versiones, versiones y versiones...renovar la aventura de compartir la vida con textos, imágenes y sonidosDirector, editor y operador: Diego Martínez Lora    Número 54 - Febrero - Marzo 2004


Diego Martínez Lora(*)

Cuatro de "Con todo mi texto"


Alguien repasaba los libros con una escoba.

Las letras se barrían y se juntaban en su mente

por un embudo de vidrio.

Sus ojos eran avisos luminosos,

su nariz un semáforo detenido.

Le brotaban palabras de los dientes,

de cada uno diez en simultáneo.

La garganta soltaba un polvo de extranjerismos

que se le pegaban en la campanilla.

Su lengua le llegaba a la frente

como un cable de alta tensión.

Las frases surgían de su cara

filudas navajas resucitadas sin óxido.

Quien tuviera ojo para lingüista

leía diccionarios en su nuca.

Pelo por pelo un texto ilegible,

una gramática fetal, inguinal.

Todo intento de entendimiento caía desplomado, súbito, sin fundamento.

La trayectoria de su desparpajo en idiomas se curaba con su sonrisa.

Una página en blanco desde sus ojos torcidos hasta su espumosa saliva.

No se olvidaba de nada de lo que le pasaba, pero sí de lo que hablaba.

Sentía profundamente las amenazas de su conciencia.

Una mujer lo había amado muchas veces y lo había odiado otras tantas.

Eso no se construía con oraciones cortas, ni con interjecciones.

Sus imágenes fluían por el tacto, por el equilibrio.

La temperatura de sus afectos le hervía en las manos.

Entre las sílabas perdidas de su lenguaje inútil,

un alfabeto infinito le encerraba una lengua finita como la cuerda del ahorcado.

Tanta chatarra comunicativa formando una montaña,

más alta y distante de todas las otras.

En el cielo las nubes se atrevían a hablarle con formas,

eso había querido decir, se insinuaba, y se ponía a reír como un idiota.


 

 

 

En el origen de la miseria el polvo brillaba.

El amor se servía de la mentira.

Las alas de los pájaros temblaban sin volar.

La culpa era una cefalea difícil de curar.

El cansancio se daba en dados mal tirados.

En cuántos almuerzos se medía la desunión.

Las medias no alcanzaban a cubrir los pies.

De los libros quedaban las páginas impares.

Las otras se emplearon para fumar.

Las bocas peritas de los sueños más habilidosos,

se volvieron silenciosas, sin sustento.

Nadie se atrevió nuevamente a darles la razón,

La continuidad de la especie surgía naturalmente.

Los de siempre se reunían en los mismos lugares.

Nadie los había juntado.

Los discursos se repetían en otras sintaxis,

Idênticos edificios, semejantes jardines.

Los parecidos viejos que irreconocibles recaían como sus padres.

El polvo exacto de la vida en una esquina de la cuadra.

Eco sobre eco dividido, apenas la pena y la carcajada como dos montículos de tierra.

La pared pintada no oculta nada, la vereda resanada es una broma.

El chino nieto del chino que vendía coca colas y panes con mortadela,

tenía las mismas muelas caídas

y el pelo lleno de caspa como su padre y su abuelo.

El disparate cíclico de la tristeza y las galletas de vainilla.

Los nombres de los quequitos y de los helados fueron mal bautizados.

Nadie quiere reconocerse en lo que nadie quiso cambiar.

Nadie está más diferente

que el que más igual se acostumbró a mirarse siempre,

en el mismo espejo del tiempo, con los sueños eternos que no se despiertan,

que ningún reloj se propuso encerrar,

ninguna sombra, oscurecer,

y nadie ni con siete vidas, matar.


 

 

 

La tarde entibiaba su ropero repleto de ropa de invierno.

Miraba por la ventana semidesnuda el brillo del sol en las piedras.

Le subía el olor de su sexo y lo miraba olvidado.

Una bola de playa yacía desinflada sobre un edredón rojo.

Se miraba vestida en todas los gruesos trajes que colgaban ordenadamente.

La nieve se había atrevido a tocar su cabello sedoso varias veces.

Su perro la olisqueaba como reconociendo un árbol.

Eso era lo que pasaba. Se sentía un árbol. Una planta.

El animal era sincero.

Estiró sus brazos como rebelándose del reino vegetal.

Pensó con fuerza lo que deseaba.

La arena futura le quemaba en los muslos.

Su desnudez la abrigaba más que nunca.

Agarró la ropa entera de una sola vez y la metió en una bolsa enorme.

Creyó encerrar, así, todo el invierno que le había pesado tanto.

Su verdadera pareja la conocería así como se encontraba, sin disfraz ninguno.

Miró su sexo nuevamente y tenía una flor nacida en el desierto.


 

Llevaba aletas invisibles para moverse en el océano sutil de las calles.

El neón de los avisos luminosos le crujía en la mirada como un coral.

Le perseguía con insistencia la humedad de una mujer muy delgada.

Su deseo le crecía como una ballena en ultramar..

Le irrumpían las manías de mago marino.

Nadaba libremente moviéndose dentro de su propia jaula.

Un misterioso aire en burbujas entraba en la profundidad.

Un monstruo respiraba su presencia

desde la superficie y desde lo subterráneo.

El temor de algún ataque por arriba o por abajo lo no lo ayudó a ver su camino.

Un tiburón con las fauces completamente abiertas lo amenazaba.

Todo sucumbió por la ausencia súbita del agua.

Asfixiado en un sueño acuático y estrangulado

por algas duras como grilletes despertó.

La cruda realidad lo detuvo en su propia caverna

no inmune al amor platónico.

Inerte sobre la nieve de sus sábanas solitarias

continuó despertando como resucitando.

La música de un violonchelo lo arrulló

devolviéndole su reducida auto-estima.

Recuperando la utopía de su nombre y su apellido

en este mundo injusto e incomprensible que no le servía para nada.

 


(*)Diego Martínez Lora, mora em Vila Nova de Gaia


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