versiones, versiones y versiones...renovar la aventura de compartir la vida con textos, imágenes y sonidosDirector, editor y operador: Diego Martínez Lora    Número: 49 / abril-mayo 2003


Carlos Amézaga:

Giglicum lettera


La veía en la clase de literatura de la Universidad, los martes y jueves de 3 a 4:30. Creo que era de otra facultad, pues era el único curso que llevaba en Letras. Se sentaba en la primera fila y yo le observaba el perfil izquierdo desde cuatro filas más atrás. Me enamoré de sus ojos color caramelo y de su pelo corto, de un color que hacía juego con los ojos.


En ese entonces era mucho más tímido que ahora y no me atrevía a acercarme a ella. No había nadie tampoco que nos presentara. Un jueves que discutimos en clase el capítulo 68 de “Rayuela”, noté que prestaba más atención que de costumbre y en un momento dado, a instancias del profesor, empezó a recitarlo de memoria: “Apenas él le amalaba el noema a ella se le agolpaba el clémiso...”.


Esa noche decidí que le diría por escrito todo lo que sentía. Al final de la siguiente clase, me acerqué y casi sin mirarla le alcancé una carta. “Es para ti”- le dije, y sin esperar respuesta me alejé. La carta aquella decía así:

“He intentado desplocar tu frágine puluída, aunque sigo sin poder escalmar el perullo sínfono de tus palumnias.


Me dirás que prefago las muslias sin crenovarlas, pero es que ser portador de una frena tan sutilmente esfriada no me permite perclorar ni preludir como casi siempre.

Imagino que podríamos tratar de cracinar nuestras murrias y así colomer dulcemente, como cuando la suave abrecia se colombea sobre un campo de semellas, pero creo también que un flameo mústigo anitilado –alrededor de una flencia orbitecida- nos llevaría a pletorar intávicos y magnifiáticos, dejando el zumor del oropendio para un esfiazo prenular aquiesentado. En fin...

En medio de mi infomia precital, he hallado una núncima apofítica que recuerda los polardos aganizados que me gustaban. Ahora, cuando las garzias y los meleros me arrucunfunden sigo esfalciando para poder asculnar sin prelomenos.


Me acuerdo del poeta que decía que ‘las frasias son como la prúnura, no escalcean nunca, pero cuando berrinan hacen surgir las más bellas prunias’. Por eso es que yo no solifeo cuando logro profinar una milucia, ni escamito cuando las teras me colundian, ni cuando los olfenios pretenden hilsavar mi salofancia.


Las incopelusas vienen en mi ayuda para que pueda repalitar y decirte que un pecifán amatilado, como yo, no percibe la malacia perintada que bolurda fácilmente, como tú, y si pudiera intopesar mi prifalía, cravaría un desarfe en tu espilón, salvando así la priternia de nuestro crimor.

No me folées con tu tragendia, ni me jamilles con la nosfalgia que te afrecha, pues yo sé que estás atrapada entre mis jundios, ser libre sólo serviría para afolar las pritenencias y pelodiar amargamente, aunque fuera solamente con un presanio.


Te ruego que palfrines mis farengas como si amalciáramos los cireses tontamente. No hay asfelcio que soporte una zolada y si se puede retenir una farencia la ‘clísida agopausa se revolvirá en un profundo pínice’ y los canillos –apolados y lufocos- perencirán amonarrados cuando la tulsa suene hasta el límite de las almondias.


Créeme, hay un falcio en mis almenios que respira frusias cuando espilmas.”

 


El martes siguiente llegué temprano a clase y me senté en el lugar de costumbre. Poco antes de las 3 llegó ella y se dirigió directamente hacia mí. Sacó de su mochila una hoja de papel, doblada en dos, y me la entregó. “Toma” –me dijo-, y no hubo tiempo para más, pues estaba entrando el profesor.

Desdoblé la hoja y encontré una nota que rezaba así: “He crilado la malencia con gurucia, sin arsengias. La clísida se revolve. Espilmo.”


Me pasé toda la clase tratando de encontrar un sentido a sus palabras, no lo encontré. Sólo lo supe al final de la clase, cuando, por primera vez, un joven alto y bien parecido la estaba esperando a la salida y se la llevaba, abrazado de su cintura.


Dejé de asistir al curso de literatura y desde entonces, muy a mi pesar, no he vuelto a leer a Cortázar.


(*)Carlos Amézaga, escritor, abogado y diplomático peruano. Actualmente vive entre Lima y Viena.  Ganó el concurso de las 2000 palabras de la Revista Caretas, Lima - Perú. 2002/3


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