuve a su lado me preguntó qué hacía. Le respondí que silbaba una canción, una que había aprendido. Entonces ella me dijo, sonriendo: "Tú eres la canción. Una canción muy dulce". Luego me explicó que, si yo deseaba, este año podía cantarle algo a mi madrina, además de recitar el poema; porque cada año, mamá me enviaba a casa de mi madrina Rebeca, mi madrina de la primera comunión, a recitarle el poema al Día de la Madre, aunque a mí no me agradaba mucho hacerlo, pues sentía vergüenza y hasta temor.

Por esos días, mamá estaba realmente mal, muy enferma, tosía mucho y parecía que se ahogaba, y cuando yo quería acercarme, papá o alguna de mis hermanas me detenía. "No es nada", me decían, como si yo no me diera cuenta, "anda vete a jugar". Casi me obligaban a salir de casa, y afuera yo me quedaba sentado sobre la vereda, sin ganas de nada.

El Día de la Madre me levantaron temprano y fui al cuarto de mamá; allí se hallaban rodeándola papá y mis hermanos. Sabía que ella no había dormido bien porque la oí toser durante toda la noche. Cuando me acerqué, mamá me acarició la cabeza y me dijo: "Recita bien, hazlo como el año pasado". Le pregunté si ella estaría esperándome cuando yo volviera, porque pensé que podían llevársela al hospital, como otras veces. Me dijo que me esperaría, que no se iba a mover de allí.

La casa de mi madrina no estaba muy lejos, quedaba frente a un gran parque con césped y matas de moras. Tenía una enorme ventana de fierro forjado. Papá decía que mi madrina Rebeca había vivido un tiempo en el extranjero; ahora ella era jefa de asistencia social en la fundición donde él trabajaba.

Cuando llegué, la empleada, una chiquilla muy delgada, me hizo pasar y me llevó hasta la cocina. Mi madrina se hallaba muy atareada: había organizado un almuerzo para celebrar el Día de la Madre y pronto llegarían sus invitados. Tenía puesto un mandil floreado sobre su vestido azul de grandes mangas, y corría de un lado a otro de la cocina, ya atendiendo la carne del horno, ya revolviendo la ensalada.

          ‑Qué trabajo, qué agitación ‑dijo, mientras inspeccionaba el horno de la cocina‑. No parece que estuviera celebrando mi día.

Yo la seguía porque, un momento antes, al verme en la puerta, no había parecido muy entusiasmada: "Oh,... ahora estoy muy ocupada". Me puse a seguirla, por la cocina y la sala, porque temí que me pidiera no recitar, que me diera la moneda de propina de siempre y me mandara a casa. Pensaba que, si no recitaba, iba a fallarle a mamá; eso era lo que más me preocupaba.

Por ello, sin mediar aviso, empecé a recitar a la madre querida, a los desvelos que nos prodigaba, a su amor inconmensurable, mientras agitaba las manos, con mayor energía a cada final de verso para marcar mejor la pausa. Cuando por fin terminé, bajé las manos y me quedé mirándola; mi madrina dejó por fin su paseo frenético, se detuvo abruptamente frente a mí, puso cara de satisfacción y aplaudió con desproporcionado entusiasmo. Luego me dio una moneda de propina y me llevó de un brazo a la puerta.

          ‑Muy bien, hijo. Estuvo lindo. Ahora vete y me saludas a tus padres, ¿ya?

Volví a casa de prisa. Crucé el sector de las huertas, luego la acequia y ni siquiera me detuve en el mercado ante las tiendas de dulces a comprar algo con mi moneda, como habría hecho en otra ocasión. Cuando llegué a casa, entré en el cuarto de mamá: ella no estaba. Uno de mis hermanos, a quien habían dejado para que me esperara, me dijo que la habían llevado al hospital, todo iba a salir bien, no debía preocuparme.

No pude ver a mamá. En los días que permaneció en el hospital no me permitieron ir a visitarla; yo era muy pequeño y sólo podían entrar los adultos. Del avance de la enfermedad y, luego, de los últimos sucesos, fui enterándome por mis hermanos. Mi padre pasaba casi todo el día junto a mamá y de allí se iba directamente a trabajar.

