versiones, versiones y versiones...Director, editor y operador: Diego Martínez Lora
Ana María Trelancia(*):
Ciego es el que no quiere ver
Gina utiliza el bastón de igual forma como las langostas usan sus antenas o los perros, sus bigotes. Ese palo es una extensión de sus dedos, una prolongación sensorial de su inútil precaución. Ella sabe que igual caerá y tropezará ante los innumerables obstáculos que aparezcan en su camino. Sin embargo, Gina sonríe. Insiste en aprender la ubicación de las distintas oficinas del instituto. No desmaya ante las caídas y tropezones. No puedo entenderlo. Le digo que las calles de Lima ya son difíciles para la gente como yo y que envidio su valentía. Salimos a la calle y Gina se disculpa por su torpeza. -“No sé por qué hoy estoy tan lenta… Explícame cómo reconocer una esquina, por favor”. Le cuento que hay esquinas que terminan en ángulo recto y otras que tienen bordes curvados. Las tratamos de “sentir” con su bastón. Todas las calles son distintas. Las fachadas de las casas no siguen un patrón uniforme, por lo que, a veces, el tope con el bastón nos devuelve el sonido metálico de las rejas y, otras, el golpe seco de la madera de una puerta o una pared de ladrillos. Si no guardamos la distancia debida del borde interno de la vereda, el cerco vivo de los jardines nos araña los brazos. Si nos pegamos mucho al lado derecho, podemos caer a la pista. Pero Gina sigue sonriendo.
Cuando el profesor guía sus dedos por la maqueta, mostrándole el circuito que le toca recorrer esa mañana, ella repite los nombres de las calles y el número de cuadras que debe recorrer en cada dirección. Arma un croquis mental en su cabeza que yo, pudiendo ver la maqueta, no logro retener. Salimos juntas a recorrer las calles vecinas al instituto y ella comienza su reporte del tiempo. –“¿Te das cuenta que va a salir el sol? Hay menos humedad en el aire. Creo que están cortando el pasto en el parque. ¿Lo hueles?” No, no lo huelo y me pregunto quién es la ciega aquí…
Gina tiene 43 años y es experta en confecciones en cuero. Siguió estudios de especialización en Chile y Argentina. Tuvo a su cargo una importante empresa de ropa con más de 200 empleados. Pero, una noche, hace 3 años, se acostó presa de un terrible dolor de cabeza y despertó dos meses más tarde, completamente ciega. Le contaron que le había dado meningitis y que estuvo muchos días en coma. Ella solo recuerda la terrible migraña y el placer que sintió al acostarse por fin en su cama, la última noche en que podía ver. Lo demás, es historia triste. Batalló contra la depresión por unos meses y luego decidió que no había alternativa, tenía que adaptarse a ese mundo negro, a ese limbo sin direcciones ni colores. –“Por lo menos, yo sé qué significa rojo”, me dice refiriéndose a sus compañeros, ciegos de nacimiento, a los que hay que explicarles “qué es” el rojo. María, ciega de nacimiento, nos escucha y le contesta: -“Sí, pero como yo nunca lo he visto, no lo extraño, tampoco…”.
En el Instituto de Rehabilitación de Ciegos de Lima, hay participantes de todo tipo. La única condición para ingresar al programa es tener más de 14 años y un certificado oftalmológico que determine ceguera o visión reducida. Hay jóvenes y viejos. Personas con plata o sin un real. Algunos sufren algún grado de retardo, otros, no. Muchos siguen batallando contra la depresión y la impotencia que les provoca vivir en un mundo ingrato y oscuro. Otros, tienen un ánimo y una vitalidad que, secretamente, envidio. El común denominador es que todos ellos sufrieron algún accidente, enfermedad o deterioro cerebral que les quitó o redujo la posibilidad de ver. Para cada quien, la ceguera es una experiencia única y distinta, que inexorablemente, pone a prueba todos los trucos que cada persona logra sacar de su sombrero de mago.
Algunos nacieron ciegos, pero vienen de pueblos lejanos donde nunca recibieron rehabilitación y ahora tienen todas sus esperanzas puestas en el instituto. Esperan recuperar la dignidad perdida durante tantos años de abandono. Tienen todo el tiempo del mundo, no se impacientan. Han aprendido a vivir a un ritmo más pausado, en un mundo lleno de detalles que ni siquiera existen para nosotros, los que se supone que podemos “ver”. Saben cuánto mide la línea trazada en cada cuadrante de una vereda. Pueden calibrar el grosor de cada hilo en el que ensartan sus cuentas. Diferencian, con el bastón, la textura de distintos sustratos que ni un edafólogo distinguiría a simple vista. Pero es que la de ellos no es una “simple vista”. Es un vuelco del alma entera hacia el bastón. Una utilización forzada de todos los sentidos que puedan sustituir la vista. Muchos de ellos, me saludan desde que cierro el portón del instituto. Saben que soy yo por mi olor, por la cadencia de mi caminar. He tratado de cambiar mi paso o mi perfume, para poner a prueba su astucia, pero se ríen de mis trucos.
