Repasando los textos etnográficos donde se recogen los juegos practicados por los niños gallegos, hemos notado la ausencia de una mínima atención al tema de las pedras escorregadeiras (especie de toboganes naturales de piedra). Las pedras escorregaedeiras son rocas largas y amplias que ofrecen una cara lisa dispuesta en un acentuado plano inclinado. Son los antecesores de los modernos toboganes. Quizás la falta de atención a esta diversión infantil se deba a que en realidad no constituyen un juego propiamente dicho, pero lo que nadie nos puede discutir es que en ellos jugaron y se divirtieron muchos niños, y además probablemente sean los únicos testimonios patrimoniales conservados de un modo generalizado relativos a las actividades lúdicas de los niños de la sociedad tradicional.
El caso es que además del ejemplo de Mos que nos va a permitir introducirnos en este tema, conocemos otros, todos localizados en diversos lugares del sur de la actual provincia de Pontevedra, aunque probablemente su generalización sea más amplia. No disponemos de alusiones orales directas para todos, aunque sí de algunos. De aquéllos sabemos de su uso por presentar áreas de intenso pulimiento en las rampas, prueba inequívoca de que sirvieron para la diversión de muchos niños durante bastante tiempo.
Además de las características ahora mencionadas, hay otra no menos importante: normalmente se encuentran lejos de las aldeas, en parajes pertenecientes al monte comunal. Esta circunstancia nos va a poner en contacto con otra realidad socioeconómica: el papel pastoril reservado a los niños en la sociedad gallega tradicional.
Antes de continuar, es obligado indicar que la denominación utilizada en el título de este trabajo (pedra escorregadeira) la elegimos ahora de entre otras varias posibilidades, pues no hemos podido averiguar si recibían algún apelativo general concreto. Al menos, algunos de estos toboganes pétreos sí recibieron tal nombre.
La piedra resbaladiza en cuestión se emplaza en una loma del vértice de la serranía que separa los valles de Vigo y de Mos, más exactamente en los llamados Montes del Rebullón. El nombre exacto del lugar lo desconocemos, pues nadie nos ha podido dar razón de su denominación popular. Por la toponimia de los mapas topográficos sabemos que a este u otros sitios cercanos se les aludía como As Pedriñas, Aradas o Pedra Aguda. Esta cumbre serrana está constituída por una sucesión longitudinal de amplias, suaves y bajas colinas dando un aspecto levemente ondulado a la zona. En líneas generales este espacio no ha conocido históricamente asentamientos humanos, quedando pues reservado como monte de aprovechamiento comunal repartido entre varias parroquias. No obstante la existencia de gran cantidad de túmulos megalíticos distribuídos por esta serranía, así como el hallazago de algún que otro asentamiento calcolítico, pone de relieve que ya durante la prehistoria tuvo una indudable importancia comarcal. Volviendo a la piedra resbaladiza del Rebullón, se emplaza ésta en el punto 29TNG278717 de la hoja número 4-11 (223) perteneciente a Vigo, del mapa del Servicio Geográfico del Ejército (escala 1:50.000). En las inmediaciones hay varios túmulos megalíticos. De todos modos, según hemos entendido, estos monumentos corren el peligro de desaparecer en breve, pues en esta área próximamente se va a construir un nudo de acceso a la autopista de circunvalación de Vigo.
La pedra escorregadeira del Rebullón tiene una forma de prisma triangular irregular. Posee una altura de 3 m., una base de otros 4 m., y una rampa de 5 m. de longitud por una anchura de 1,4 m, con una inclinación cercana a los 40o. En un detenido examen de su superficie hemos comprobado como la cara en pendiente muestra áreas de fuerte abrasión, testimonio elocuente de que fue empleada por los niños de las proximidades en sus diversiones.
Como ya hemos indicado más arriba, conocemos aún otros monumentos de este tipo. Gracias a la información de una vecina de Freixo (Valadares, Vigo) supimos de la existencia de pedras escorregadoiras en el Monte dos Seios. Toboganes como éstos pueden señalarse en diversas piedras donde constan grabados rupestres como la Pedra das Procesións (Vincios, Gondomar), la Pedra Escorregadeira do Pombal (Campo, Campolameiro), la Pedra das Ferraduras (Sacos, Cotobade), la Laxe Escorregadoira da Lameira (Cepeda, Pazos de Borbén), la Pedra Escorregadeira de Samieira (Poio), o las lajas de Rozacús (Randufe, Tui). Sin embargo, ninguno de estos ejemplos se puede comparar con la Laxe de María Santísima (Pías, Ponteareas), con una espectacular rampa de cerca de una treintena de metros de longitud por varios metros de anchura.
