Versiones  44

Junio - Julio 2002

Director: Diego Martínez Lora

la aventura de compartir las vidas, las lecturas, las expresiones...


Jorge Ninaypata(*):

Por las noches


Por la madrugada, durante las horas del toque de queda, Ramón volvió a percibir entre sueños los disparos de las patrullas, a lo lejos, por los sectores periféricos de la ciudad; pero en ningún momento logró escapar de los lazos del sopor. Cuando despertó por la mañana, permaneció tendido sobre la cama, observando el techo de su cuarto, altísimo como el de las demás casas de ese viejo barrio.

La casa quedaba en un segundo piso. Una ventanita pequeña de madera, a gran altura, que se abría o cerraba al tirar de una cuerda, era lo único que iluminaba la habitación. Hacía muchos años, cuando el último terremoto, la enorme ventana que había en la otra pared tuvo que ser tapiada porque ese lado se resquebrajó peligrosamente. Entonces, Ramón ya no pudo seguir atisbando por encima de los techos vecinos la amplia avenida Independencia. Ahora, cuando tiraba de la cuerda y cerraba la ventanita, los ruidos del exterior desaparecían, se instalaba el silencio y, sólo con esfuerzo, llegaba rebotando algún ruido callejero.

No encontró a nadie en la sala. Su nieto mayor, Julio, y la esposa de éste, Sara, se iban a trabajar temprano. Y Lucho, el nieto menor, se iba a sus clases en la universidad o a realizar algunos trabajos eventuales. Pero su hija, Flora, debería hallarse aquí, cocinando y cuidando a la niña de Julio. Antes, Ramón también salía, generalmente iba al parque municipal, ubicado a pocas cuadras, cuando los rigores del reumatismo aún no lo habían confinado a los límites de la casa.

En la mesa del comedor encontró la mantequilla y el pan cubiertos por un mantel. Cuando Flora salía, le dejaba todo listo para que él desayunara; hubiera preferido que le dejara también una nota, explicándole adónde había ido, para sentirse más tranquilo. Se preparó el desayuno con café y un poco de leche condensada. Se quedó observando: leche, blanca y pura, sólo había en su tierra; desde su memoria brotó la imagen de un chorro blanco y humeante que caía a un balde, mientras el sol se elevaba detrás de los montes y campiñas de Otuzco. ¿Adónde habría ido Flora? A estas horas solía estar cocinando. A él también le hubiera gustado salir; quizá reiniciar sus antiguos paseos por el parque, desentumecerse, sentir que aún estaba vivo.

 

Cuando cerca de veintisiete años antes se jubiló en la fábrica donde trabajaba, compró esta casa, en un barrio por entonces apacible. Había procurado mantenerse alejado de los lugares más comerciales y agitados. Dejó la casita alquilada en una quinta, que había ocupado casi desde que se casara, y vino pensando en descansar por fin. En este barrio el clima era más seco, podría sortear mejor las molestias de su reumatismo, vería crecer a sus nietos y quizá hasta podría dedicarse a un pequeño negocio, una bodega o algo así.

Pero la batalla contra el reumatismo parecía perdida de antemano, pues toda la ciudad era muy húmeda. Por otra parte, la apatía y un poco el temor a las dificultades le hicieron desistir del negocio. En fin, durante estos años había visto morir a su esposa, a su yerno y crecer a sus nietos.

Flora llegó cerca del mediodía, preocupada por la demora. Había ido a misa y luego al mercado, dijo, y luego entró de prisa y nerviosa a la cocina. Ramón preguntó por Lucho, qué era de él, hacía días que no lo veía. Flora demoró en contestar desde la cocina.

‑Se ha ido a estudiar.