El instituto ofrece distintos programas que cada participante sigue en diferentes horarios. La biblioteca de “libro hablado”, aunque no cuenta con más de 500 cintas de audio, es la más grande del Perú. Algunos locutores de radio ofrecen su tiempo libre para venir a la cabina de grabación a volcar las últimas novelas o los textos clásicos en las cintas que los ciegos llevan a sus casas. Hay departamentos de gimnasia, apoyo sicológico, enseñanza de Braille, manualidades, etc. En el programa de “actividades de la vida diaria”, por ejemplo, les enseñan a servirse un café, bañarse, doblar su ropa, etc. Parece sencillo, pero basta probar suerte cerrando los ojos frente a una taza de café humeante y servirse el azúcar sin derramar un grano fuera de la taza…
Yo trabajo en el departamento de “orientación y movilidad” y mi tarea consiste en acompañar a los participantes dentro o fuera del instituto a realizar recorridos para lograr que se movilicen con más confianza e independencia. Sucede que, junto con la vista, se pierden nociones básicas para andar por la vida, tales como “izquierda”, “derecha”, “adentro”, “afuera”, “arriba” o “abajo” y por eso, hay que volverlas a incorporar a través de ciertas dinámicas que los instructores proponen.
Algunos participantes, se mueven con seguridad y destreza desde un inicio. A otros, les toma mucho tiempo aceptar el bastón y soltarse a caminar solos por las calles. Todo depende de la edad, el carácter o la motivación, pues, antes de ser ciegos, son personas mostrando el inmenso mosaico de la variedad humana.
Yo los acompaño a caminar y, generalmente, salgo con un participante a la vez. Los recorridos nos dan mucho tiempo para conversar, por lo que, con algunos, he logrado una intimidad nutritiva y refrescante. Al no existir elementos distractivos, nuestra relación salta por encima del protocolo usual del “dónde vives”, “quién eres”, “te puedo tutear”, etc. avanzando rápidamente a ese nivel cómodo “de zapato viejo” que disfrutan los amigos de siempre.
La ausencia de la mirada del otro, como el velo del confesionario o el anonimato del chat, da tregua a la sempiterna paranoia de sentirse expuesto y analizado sobre la mesa de disección de la opinión ajena. Al igual que el personaje de una novela, los voluntarios somos “construidos” a través de lo que cada participante intuye o deduce de nosotros por lo que decimos, por la intensidad de un adjetivo, la fuerza con que apretamos su mano y por mil detalles que, al ser inconscientes, escapan a nuestro control. Supongo que se equivocarán muchas veces, pero dudo que más que nosotros.
Y es que somos seres tan visuales, tan dependientes de las formas y colores, que terminamos sujetos a las apariencias y a la estética. Vivimos esclavos de nuestras retinas y totalmente dependientes del veredicto de nuestros ojos, por lo que quedar ciegos puede estar bastante cerca del infierno. Este calidoscopio de imágenes, luces y colores ha cobrado tal preponderancia en nuestra vida, que otros sentidos que nos acompañaron durante miles de años de evolución, han quedado rezagados como apéndices inútiles y fastidiosos. Enfocamos la vida solo con los ojos, de tal manera, que hemos inventado desodorantes para callar las señales olfativas que emiten los demás. Ya no necesitamos saber si nuestra pareja está o no en celo, si el bosque se incendia o si el vecino nos tiene miedo. Nuestros dedos ya no recuerdan cómo trazar formas, cómo reconocer texturas. La semana pasada, perdí horas tratando de diferenciar tres letras del alfabeto Braille. No lograba sentir los puntos en alto relieve... Todavía disfrutamos de la música, pero la contaminación sonora nos va dejando sordos. Ya no diferenciamos muchos sonidos y hasta caminamos con audífonos de radio o teléfono clavados en los oídos, por lo que no sentimos llegar la tormenta hasta que nos llueve encima.
Andando medio aturdidos entre carteles multicolores, creemos ver, pero la verdad es que estamos todos ciegos. Por glaucoma, cataratas, indiferencia o prejuicio, hemos perdido la posibilidad de ver. El bastón blanco identifica a aquellos que son conscientes de su ceguera, los demás, caminamos a tientas, esperando en cada cruce, los ojos clavados en el semáforo…
(*)Ana María Trelancia, escritora y bióloga peruana.