versiones, versiones y versiones...renovar la aventura de compartir la vida con textos, imágenes y sonidosDirector, editor y operador: Diego Martínez Lora    Número: 49 / abril-mayo 2003


Franz Kafka:

Chacales y árabes
(Traducción de Renato Sandoval)


Acampábamos en el oasis. Los compañeros dormían. Un árabe, alto y blanco, pasó por mi lado; había estado cuidando los camellos y se iba a su lugar de reposo.

Me tendí de espaldas en el la hierba; quería dormir; no podía; el aullido lastimero de un chacal en la lejanía; me volví a sentar. Y lo que había estado lejos, de pronto estuvo cerca. Me rodeaba un hervidero de chacales; ojos que resplandecían y se apagaban como oro mate; cuerpos esbeltos que se movían ágil y acompasadamente, como bajo un látigo.

            Uno de ellos se me acercó por atrás, se metió bajo mi brazo, se apretó contra mí, como si le hiciera falta mi calor, luego se me puso al frente y habló, con los ojos casi tocando los míos:

            “Yo soy, a todas luces, el chacal más viejo. Estoy muy contento de poder al fin saludarte. Casi había perdido las esperanzas, pues hace tanto tiempo que te esperábamos; mi madre te esperó, y su madre, lo mismo que cada una de todas sus madres hasta llegar a la madre de todos los chacales. ¡Créelo!”

            “Eso me asombra”, dije, y me olvidé de encender la pila de leños que ya estaba lista para espantar con su humo a los chacales. “Me asombra mucho escucharlo. Solo por azar vengo desde el lejano Norte y estoy haciendo un corto viaje. ¿Qué cosa quieren, chacales?”

            Y como estimulados por este discurso acaso demasiado amistoso, estrecharon el círculo en torno a mí; todos jadeaban y exhalaban vaho por la boca.

            “Sabemos”, dijo el más viejo, “que vienes del Norte; en eso basamos nuestras esperanzas. Allá existe la comprensión que aquí no encontramos en los árabes. De esta fría arrogancia, bien lo sabes, no se puede arrancar ninguna chispa de comprensión. Matan animales para comérselos y desdeñan la carroña”.

            “No hables tan alto”, dije, “hay árabes durmiendo aquí cerca”.

            “En verdad eres un forastero”, dijo el chacal, “de lo contrario sabrías que ni una sola vez en la historia del mundo un chacal ha tenido miedo de un árabe. ¿Es que deberíamos tenerlo? ¿No es ya bastante desdicha que vivamos repudiados por semejante gente?”

            “Puede ser, puede ser”, dije, “no quiero hacer juicios sobre asuntos que están lejos de mi competencia; parece que se trata de una disputa muy antigua; acaso esté en la sangre; tal vez solo termine con la sangre”.

            “Eres muy listo”, dijo el viejo chacal, y todos empezaron a respirar aún más rápidamente; sus pulmones estaban agitados, si bien ninguno se movía; un amargo e insoportable olor, que por momentos me forzaba a apretar los dientes, emanaba de sus fauces abiertas. “Eres muy listo; lo que dices se corresponde con nuestra antigua doctrina. Haremos, pues, correr su sangre y la disputa llegará a su fin”.

            “¡Oh!”, dije, quizás con demasiado ardor, “ellos se defenderán; con sus escopetas acabarán con miles de ustedes”.

            “No nos comprendes”, dijo él, “es un rasgo humano que tampoco se ha perdido en el lejano Norte. Sucede que no los mataremos. No habría suficiente agua en el Nilo para purificarnos. Nos es suficiente con la simple visión de sus cuerpos vivos para salir corriendo hacia el aire puro, hacia el desierto, que por tal razón es nuestra patria”.

            Y todos los chacales del círculo, a los que entretanto se les habían juntado muchos otros venidos desde más lejos, hundieron los hocicos en las patas delanteras y se los limpiaron con las pezuñas; era como si quisieran ocultar una repugnancia tan terrible que sentí ganas de dar un gran salto sobre el círculo y huir.

            “Entonces, ¿qué se proponen hacer?”, pregunté tratando de ponerme de pie; pero no pude; por atrás dos jóvenes bestias me habían aferrado con los dientes la chaqueta y la camisa; tuve que permanecer sentado. “Te sostienen la cola”, dijo el viejo chacal explicando comedidamente, “una señal de respeto”. “Tienen que soltarme”, exclamé volviéndome ora al viejo ora a los jóvenes. “Naturalmente te soltarán”, dijo el viejo, “ya que así lo exiges. Solo que tardarán un poco, porque han mordido hasta el fondo, como es su costumbre, y ahora deben aflojar lentamente los dientes. Mientras, escucha nuestro ruego”. “Su comportamiento no he ha predispuesto demasiado a atenderlo”, dije. “No nos reproches nuestra torpeza”, dijo él y por primera vez se valió del tono lastimero de su voz natural. “Somos unas pobres bestias, solo tenemos nuestros dientes; para todo lo que queremos hacer, sea bueno o malo, solo contamos con nuestros dientes”. “¿Qué es lo que quieres, entonces?”, pregunté no demasiado apaciguado.

