Versiones  44

Junio - Julio 2002

Director: Diego Martínez Lora

la aventura de compartir las vidas, las lecturas, las expresiones...


Hilario Barrero(*):

Diario (2)


ABRIL

Lunes, 2. Entre las horas que descontamos al reloj este fin de semana, lo grisáceo del cielo, las lluvias y esta oscuridad persistente en el aire, este lunes, 2 de abril, amanece pesado y difícil de respirar. Es este un largo invierno y hace tiempo que añoro las primeras flores amarillas, los tulipanes atrevidos, la hierba temprana y la luz de abril. Me dicen que en Toledo hace un tiempo luminoso y radiante. ¿A quién preguntaré si pronto ha de venir la primavera?  ¿A los que caminan muy deprisa, sin tener adonde ir; los lentos que pisan dos veces su miseria, los agresivos, de mirada oscura; los que miran de reojo, los que revuelven en las papeleras y depósitos de basura buscando lo que no han perdido, los que van en sillas de ruedas, los que piden dinero, los silenciosos, los que no miran, los que llevan bolsas, paquetes, carros de la compra, los que van casi desnudos, jóvenes y viejos, todos sucios, oliendo a atarjea, a noche, a orines, a humo mal cocido y a desolación?  Son fantasmas que pasan junto a nosotros y no reconocemos, sombras que oscurecen nuestro paso, derrotados, enfermos, casi muertos. Es una legión de voces sin sonido, mudos, con lengua sucia de alcohol, aliento a madriguera, toses amarillas, heridas con costras rojas llenas de sangre vieja y pus antiguo, esqueletos de paja. Escupen, gritan, se duermen en rincones prohibidos, en ascensores, en escaleras, en plataformas, en columpios de sueños imposibles, en camas de nieve, arropados con clavos, cristales en sus pies, lija en sus lenguas, tosen, cantan, gesticulan y se mean. Amenazados por la policía se esconden, se mueven dóciles, corderos tatuados con la rosa de la muerte; agresivos, borrachos o drogados, resignados o furiosos, con la pistola del alba en sus cinturas, acechantes, torpes y tristes. La navaja de la cicatriz en alza. Topos sin madriguera, lobos castrados, gatos desheredados, hienas de asilo, gallos capados en un amanecer de cristales, luciérnagas mojadas, gatean, se arrastran, aúllan, gritan, ladran y muerden. Están los que ríen, los que se mueren al atardecer, los que maldicen, los que se cagan, los que abren la boca y los que vomitan. Están los que no son. Están los que entre harapos, dientes partidos, bocas sucias, manos infectadas de estiércol, sexo habitado de gusanos e insectos, uñas como azadones, se besan torpemente, se abrazan sin sentido, como muñecos de trapo, se aman con inútil pretexto, en un rincón oscuro, apresuradamente, medio vestidos, tambaleantes, con gemidos de aluminio, fornican con movimientos medievales, danza de la muerte, semen dormido, vagina hueca, amor con virus, escalofrío de muerte, orgasmo mudo. Fornican en las ruinas de su propia madrugada con música de Bach. Y también están los que lloran. Pasamos juntos a ellos cada madrugada en la Penn Station de la luminosa, radiante, cosmopolita ciudad de Nueva York, pero ellos no nos ven. Por los altavoces una voz que sonríe avisa que el directo a Washington sale dentro de cinco minutos. Pulcros ejecutivos recién duchados, perfumados de Dolce & Gabbana, con corbatas de seda de Lord & Taylor, trajes de Armani, carteras de piel de Gucci, el último modelo de laptop se dirigen civilizadamente a la puerta número siete, mientras suena por todo el recinto, en las catacumbas, en los lavabos, en las salas de espera, en la cafetería, el concierto de Brandenburgo número 2 de Bach. Por las mañanas es tiempo de música barroca.

Alguien que de pie escribe en un cuaderno esperando el tren de las 6:35 de la mañana, deja de hacerlo por un momento y escucha la música. Una voz de alcohol fuerte y cascada se le acerca y le pide dinero. Tiene esta voz un sonido amargo, de arpillera borracha que le raspa la garganta. El que escribía cierra su cuaderno y huye, veloz, a coger el tren que se le va. No sabe con cuál de las dos músicas quedarse.

 

Martes, 3. “Durarán más allá de nuestro olvido; /  no sabrán nunca que nos hemos ido”. Decir lo mismo como si fuera dicho por primera vez y decir algo nuevo como si hubiera sido dicho antes muchas veces.

 

Miércoles, 4. Hace 30 años era de los de pelo largo, barbudo, pantalón vaquero descolorido de noches y lejía y fumando marihuana. Se sabe de memoria las canciones de  Bob Dylan y Joan Baez, iba a Washington a manifestarse por la guerra del Vietnam, fue al primer Woodstock, hizo el amor en la madrugada en alguna playa solitaria con una joven de pelo largo, delgada, sucia y libre. Y fue joven y lleno de vida. Hoy, a mi lado en el tren, lleva el pelo largo todavía, pero totalmente blanco y pasado de moda, pantalón vaquero que palidece de un azul jadeante, camisa de franela a cuadros azules y negros, usa zapatos deportivos de lona y parece enfadado o tal vez cansado. Va leyendo, usa gafas y tiene ojeras. Posiblemente ya no recuerda parte de las canciones de Bob Dylan o confunde sus letras con las de Joan Baez, y ya no fuma ni bebe ni hace el amor. Todavía se conserva delgado. Su perfil es sobrio, arrugado y pálido. Cierra el libro que leía, mira al paisaje luminoso, saca unas llaves y se baja en la estación de Princeton. ¿Un profesor de sociología? ¿Un carpintero? No puedo distinguir ya que el uniforme que lleva es el mismo que llevaba hace treinta años. Tarde o temprano nos quitamos las corbatas y nos pusimos el mono. O nos cambiamos de chaqueta. Le dejo bajar a él primero y mientras se aleja me veo reflejado en su sombra y me doy cuenta de que llevo puesto el traje de profesor y en mi alma el mono de carpintero. De pronto un vendaval de recuerdos me dificulta subir la cuesta y evoco aquella madrugada de julio cuando en la playa amé a un cuerpo hermoso, el más hermoso de todo el verano.

 Miro, a través de la ventana del tren, el paisaje todavía seco y árido de abril y pienso en aquellos domingos de guateques en mi ciudad milenaria y opresora que abandoné una tarde de octubre.


 (*)Hilario Barrero, profesor universitario y escritor español. Trabaja actualmente en Princeton.


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