Versiones 46
Octubre - Noviembre 2002
Director: Diego Martínez Lora
Carlos Amézaga(*):
Primera vez
Desde pequeño, o, más bien, desde que mis compañeros y yo empezamos a fijarnos en nuestras amigas, a observarlas con mayor detenimiento y a comentar nuestros gustos, noté que conmigo la cosa era diferente. Yo sólo me fijaba en sus cuellos. Sí, me encantaban aquellos largos y bien formados, pero también los cortos y musculosos, en general todos, fueran como fuesen. En eso tenía yo una ventaja con mis camaradas, mientras que las partes de la anatomía femenina preferidas por ellos estaban siempre, o casi siempre, ocultas por la ropa, los cuellos estaban normalmente al descubierto y me permitían regodearme en su contemplación de forma más o menos disimulada según la ocasión.
El asunto, para los demás, no pasaba de ser una simple excentricidad, pero para mí se fue constituyendo en una obsesión. Veía y deseaba cuellos por todas partes, pero lo peor era no saber por qué, o para qué.
Cuando algunos de mis amigos tuvieron sus primeras aventuras con muchachas de nuestra edad, decidí yo también buscar alguna que me ofreciera la posibilidad de entenderme a mí mismo, en mi acaso desmedida obsesión. Al poco tiempo así ocurrió.
Había notado con satisfacción que la hermana de uno de mis mejores amigos manifestaba un cierto interés en mí. Un día decidí invitarla a pasear por el bosque cercano a nuestro pueblo. Ella tenía uno de esos cuellos largos y delgados que tanto me gustaban. Cuando aceptó mi invitación sin titubear me sentí encantado con mi suerte.
En la tarde fijada para nuestra cita pasé a buscarla a su casa. En el camino hablamos de cosas sencillas y nos reímos bastante. Entrando al bosque, casi naturalmente, la tomé de la mano y ella se dejó llevar sin protestar. Seguimos paseando despacio, comentando lo que veíamos a nuestro alrededor. No nos cruzamos con nadie en el camino y poco a poco empezó a oscurecer. Al llegar junto a un árbol alto y frondoso decidimos sentarnos un momento a descansar.
Se sentó a mi lado y pasé un brazo alrededor de sus hombros. La tenía más cerca que nunca y empecé a deslizarle palabras dulces en el oído. Ella me escuchaba feliz. En un momento dado cerró los ojos y me brindó sus labios entreabiertos.
Así entonces me di cuenta, allí recién lo supe. Sentí que algo crecía en mí, se estiraba y desarrollaba. En vez de tomar sus labios entre los míos, me incliné hacia su magnífico cuello y mordí con fuerza, succionando. Mis incisivos, ahora largos y afilados, rompieron con facilidad la tierna carne y, mientras ahogaba sus gritos con una mano, absorbí a mis anchas el tibio fluido que se me ofrecía.
Acabé rápido, entre saciado y asustado. Luego partí raudo, dejándola a ella inerme en el piso. La luna –llena, recuerdo- campeaba ya en el horizonte.
La primera vez es siempre inolvidable.
(*)Carlos Amézaga, escritor, abogado y diplomático peruano. Actualmente vive entre Praga y Viena. Ganó el concurso de las 2000 palabras de la Revista Caretas, Lima - Perú. 2002/3