Estas piedras resbaladizas eran utilizadas por los niños que acudían al monte con el ganado a modo de los modernos toboganes de los patios de los colegios o de los parques públicos.
Nos comentaba aquella señora de Freixo a la que antes hemos aludido, que siendo niña, cuando la mandaban con los animales al monte, allí se reunía con otros niños, y mientras el ganado pacía, entre otras diversiones, se dedicaban a tirarse por las pendientes rocosas del Monte dos Seios. Para ello usaban como asiento que permitiese un mejor deslizamiento manojos de retamas, helechos, hojas de verduras o ramajes. El problema era que con harta frecuencia el patín se deterioraba, o simplemente quedaba atrás, y entonces la fricción pasaba a la ropa, al pantalón, la falda, o incluso a la ropa interior, lo cual sería muy divertido, pero no para sus padres.
En el mismo sentido se expresa el informador de A. Sampedro Fernández (Unha volta polo Tapalatá, artículo publicado en Pregón, Hoja Divulgativa de las Fiestas del Stmo. Corpus Christi, Ponteareas, 2000), cuyo testimonio transcribimos:
Ese es el peñasco dos Pedrouzos; de niños bajábamos a rascacús con una rama de pino, por la ladera del peñasco abajo; si rompías el pantalón en el trasero (no cú) al llegar a casa ¡palo! (¡lume!).
Hasta aquí, todo a sido muy lúdico y divertido, e interesante en la aproximación al universo lúdico de los niños. Pero este estudio quedaría incompleto si no nos interrogamos sobre qué hacían esos pequños tan lejos de las aldeas. Ciertamente ya lo hemos venido diciendo (llevaban el ganado al monte y lo cuidaban mientras pacía), si bien, el asunto merece una reflexión más detenida.
Dejemos que el insigne etnógrafo X. Lorenzo nos hable del régimen de pastoreo doméstico seguido tradicionalmente en las aldeas gallegas hasta cuando menos los años cincuenta y sesenta de el pasado siglo XX.
Por ser animales muy mansos [se refiere al ganado vacuno] suelen ir con ellos al monte los niños pequeños, siendo éste de cuidar el ganado el primer trabajo al que dedican los niños, casi desde que aprenden a andar; estos pequeños pastores les gritan al ganado, llamando a cada animal por su nombre, les golpean con la vara o con la mano o le tiran pequeñas piedras que no los lastiman pero bastan para que el ganado los obedezca con cierta condescendencia.
También Vicente Risco incide en una dirección similar al ocuparse de las actividades típicas de los niños (Etnografía: Cultura Espiritual; en Historia de Galiza, pgn. 505; Madrid, 1979):
Lo que se les confía de un modo especial, y que lo hacen ellos solos, es estar con el ganado en el monte. Pasan en esto muchas horas, a veces solitariamente, otras tres o cuatro juntos, entreteniéndose como pueden con animalejos y hierbas, aprendiendo por si mismos o unos con otros muchas cosas. Todos los niños de la aldea son en este tiempo [se refiere al período que va desde los comienzos de la primavera hasta fines de otoño] pastores.
Las referencia no pueden ser más explicitas. Aún podríamos citar otros testimonios literarios, como diversos pasajes del libro de M. García Barros Aventuras de Alberte Quiñoi donde se recrean ambientes rurales de las dos últimas décadas del siglo XIX. También aquí encontramos a niños de muy corta edad, de hasta ocho años o menos llevando vacas a pacer a las propiedades de su familia. De todos modos, quien haya conversado con personas ya entradas en años del mundo rural, habrá oído comentar estas viscisitudes.
