Cuando nos acercamos a los estudios etnográficos sobre el arte y la religiosidad del pueblo gallego tradicional, si lo hacemos con un cierto espíritu crítico, rápidamente nos percataremos como una gran parte de los esfuerzos de los escritores que trataron estos temas llegaron a sus conclusiones a causa una metodología escasamente rigurosa. No es muy difícil entrever, incluso en tratados ya actualmente clásicos, que muchos investigadores en el fondo, no consiguieron conocer objetivamente el alma dal pueblo gallego. Somos muy conscientes de la gravedad de esta afirmación que ahora sostenemos; pero no podemos decirlo de otro modo: los gallegos que hemos nacido más recientemente nos encontramos con insuperables obstáculos si pretendemos comprender el modo de vida, la mentalidad, el espíritu humano, en fin, de nuestros ancestros. La inmensa mayoría de aquellos estudios etnográficos son más bien tratados relativos a la cultura material, sin haber sido realizados en base a unas coordenadas sociales y/o cronológicas determinadas.
No hablemos ya de los estudios relativos a la religiosidad, porque la desazón que nos puede invadir con su lectura es indescriptible para el historiador serio. El problema de esta cuestión es que en el día de hoy, y ya para el futuro, sólamente a partir de los materiales legados, y de la documentación conservada, estamos en disposición de reconstruir como vivieron la experiencia religiosa a lo largo de la historia nuestros antepasados. Reconocemos que para tiempos más alejados, los escritores del siglo XX se encontrarían con las mismas dificultades que ahora soportamos nosotros. Pero de lo que no cabe duda es que muchos de ellos, sobre todo los que trabajaron en la primera parte de aquella centuria, fueron contemporáneos de unas manifestaciones religiosas que hundían sus raíces en los siglos anteriores. Si en vez de perder el tiempo en tratar de desentrañar trasnochadas creencias que sólo se producían en su imaginación se limitasen a describir lo que veían y lo que sentía el pueblo en lo relativo a su modo de vivir la religión, nuestra gratitud sería inmensa. Pero no; era preferible hablar de los cruceiros que estaban siempre en las encrucijadas, pues no eran más que cristianizaciones de lugares donde se desarrollaban antiquísimos cultos paganos, celtas nada menos, se decía, conservados con obstinación por el archiconservador pueblo gallego. No hay duda, ésta era la mentalidad de la que participaron generaciones de etnográfos gallegos, de los cuales aún quedan algunos epígonos. El resultado de este nefasto planteamiento fue la configuración de un falso cuerpo de conocimientos cuya erradicación va a ser muy difícil de llevar a cabo, pero no por ello vamos a cejar en nuestro empeño.
El presente artículo está dedicado a un cruceiro que se localiza en el barrio de O Cruceiro, en la parroquia de San Fausto de Chapela, en el municipio de Redondela. El objeto del trabajo es en principio muy modesto. No es la primera que los estudiamos (véase a este respecto el índice de artículos de cruceiros), pero con este estudio vamos a iniciar una serie de investigaciones donde se incida directamente sobre ellos, para a partir de casos concretos, de la descripción de las peculiaridades de monumento debidamente seleccionados, podamos alcanzar un cuerpo de conocimientos firme, libre de especulaciones gratuitas, que en un futuro a corto plazo nos permita comprender con mayor claridad las peculiaridades de la religiosidad gallega tradicional. Piénsese que de todos modos, cuando alguien trate este tema, habrá de considerar estos argumentos, porque para entender detalladamente el catolicismo tradicional de Galicia no se podrá olvidar de cruceiros y petos de ánimas, pues son la plástica popular puesta al servicio de las creencias religiosas.
El cruceiro se emplaza en el centro de una encrucijada donde convergen antiguos caminos. Oficialmente su ubicación es la de Baixada ó Folón, pero el barrio se denominó siempre tradicionalmente como O Cruceiro. El monumento se levanta sobre un calvariño de cuatro gradas, por cierto, bastante mal conservadas en la actualidad, sobre el que se asienta una basamenta cúbica. En esta basamenta hay una inscripción muy borrosa, donde pudimos identificar la probable fecha de fundación de la obra: 1766. Hincada en esta unidad se yergue el varal (columna) de sección octogonal, pero de arranque cuadrado. A media altura, en la parte frontal hay una imagen en relieve de Santiago Peregrino, y bajo él, un pequeño cuenco a modo de pila. La columna concluye en un capitel compuesto sui generis. En el crucifijo vemos por la parte frontal al Crucificado ya muerto, y por la parte posterior Nuestra Señora de los Dolores con las siete espadas clavadas en el pecho. Se completa el crucifijo con un farol alimentado eléctricamente.