Mamá murió como a las dos semanas de haber sido internada. Todo esto prácticamente marcó el final de nuestra familia, porque al poco tiempo, con la excusa de que en el norte encontraría un mejor trabajo, y un poco para olvidar lo sucedido, papá se fue a su pueblo, junto con mis dos hermanos mayores. Me quedé con mis hermanas, ayudándoles en lo que podía. Después, con el tiempo, ellas se casaron, formaron sus propias familias. Y cuando papá murió, en su provincia, quizá de pena, porque se había deshecho la familia, me fui de casa, en busca de otros lugares donde silbar mi canción.

 

La mañana que me topé con Lucía, la invité a tomar un café en los altos de un restaurante.

‑¿Sabías que me casé? –preguntó ella.

Le dije que no lo sabía. Aunque en realidad sí estaba enterado. Un poco más de once años antes, sin previo aviso a sus amigos, ella había dejado la universidad para marcharse al extranjero. Recuerdo que fui una vez a su casa a preguntar por ella y la mamá me respondió, malhumorada, que Lucía estaba de viaje y no sabía cuándo volvería. De vez en cuando, sus amigos de la facultad me daban algunas nuevas: se había casado, vivía en Colombia, su marido tenía una empresa exportadora.

      ‑Desde hace poco estoy de vuelta ‑dijo, resignada-. Extrañaba todo esto. Mi familia, la gente, mis calles... hasta la pobreza de aquí, fíjate.

Ahora llevaba el cabello en un peinado ligeramente ondulado que enmarcaba su rostro. Todo su desenvolvimiento transmitía un aire de confianza en sí misma. Y al hablar lo hacía mirando a los ojos y sonriendo.

Me contó que estaba trabajando de asistenta de gerencia en la empresa de un amigo de la familia, y no había querido hacerlo en la de su marido porque eso la hubiera incomodado. Casarse no era una cosa de juegos, me explicó, exigía una gran disposición, hasta cierto talento, ¿sabes? Lo dijo muy seria. Su esposo vivía ocupado en los negocios, lo cual lo mantenía continuamente en el extranjero ‑ahora estaba de viaje por dos o tres semanas‑, y ella se aburría con las amigas, que se habían convertido en unas desabridas ahora que también estaban casadas.

De pronto, empezó a juguetear con la mano que yo tenía sobre la mesa, rozándome con una uña pintada con esmalte rojo, trazando una línea imaginaria sobre el dorso. Yo la dejaba hacer, algo desconcertado.

          ‑Tienes que venir a mi cumpleaños ‑me dijo, de improviso‑. Es dentro de cuatro días; seguro que ya lo has olvidado.

Protesté, asegurándole que no pasaba año sin que lo recordara. De improviso, Lucía miró su relojito e indicó que debía ir a trabajar. "Es la hora de nosotros, los esclavos", dijo, sonriendo. Y mientras yo pagaba al mozo, ella bromeó: "Me he convertido en una esclava más de esta sociedad caduca a la que censurábamos".

En la calle, mientras avanzábamos, yo pensaba: "Lo voy a hacer". Más adelante, ella levantó una mano para detener un taxi. "Lo voy a hacer ahora".

‑La verdad, estás muy hermosa, Lucía.

Ella sonrió halagada.

          ‑Pensé que nunca lo ibas a decir, hombre –dijo-. A ti también se te ve regio.

Cuando el taxi partía, me repitió que no dejara de ir a su cumpleaños. Claro que iría; me entusiasmaba la idea de encontrarnos otra vez en una reunión como la de su cumpleaños, en aquella época cuando tratábamos de escribir el poema.

 

El famoso poema no se había mostrado dócil con nosotros. Cuando fui a su casa el día de su cumpleaños, aún no habíamos podido concluirlo. Por otra parte, estaba decidido a definir mi situación con Lucía.