Solía suceder con Lucho: se marchaba temprano y, debido a sus clases en la universidad o a algunos trabajos eventuales, llegaba tarde a casa, cuando Ramón ya se había acostado. Hacía como una semana que no lo veía. Le agradaba su nieto, tan alegre y entusiasta; le había agradado desde que era chico. Muchas veces se ponían a discutir sobre las características de sus respectivas épocas. Ramón siempre replicaba que no creía en "la verborrea social" de su nieto y resaltaba las bondades de antes, cuando todo era más tranquilo y no había tantas preocupaciones como ahora. "Es que tú eres un animal prehistórico", le había dicho varias veces su nieto riéndose, confianzudo.

      ‑Hace varios días que no lo veo -añadió Ramón. Esta vez no recibió ningún comentario desde la cocina.

El frío tornaba intranquilo a Ramón, como si se viera asediado por la humedad asentada en el ambiente. Esa noche, se acostó más temprano; parecía que le iba a dar la gripe. Así le empezaba, primero como un malestar que lo dejaba amodorrado y luego crecía hasta casi anular su voluntad. Desde su cama, pudo oír las voces de Julio y Sara, luego las de Flora. Oía, a lo lejos, el sonido discontinuo de sus voces, como el rumor de una fuente.

Pensaba en el frío que debía hacer afuera. Finalmente, terminó por quedarse dormido. Soñó que caminaba por unas calles atestadas de gente, buscando una dirección o a alguien, abriéndose paso a empujones... De improviso, algo lo hizo despertar abruptamente. Abrió los ojos en medio de la oscuridad y tardó en comprender que ya era de madrugada ‑las horas del toque de queda‑ y que habían sido los disparos, aunque esta vez muy cerca. Los disparos volvieron a retumbar a la altura de la avenida Independencia. Era extraño, antes no sonaban por aquí, no muy cerca. Miró hacia la ventanita, pero en vano porque estaba muy arriba. Permaneció atento a los ruidos: gritos y carreras, como si persiguieran a alguien. Si la ventana grande hubiera seguido en su lugar...

Poco a poco los ruidos fueron apagándose, perdiendo fuerza, hasta desaparecer. En su lugar sólo quedó el silencio, pesado, que se fue asentando en la oscuridad. Era una oscuridad tan presente que, cuando carraspeó, pareció a punto de desordenarse. Pero, a pesar de todo, el barrio parecía seguir durmiendo tranquilamente. Por un momento, pensó si no habría soñado aquello, si no sería producto de su resfrío.

Por la mañana, tampoco halló a Flora. Se dedicó a deambular por la casa, aún pensando en la noche anterior. Ahora, ante la claridad del día y los sonidos cotidianos que entraban por la ventana de la sala, reconoció que había algo más; rebuscó en su memoria y halló adormecido el rumor de un llanto: había oído llorar a alguien, ahora lo recordaba, en algún lugar de la casa alguien había llorado durante la noche. Ésa fue la primera vez. Nítido, preciso, con la consistencia de un estilete, el rumor del llanto había logrado introducirse entre los pliegues de su recuerdo. ¿Quién habría sido? Alguno de sus familiares, seguramente, o tal vez el llanto había subido desde la quinta de casas posterior.

 

Al mediodía, casi junto con Flora llegó a visitarlo Olegario, un viejo amigo. El día anterior había llegado de Otuzco y le traía carta de Mariano, el hermano menor de Ramón. Olegario había dejado la ciudad hacía poco más de cuatro años para volverse a la provincia. "¿Sabes que allá tampoco estamos bien?", le estuvo contando Olegario y le habló del abandono de los pueblos del interior, de la falta de trabajo.

Después de que su amigo se marchó, Ramón entró en su habitación para leer la carta de Mariano. Su hermano le decía que deseaba venir a la capital, para trabajar en lo que fuera. Los hijos de Mariano eran ya adultos y tenían sus propias familias. "Pienso ir allá con mi esposa", le anunciaba. Luego de que terminó de leer, permaneció largo rato mirando hacia la ventanita de su habitación. "Escríbeme lo más pronto posible". Ramón se quedó pensando: ¿en qué iba a poder trabajar aquí un hombre de más de sesenta años, si ya era muy difícil para los propios jóvenes conseguir un empleo modesto?