En líneas generales, como suele ser frecuente en las obras del arte popular, en este cruceiro no vamos a encontrar una acusada pericia técnica. En otro sentido, es obligado indicar, tal como se observa por las imágenes que acompañan este texto, que tanto el monumento como su entorno están ampliamente descuidados. Parte del primer peldaño del graderío muestra numerosas losas desplazadas. Y por supuesto, como es suele ser por desgracia muy frecuente, en el entorno se han venido realizando actuaciones urbanísticas que desfiguran enormemente la estética y el significado cultural del cruceiro.
En conclusión, estamos ante un cruceiro de pleno siglo XVIII ubicado en medio de una encrucijada de viejos caminos. Sobre el tema de la relación entre cruceiros, cruces, petos de ánimas y encrucijadas ya hemos hablado introductoriamente en un artículo anterior (véase nuestro estudio sobre las cruces de Mourentán (Crecente)). Podríamos ahora comenzar hablando de restos de cultos paganos que hasta no hace mucho se celebraban por las noches en las encrucijadas; sobre el valor mágico de estos sitios; sobre la aparición de almas en pena; etc.. Sin embargo creemos de más provecho avanzar en una dirección opuesta, menos vistosa ciertamente, pero de mayor solidez, pues en efecto, todas aquellas ideas tenidas acerca de las encrucijadas por la etnografía tradicional necesitan una profunda revisión. Preferimos, a la luz de los datos de que disponemos, desentrañar las relaciones que el pueblo mantenía con los cruceiros en el plano religioso, pues no olvidemos la perspectiva, en el fondo, son monumentos religiosos.
Lo que llama la atención en este cruceiro de Chapela es la existencia de una pila en la columna. No vemos otro uso que el de depositar en ella agua bendita para santiguarse al estar o pasar ante el monumento. Encima vemos la imagen del Apóstol Santiago. Del estudio de un buen número de cruceiros donde constan santiños (las imágenes en relieve de la columna), hemos podido constatar que hai una cierta correlación entre el santo representado y el nombre del comitente, cuando se puede leer la inscripción de la basamenta. Ello no es extraño, pues en la sociedad tradicional había una fuerte devoción por el santo titular del nombre de las personas. Sin embargo, tratándose de la efigie de Santiago, tal vez haya que dejar abierta la posibilidad de que, al margen del apelativo del promotor del cruceiro, asimismo la intencionalidad de la aplicación devocional esté más en función del paso frecuente de viajeros y/o peregrinos por el lugar.
No obstante, sin lugar a dudas, la presencia de la pila en la columna de este cruceiro, es un hecho muy llamativo, pues por el momento no conocemos otro caso semejante. La funcionalidad de esta pila, supuestamente con el objeto de santiguarse, nos remite al profundo respeto y veneración que sentían las gentes por estas obras religiosas, porque no lo soslayemos, permitásenos la obstinada reiteración, son monumentos religiosos. Y cuando decimos que para la sociedad tradicional son referentes de su bagaje religioso, para comprender su importancia en el seno social, debemos trasladarnos a una época donde lo religiososo no estaba separado de lo cotidiano; donde todos los actos de la vida cotidiana eran interpretados en clave religiosa. Por lo tanto, considerando este marco contextual, qué pensar si al desplazarnos por un camino nos encontramos con la imagen del Hijo de Dios crucificado salvajemente para redención de nuestros pecados; y como tomar el tremendo sufrimiento de su Madre, cuyo dolor se plasma con todas espadas clavadas en su pecho. No sólo sufrieron por causa de la pecaminosa naturaleza de los hombres, sino algo más importante, son entes divinos, y su influencia o mediación ante Dios pueden hacer rodar en un sentido u otro la rueda de la fortuna de cada persona. Son, pues, merecedores de la mayor de nuestras reverencias.
Si al entrar en un edificio religioso la costumbre es santiguarse, no es pues extraño que en el Cruceiro de Chapela haya una pila de agua bendita, ya que estamos ante efigies religiosas. De la conversación con personas ya mayores hemos podido apreciar como hasta los años de posguerra del siglo XX se mantenían ante los cruceiros ciertas costumbres devocionales, posiblemente ya un pálido reflejo de vivencias más intensas tiempos atrás. Conocemos los casos del cruceiro de Galindra (Castrelos, Vigo) o el de Nespereira (Pazos de Borbén), en donde según algunos informantes era normal al pasar ante él, detenerse y orar.
En el Cruceiro de Chapela suponemos actitudes semejantes, pero al menos aquí, el artista o el promotor tuvieron la original idea de dotar el monumento con una pila de agua bendita.
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