            “Señor”, exclamó él, y todos los chacales aullaron; en la más remota de las distancias me pareció una melodía. “ Señor, debes acabar con esta disputa que divide en dos al mundo. Tal como eres tú, así nuestros ancestros nos describieron al que llevaría a cabo la empresa. Queremos que los árabes nos dejen en paz; aire respirable; que nuestra mirada, purificada de ellos, se extienda libre por el horizonte; que no se oiga el quejido del carnero que el árabe degüella; que todos los animales perezcan tranquilamente para que, sin interferencia ajena, sean vaciados por nosotros y limpieados hasta los tuétanos. Pureza, solo pureza queremos”, y entonces todos empezaron a llorar, a sollozar. “¿Cómo soportas este mundo, noble corazón, dulce víscera? Suciedad es su blancura; suciedad es su negrura; un horror son sus barbas; inevitable escupir cuando se ve la órbita de sus ojos; y cuando alzan el brazo, se ve en sus áxilas la puertas del infierno. ¡Por eso, oh señor, por eso, oh amado señor, con el auxilio de tus omnipotentes manos, degüéllalos con estas tijeras! Y, a un movimiento de su cabeza, apareció un chacal, de uno de cuyos colmillos pendían un par de pequeñas tijeras de costura, cubiertas con viejo orín.

            “Bueno, por fin aquí están las tijeras, ¡y ahora basta!”, exclamó el guía árabe de nuestra caravana, que contra el viento se había hacia nosotros y blandía su enorme látigo.

            Todos huyeron velozmente, pero se detuvieron a cierta distancia, compactamente apretándose entre sí; eran tantas las bestias tan apiñadas y rígidas que semejaban un estrecho redil coronado por fuegos fatuos.

            “Así que tú tambien, señor, has presenciado y oído esta comedia”, dijo el árabe, y río tan alegremente como lo permitía el recato de su raza. “¿Sabes entonces lo que quieren las bestias?”, pregunté. “Naturalmente, señor”, dijo él, “pero si todo el mundo lo sabe; mientras existan árabes estas tijeras vagarán por el desierto y seguirán vagando con nostros hasta el último día. A todo europeo se las ofrecen para que ejecute la magna empresa; todo europeo es precisamente aquel que creen el elegido. Es descabellada la esperanza que tienen esas bestias; locas, están verdaderamente locas. Por eso las amamos; son nuestros perros, más hermosos que los de ustedes. Mira, esta noche murió un camello; hice que lo trajeran aquí”.

            Llegaron cuatro cargadores y arrojaron el pesado cadáver frente a nosotros. No bien fue puesto ahí, los chacales elevaron sus voces. Como arrastrados por cuerdas irresistibles, se aproximaron vacilantes, rozando el suelo con sus cuerpos. Se habían olvidado del árabe, se habían olvidado del odio, hechizados como estaban por la presencia del pestífero cadáver que todo lo borraba. Ahora uno se prendía del cuello y al primer morsico se encontraba con la aorta. Como una pequeña y rabiosa bomba de agua que quisiera urgente pero a la vez inútilmente apagar algún enorme incendio, cada músculo de su cuerpo se estremecía y contraía en su lugar. Y no tardaron todos los demás en entregarse a la misma tarea, amontonados sobre el cadáver como una montaña.

            Entonces el guía los azotó vigorosamente una y otra vez con su afilado látigo. Alzaron la cabeza, en una mezcla de ebriedad y de impotencia; vieron a los árabes frente a ellos; sintieron los látigos con los hocicos; saltaron hacia atrás y, corriendo, retrocedieron un trecho. Pero la sangre del camello ya había formado charcos humeantes; el cuerpo tenía grandes mordiscos en varios sitios. No podían ser detenidos; ahí estaban otra vez; el guía volvió a alzar el látigo; le detuve el brazo.

            “Tienes razón, señor”, dijo él, “dejémoslo seguir con su oficio; ya es hora de marcharse de aquí. Lo has visto. Maravillosas bestias, ¿no es cierto? ¡Y cómo nos odian!”


(*)Este texto de Franz Kafka aparece en El médico rural . La traducción pertenece a Renato Sandoval, quien prepara una nueva traducción y antología de F.K.


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