 

-Parece que no se siente bien -Oyó por la noche a sus familiares, desde su habitación.

Se referían a él. Pensarían que no podía oírlos. Trató de aguzar el oído. Sólo se escuchaban las voces de Julio y Flora, y por momentos la voz de Sara, pero no la de Lucho. Quién sabe dónde andaría ese loco.

En cierto momento, sus familiares hablaron casi atropelladamente, como preocupados por algo, pero luego se callaron. ¿De qué estarían hablando? No quiso hacer el esfuerzo de pararse para ir hasta la puerta y escuchar mejor.

Se durmió con el rumor de las voces de sus familiares como fondo, subiendo y bajando, como una fuente de agua soplada por el viento. Pensó que esa misma fuente era lo que sonaba y que lo despertó. Pero habían sido los disparos, que sonaban muy cerca, mezclados con gritos y ruido de carreras.

Ramón bajó de la cama y buscó algo en qué encaramarse hasta la ventanita. Finalmente se decidió por una vieja silla de mimbre y la jaló para intentar llegar hasta allá. Lo hizo de prisa, cuidando de no tropezar, aunque no pudo sortear la mesita de noche y se golpeó una rodilla. El dolor pareció quedarse congelado un instante, mientras él continuaba decidido a empujar la silla, pero luego empezó a derramarse lentamente por su pierna y tuvo que dejarlo todo; permaneció un rato sobándose, sentado sobre la cama. Estaba frotándose la parte adolorida cuando advirtió que el desbarajuste de afuera se alejaba, se iba perdiendo a lo lejos, lo llamaba la noche desde algún otro lugar. Y él se quedó desencantado, sin haber conseguido lo que deseaba, pensando que, de todas maneras, no hubiera logrado nada con la silla porque la ventanita estaba muy alta.

Se durmió tratando de ordenar sus ideas y sintiendo un vago dolor en su rodilla golpeada. Cuando despertó por la mañana, supo que nuevamente había oído llorar a alguien. Halló a Flora preparándose para salir. Parecía preocupada y ojerosa. ¿Habría sido ella? Tal vez estaba enferma. Luego de que Flora se marchó, Ramón desayunó de prisa. Había estado pensándolo y al final tomó la decisión; pero debería aprovechar ahora que estaba solo. Fue hasta el cuarto de Julio y buscó la caja de herramientas.

Puso el cincel en la pared y el primer golpe de martillo sonó como un balazo en toda la casa. Se quedó aguardando algo, pero todo seguía igual, la mañana transcurría en orden. Había calculado abrir un orificio equivalente a dos ladrillos. Reinició sus golpes. Lo iba a hacer, de todas maneras, para estar preparado durante la noche. Lo único que le preocupaba era que Flora pudiera enterarse, porque entonces no sabría cómo explicarlo.

La tierra rojiza del ladrillo fue cayendo en unas hojas de periódico que había colocado en el suelo. Había previsto el ángulo que le daría una buena vista hacia la avenida Independencia. Aunque, luego de mucho esfuerzo, sólo pudo abrir el espacio de un ladrillo.

Mientras golpeaba con el cincel y el agujero crecía, iba distinguiendo parte de la avenida. Cerca del mediodía, se hallaba limando las últimas aristas de ese pequeño orificio rectangular. Estaba satisfecho, a pesar de que sólo podía ver parte de la vereda y de la pista principal; y hacia la izquierda, la base de un farol.

Oyó el sonido de la puerta: ¡Flora! Apresuradamente arrimó la mesita de noche a la pared para ocultar el orificio. Luego recogió la arena del ladrillo, fue al baño y la tiró por el inodoro. Ramón pasó la tarde en estado de agitación. Esperó ansioso que llegara la noche para poder observar hacia afuera. Pero esa vez no sucedió nada.

Al otro día por la mañana pasó revista a sus recuerdos: no había oído los disparos, pero sí el rumor remansado del llanto.

 

‑¿Estás enferma? ¿Te pasa algo? ‑le preguntó a Flora.