Cuando llegué, hacía rato que la fiesta había empezado. En la sala, los asistentes habían formado una ronda y Lucía, en el centro, bailaba con cada uno de los muchachos. Al finalizar la pieza, se acercó a mí.

‑Ven acá ‑me llamó‑. Quiero que conozcas a mis amigos.

Me presentó a unos muchachos y muchachas de su barrio, y a unos primos. Por un costado, tímidamente, se acercó un joven, alto y delgado, que había estado manipulando el equipo de música.

‑Te presento a Perico, mi enamorado.

Sentí como si me hubiera hecho una mala broma. Hasta ese momento yo había estado convencido de que ella no tenía enamorado. No sé por qué mantuve esa extraña idea, pues lo lógico era que una chica tan linda como ella tuviera muchos pretendientes y, por supuesto, enamorado.

          ‑Es poeta ‑dijo Lucía refiriéndose a mí, como para que la escucharan los demás‑. Sí, es un poeta, con poemas publicados en revistas y todo eso...

Yo sonreí, medio azorado. Después, Lucía me llevó a un lado para decirme que había estado intentando terminar el poema y ya tenía el verso que faltaba. Me explicó que, mientras estaba escribiendo, se había sentido como una verdadera artista, como si ella fuera sólo un medio para que la poesía pudiera fluir, mostrarse. "Lo he sentido", dijo. "Así debe pasar con los poetas, ¿no? Es una sensación como la de caer y caer...".

En ese instante se acercaron sus amigos y, sin hacer caso de las protestas de Lucía, se la llevaron a bailar. Agarré un vaso con gaseosa y fui a la sala contigua. Me senté en el sofá, mientras me preguntaba a mí mismo qué hacía allí. Decidí que lo más conveniente era hacer mutis sin previo aviso. Ella, que estaba tan ocupada, no notaría mi ausencia. De manera que fui en dirección a la cocina, para salir por la puerta trasera. Pero en ese momento Lucía me alcanzó.

-Ven acá, para que no nos molesten 𔁙dijo y me hizo entrar a la cocina, donde dos empleadas preparaban más bocaditos y tragos.

          ‑"Contaminación" ‑dijo Lucía de pronto y se quedó mirándome, aguardando mi reacción.

Le pregunté a qué se refería. Ella me explicó: había encontrado la palabra que rimaba adecuadamente y que además se relacionaba con el sentido del cuarteto. "Sin la contaminación" era el verso completo. Luego ella se puso a recitar de memoria todo el cuarteto, mientras yo hacía como que analizaba la pertinencia de esa rima. "Sí", le dije después, "sí, sí, parece que suena bien". Y Lucía sonrió complacida.

De pronto entró en la cocina una señora gorda, lanzando alaridos de satisfacción y preguntando dónde estaba su sobrina preferida. Traía una enorme caja envuelta en papel de regalo, con un gigantesco moño. Lucía y su tía se abrazaron largo rato. Al separarse, la tía la jaló de una mano.

          -He venido a saludar a mi sobrina preferida y a verla bailar con su enamorado.

Las seguí a la sala y allí, ante el pedido de la tía, todos dejaron de bailar y buscaron con la mirada al enamorado. La tía, al ver al muchacho, dijo: "Ah, así que él es el nuevo". Luego empujó a la pareja hacia el centro de la sala.

Cuando terminaron de bailar, la tía y la mamá de Lucía pidieron que bailáramos todos, y ellas mismas se pusieron a jalar a los que permanecían sentados. Me quedé parado cerca de la cocina, junto a un enorme macetero con una costilla de adán, mirando a la tía. Desde el primer momento que la vi, pensé que debía ser una mujer parecida, alguien con los mismos rasgos; pero al final ya no tuve dudas: era mi madrina. Había engordado considerablemente y ahora llevaba el cabello teñido de un color vagamente rojizo.

Mientras las dos mujeres maduras seguían confundidas entre los jóvenes, yo seguía observando. De pronto se me acercó Lucía y me jaló de un brazo hacia la cocina. Tenía las mejillas arreboladas por el trago y el baile.

