versiones, versiones y versiones...renovar la aventura de compartir la vida con textos, imágenes y sonidosDirector, editor y operador: Diego Martínez Lora    Número: 50 junho/julho 2003


Renée Ferrer(*):

El zorzal y la fronda


 

            La conmovieron la inmensidad de la fronda, allá abajo, y los silbos que parecían emanar d cada hoja.  Algo en su cuerpo menudo le avisó que había llegado.  Quizás el retumbar de los latidos de su corazón o las rutas aladas de sus antecesores.  Ni siquiera poseía la representación de la distancia.  En su cerebro sin memoria todo sucedía en el presente: la espesura, el sol desplegado sobre la primavera y ella, arrebatada de cielo en los remolinos del viento.

            Sobrevolando esa congregación de verdes que le llenaba la mirada, comprendió el término de su viaje y el arribo al hogar. Los montes le gustaban.  Por la murmuración de las hojas, tal vez, por las hormigas atareándose en las ranuras de los troncos, o esa manta de trinos con que juntos los pájaros arropaban el atardecer.  Por todo eso le gustan.  Si las golondrinas preferían el mojinete de los ranchos y las cigüeñas el distanciamiento de las chimeneas, ella, por el contrario, deseaba para su nido la umbría comunidad de los montes.

            Por un hueco de sombra se metió en el follaje, brincando sobre los goterones de luz filtrados hasta el suelo; observando la respiración del bosque, su fluir de vida creciendo hacia las nubes; escuchándolo todo.

            El balanceo de las lianas, los gusanos y el delicioso manjar de los insectos llamaban su atención por todas partes.  Certera y astuta, picoteó una rama.  Se bañó en el mullido colchón de hojas, que al pie de cada árbol esparcía su húmeda fragancia y, más tarde, hecho un capullo moteado sobre sus patitas tiesas, dormitó en plácido abandono.

            Lo vio enseguida.  Antes, el violín de su garganta había quebrado la campana de su sueño.  Se dejó mirar ajena a su presencia, mientras se le iba en estampida el corazón.  Permitió que su voz la recorriera, escabulléndose después como si no lo escuchase.  A la espera y desde lejos, lo sintió arremeter con su gorjeo límpido, mientras ella, ensimismada, simulaba todavía indiferencia.

            A él no le inmutó su pretendida ignorancia.  Acicateado por aquella reticencia, a saltos cortos se le acercó.  Huyó de nuevo ella, escurriéndose de prisa.  Y una vez más, algo ofendido, pero resuelto y melodioso, en lentos giros la siguió.

            Un poco más. Un poco más de ese canto, de la impalpable caricia de su voz.  Que se repita el llamado.  Que me persiga de nuevo.  Que se me acerque.  Me gusta.  Y escapaba otra vez, vacilando entre la incertidumbre de la huida y el deseo.

            De pronto, una nota se soltó de las otras para quedarse vibrando en el aire cual flecha sonora.  El cortejo había terminado.  Quieto y orondamente diminuto se paró el zorzal sobre la rama, mientras ella, abatida ya su resistencia, se le fue aproximando con el pico ansioso, como una cría desvalida que pide alimento. 

            Haciéndose esperar; retardándole aún más la respiración con su demora, buscó un abejorro y, con cuidado, para no lastimarla, se lo introdujo en esa súplica de amor que le tendía.

            Antes que la luna desnudara su doncellez de plata, el zorzal alambró con su canto una parcela de monte y, al día siguiente, incuestionable señor de sus dominios, buscó el lugar adecuado donde plantar su nido.  Pelusas, pajitas secas, una pizca de musgo, algo de manantial y un poco de barro, bastaron para terminar aquella construcción, tras múltiples y compartidos ajetreos.

            Fueron días de arrullo y contiendas de ternura.  Y al poco tiempo: la sorpresa de ambos ante los huevos minúsculos; la discreción de en la en la tibieza con su canto solidario alrededor.

            No bien arreció el sur, la madre y los polluelos partieron hacia la riqueza frutal de las cosechas, dejándolo al cuidado del nido.

            Sin el revoloteo de los suyos, se le volvieron largos los días y más lejanas las estrellas.  Las horas se quedaron baldías, ahora que su compañera se había borrado de la tarde.

            Pacientemente la esperó; hasta que el invierno, por fin en retirada, cedió el paso a la resurrección de las semillas, a la esplendente anunciación de la savia.

            No podía demorarse en llegar.  Pronto el bosque le saldría al encuentro con su aroma verdecido.

            Una y otra vez creyó divisarlo en el borde de la distancia, pero al acercarse, manchones renegridos le espantaban la esperanza.

            No bien el día se coma a la luna; posiblemente antes que la noche se trague al sol, se repetía valerosa, buscando a fronda, entre que alentaba a sus pichones a volar ligero sin divisar el verde por ningún lado.

            Desfallecía de cansancio cuando la golpeó el olor de la resina chamuscada.  Una extensión de tierra interminable sangraba llamaradas; los troncos como manos abiertas suplicantes.  Allí estaban: su monte, su compañero, su nido: derribado, silenciado, destruido.

            La humareda e le adentró en la garganta, en la desesperación, en la impotencia.  Se demoró aún sobre el aliento candente del suelo y, después, con los ojos convertidos en dos lágrimas negras, se fue perdiendo en la tiznada palidez del horizonte.    


(*)Renée Ferrer, 1944, escritora  y catedrática paraguaya. Actualmente vive en Asunción. Este texto forma parte del libro de cuentos ecológicos Desde el encendido corazón del monte


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