Ella se mostró sorprendida, por un momento titubeó como asustada.

      ‑No, no me pasa nada ‑dijo sin convicción‑. ¿A qué te refieres...?

Ramón había terminado de desayunar. Estaba mirando por la ventana hacia las rejas de fierro del patio. El frío parecía haberse solidificado afuera. Y esa mañana, Flora no había salido de casa.

Se sintió un poco avergonzado por la obligación de explicarse, pero trató de evitar todo dramatismo cuando refirió lo del llanto por las noches. Alguien dormía mal, algún enfermo quizá, quién sabe. No comentó que al comienzo había pensado que podía tratarse de un niño, por la forma dolida y el abandono que su llanto dejaba adivinar; un abandono casi impúdico, como de alguien totalmente vencido por el dolor.

‑¿Alguien que llora?

Flora lo miró atentamente un instante, y luego lo negó con energía; ella no era, qué ocurrencia. Es más, no había oído nada. Pareció reasumir el aplomo que había perdido. Luego miró a su padre, como dudando de que se hallara en sus cabales. Finalmente, se marchó a la cocina. Ramón no le creyó; él podía estar viejo pero sus intuiciones raramente le fallaban. En todo caso, ¿quién podía ser? ¿Julio? ¿Su esposa? No lo creía; quizá la hijita de ellos, que era muy enfermiza.

Después del almuerzo se fue a su habitación. Allí se frotó la rodilla con ungüento casero porque el frío volvía a despertar el dolor. Pasó la tarde recostado en su cama. "Escríbeme lo más pronto posible". Se acordó de la carta de Mariano; no sabía qué responder, cómo pedirle que no viniera. Tanto tiempo sin salir de la provincia, para que se animara a venir justo ahora. No sabía cómo decírselo sin correr el riesgo de que se resintiera, pues Mariano siempre había sido muy orgulloso y susceptible.

 

Por la madrugada, despertó con la sensación de que lo estaban llamando.  Levantó maquinalmente la vista hacia la ventanita, pero luego se acordó. Bajó rápidamente de la cama, empujó la mesita de noche hacia un costado y entonces abruptamente se introdujo un violento chorro de luz violeta por el pequeño rectángulo de la pared. Se agachó, pegó el rostro al orificio y recibió un viento frío que lo heló. Tuvo tiempo para pensar con aprensión que había sido muy imprudente al exponerse así al viento del exterior, pero la visión que advirtió al otro lado hizo que dejara atrás todo pensamiento.

Vio, encandilado, parte de la calle principal iluminada por los faroles, parte de la vereda y de la pista ‑le recordó el cuadro de algún almanaque antiguo‑, y sintió ruidos de pasos, de carreras, de llantas que chirriaban en algún lugar, y hasta distinguió la silueta de vehículos que pasaban cerca de la vereda. Miraba conteniendo la respiración. Quería ver más; ahora se arrepentía de no haber abierto un orificio más grande. No podía apreciar bien el pavimento, por donde se iban alejando los vehículos hasta perderse en la noche. Unos minutos después, sólo permanecía vibrando en el aire el eco amortiguado de los sonidos.

Se dio cuenta de que ya no podría ver nada más, pero permaneció con la cara pegada al orificio. Recién entonces pensó en él mismo: estaba solo en su cuarto, descalzo. Corrió la mesita de noche para ocultar el orificio y subió temblando a la cama.

Esta vez, mientras caía en el sueño, oyó a lo lejos el llanto de todas las noches, pero no quiso despertar del todo para averiguar de dónde venía. Cuando abrió los ojos por la mañana, se incorporó a duras penas; le dolía el pecho, se le estrujaba al respirar: culpa del frío de la noche. Con dificultad se puso los zapatos, pero era demasiado para él intentar salir a la sala.

Flora lo obligó a que volviera a acostarse y le trajo un poco de té caliente con limón. Debía cuidarse, le dijo, estaba resfriado, si no descansaba podía ser peor. Ramón sentía cómo el frío le ablandaba los huesos a pesar de encontrarse bien cobijado. Al mediodía Flora le preparó un poco de caldo de gallina, que él tomó sentado al borde de la cama. Después volvió a acostarse.