‑¿Te estás divirtiendo? ‑me preguntó.

Le aseguré que sí y aproveché para preguntarle quién era esa señora tan alegre que había llegado. Era una prima hermana de su mamá, me dijo. "Es una tía regia". Estábamos muy cerca y detrás de ella vi más fuentes con bocaditos. Las empleadas debían estar en la sala, atendiendo a los invitados. Sin mediar palabra, Lucía miró en rededor, como para cerciorarse de que estábamos solos, y después me besó en los labios. Primero un beso rápido, luego uno más largo. Al comienzo permanecí desconcertado, sin participar, pero luego me ganó el entusiasmo y la apreté con fuerza. Al final, era yo quien tomaba la iniciativa y le dije que se quedara un momento más, pero volvimos a oír la voz de su tía llamándola.

Ahora me animé a seguir en la fiesta. Bailé con algunas de las amigas de Lucía, pero sin dejar de observarla, atento a si iba nuevamente a la cocina.

Cuando ella se dirigió a traer más discos de la biblioteca, la seguí y pude tomarle la mano. Pero eso fue todo. Al salir, nos topamos con mi madrina; entonces Lucía aprovechó para presentarme y le dijo que yo era uno de sus amigos de la universidad.

          ‑Me ha preguntado quién eras tú. Creo que te ha echado el ojo, tía ‑bromeó Lucía.

Mi madrina me miró abriendo exageradamente los ojos y luego sonrió mientras se arreglaba el cabello para simular coquetería y seguir la broma.

‑Mira, pues, qué éxito tengo con la juventud.

Y me arrastró al centro de la sala a bailar. Ella transpiraba por la agitación y reía; yo también reía, pero en realidad estaba observándola.

‑Pensé que eras uno de los pretendientes de Lucía.

Le aseguré que no, que sólo éramos amigos. "Pues tú me gustas más para enamorado de Lucía que ese flaco desabrido", me dijo, y sonrió haciendo un mohín pícaro. Y entonces empezó a darme jalones y a apretarme. Por momentos, exagerando los movimientos del baile, frotaba sus enormes senos contra mi pecho y me miraba directamente a los ojos, como aguardando mi reacción. Pero yo estaba tratando de hacerla coincidir con la imagen de antes, de mucho tiempo atrás. Cuando acabó la pieza, Lucía se acercó con su mamá y algunas chicas que recién habían llegado.

          ‑Él es poeta ‑les dijo‑. Antes escribía poemas muy raros, pero ahora hace lindos poemas clásicos.

La mamá de Lucía me miró casi divertida. Todos sonreían y yo no supe qué decir. Mi madrina fue la primera que habló luego de ese instante, adoptando un gesto que debió considerar adecuado a las circunstancias:

          ‑0 sea que tú debes sufrir mucho durante los atardeceres, ¿no?

Me quedé observando los rostros de esas mujeres que me rodeaban, sus ojos lejanos y sus sonrisas suspendidas como ropa puesta a secar ante mí, y a los que más allá bailaban y bebían, y me fui sintiendo también lejano, muy lejano.

Más tarde, cuando todos estaban bailando, me deslicé hacia la puerta y salí sin que me vieran. No quise despedirme de Lucía. Esa fue la última vez que la vi, hasta hace poco.

 

Ayer, la noche del cumpleaños de ella, me detuve ante la puerta de su casa varias veces, luego de dar vueltas a la manzana. Mientras caminaba y volvía a llegar a la puerta, tuve tiempo de pensar y finalmente decidí que lo mejor era no entrar. Luego empecé a alejarme, de prisa, por temor a que ella saliera y pudiera verme, pues entonces no hubiera sabido qué excusa inventarle y, quién sabe, me hubiera visto obligado a decirle la verdad: que por más esfuerzos que yo hiciera, "contaminación" no rimaba con "canción", de ninguna manera.

 


 (*) Jorge Ninaypata, escritor peruano. Vive actualmente en New York.


 

 

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