 

Por la tarde se durmió profundamente y cuando despertó se halló envuelto en la oscuridad de la noche; primero pensó que ya era de madrugada, pero al instante comprendió su error. Oyó las voces de sus familiares en la sala y el llanto de Flora. Debían haber estado cenando, pero ¿por qué lloraba Flora? Los demás no trataban de calmarla, más bien parecía como si ya lo hubieran hecho y ahora dejaran que sus sollozos se fueran extinguiendo lentamente. Por la ventanita del cuarto de Ramón se introducía un poco de claridad de los faroles cercanos. Se incorporó para encender la luz de su habitación, pero sólo tuvo fuerzas para quedarse sentado al borde de la cama. Desde allí podía escuchar más claramente las voces de la sala.

‑¿Y aún no sabe nada? ‑oyó la voz de Julio.

Flora parecía haber dominado sus sollozos cuando contestó:

‑No. Se ha ido a la cama temprano, está resfriado.

Luego se callaron un instante. Julio habló, con acento resignado.

      ‑También fui donde el dueño del almacén, don Manuel, para saber si Lucho había ido por allí en busca de trabajo, pero no, no se ha acercado en varios días.

La voz de Flora sorteó un nuevo acceso de llanto para preguntar con claridad:

      ‑Pero, ¿entonces?, ¿dónde está? Ni sus amigos saben algo de él.

      ‑Habrá que seguir averiguando en las otras comisarías, y volver a preguntar en la universidad...

Poco a poco, Ramón había ido sintiendo que algo dentro de él comenzaba a debilitarse. Volvió a recostarse sobre su cama. El llanto de su hija había vuelto a crecer en la sala. Ahora comprendía, pero deseaba, esta vez con mayor fervor, que aquello fuera sólo un sueño, parte de su imaginación. Quizá si se durmiera todo volvería a la normalidad. Quería estar lejos, en otro sitio. Se acordó de Mariano, de las épocas cuando iban a las quebradas de Otuzco a recoger yerbaluisa, de la quema de castillos de carrizo en Semana Santa. Le dolía la cabeza.

Despertó de madrugada, obligado por un ruido, y casi mecánicamente intentó incorporarse para ir hacia el orificio en la pared. Pero la debilidad sólo le permitió llegar a sentarse al borde de la cama. No tenía fuerzas para más. En la oscuridad, calculaba el lugar donde estaba el orificio, detrás de la mesita de noche. Se quedó oyendo, pero esta vez no había disparos: se dio cuenta de que era el llanto lo que lo había despertado.

Se dijo que esta vez, sin que importara su debilidad, lo iba a averiguar. Iría a la puerta, la abriría y se pondría a buscar de dónde venía. Iba a descubrirlo, a como diera lugar. Pero antes, en un gesto de cansancio, se pasó la mano por la cara. Entonces sintió que se humedecían sus dedos. Desconcertado, volvió a pasar la mano por su piel rugosa, y nuevamente sus dedos se humedecieron. Su corazón comenzó a latir con fuerza. ¿Qué sucedía...? Se quedó tratando de entender, con la mirada perdida en la penumbra.

Trataba de explicárselo: lloraba, sí, lloraba; mejor dicho, sus ojos lloraban, como por cuenta propia. Por muchas cosas: por lo que pasaba afuera durante las noches, por Lucho, por su hermano que deseaba venir, por el sufrimiento de Flora... y, sobre todo, por él, por él mismo, porque ya no podía entender lo que pasaba en esta ciudad, ni a la gente que la poblaba, ni –por último- nada de esta vida extraña.

Pensando en esto, permaneció hasta muy tarde, sentado al borde de su cama y tratando de ordenar el compás desconcertado de su corazón.


(*)Jorge Ninaypata,  escritor y catedrático peruano. Vive actualmente en Nueva York.


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