De ello se sigue que los niños participaban en lel desarrollo de la economía familiar desde muy temprano. Una sociedad de base fundamentalmente agrícola no podía dar empleo a estas criaturas en los duros trabajos propios de esta actividad. Pero sí se les podía encomendar otro tipo de tareas no menos importantes, pero que no exigían tanto desarrollo físico. La colaboración en trabajos como cortar yerba, dar de comer a los animales, llevarlos a pastar, u ocupaciones de vigilancia diversa, se les exigía desde que se consideraba que estaban capacitados para realizarlos satisfactoriamente. Con estas tareas iniciales se les iba introducciendo progresivamente en la vida campesina. Incluso se toleraba la participación de los niños en trabajos más ligeros, que comportaban en su desarrollo que éstos lo tomaran de un modo lúdico, y por ello, se implicaban entusiásticamente, pues en su mentalidad infantil no dejaban de ser un juego. Vicente Risco describe esta dedicación con suma precisión:
Hay un refrán que dice: El trabajo de un niño es poco, pero el que lo pierde es un loco. Los niños de la aldea comienzan a trabajar muy temprano. Poco a poco, desde los tres o cuatro años, van ayudando en las cosas de casa, cumpliendo encargos, yendo con los mayores al monte a guardar el ganado. Las niñas ayudan muy pronto a encender el fuego, tender la ropa, pelar las patatas, llevar la merienda a los hombres, y también cuidar de sus hermanos pequeños (...).
Desde los cuatro o cinco años, comienzan a iniciarse en el trabajo de la tierra; generalmente, lo primero que hacen es ir delante de la yugada, al andar arando, marcándole el camino para que hagan el surco derecho (...). Un poco mayores ayudan en otras tareas: la siega, el carreto de haces, la vendimia, etc.
Claro está que generalmente esta actitud llevaba pareja en épocas más recientes un obvio descuido de su formación intelectual. El absentismo escolar, unas veces por deseo inconsciente de los mismos niños, otras por orden familiar era bastante normal. En la obra antes citada de M. García Barros observamos como a un niño se le podía con total naturalidad impedir asistir un día a clase porque habría de realizar una tarea doméstica, que por sencilla no podía ocuparse de ella un adulto, evidentemente porque estos tenían ocupaciones básicas de mayor envergadura. Pero además, en ciertos pasajes se plasma nítidamente un indisimulado desprecio de los adultos por la asistencia continuada a las aulas. Añade Vicente Risco que desde comienzos de primavera hasta fines de otoño los niños dejahan de acudir por completo a las escuelas, y que la asistencia a las clases se reservaba regularmente para el invierno. En fin, no se entendía que utilidad práctica podía tener la adquisición de conocimientos. Desde luego, a priori, para cultivar los campos de poco valor sería saber leer y escribir.
Una vez plasmada esta realidad, lo mejor es no juzgar con dureza a unas gentes que no tenían otra alternativa si querían sobrevivir, no ya vivir bien. No había una conciencia clara de la importancia de la formación escolar de los niños. Con saber leer, escribir algo, y hacer operaciones aritméticas sencillas, era más que suficiente; y todo esto se aprendía en los primeros años. Llegados los doce o trece años, había ya que colaborar en la precaria economía familiar, y entonces, sencillamente, al margen del valor intelectual del niño, no se les dejaba ir ya más a la escuela. Todo esto que ahora relatamos, nos lo contaron personas cuya infancia transcurrió en los años treinta y cuarenta del siglo XX. Suponemos que para épocas anteriores, la cuestión sería todavía más cruda.
Veamos ahora el testimonio de una señora de Peitieiros (Gondomar). Recordaba esta mujer como siendo niña sus padres la mandaban al monte con el ganado, al igual que a otros niños de su generación. Iban de mañana y volvían al anochecer, y para pasar el día no contaban más que con un trozo de pan y un poco de tocino. Cuando se habla con esta gente, el tema del hambre y de la mala alimentación, de la incertidumbre, de la desesperanza, y de las dificultades económicas sin cuento, afloran con suma facilidad, En consecuencia, en tal contexto, ¿para qué pensar en ir a la escuela?, ¿qué solucionaría la adquisición de conocimientos culturales?. Evidentemente, primero se habrían de solucionar necesidades más básicas antes de pensar en estos lujos.
Sin embargo, visto todo esto en la actualidad con la perspectiva histórica que nos permite el paso del tiempo, es posible concluir que estos pastorcillos hicieron una contribución a la cultura gallega de una dimensión insospechable. Este argumento se nos escapa a la directriz de este artículo, pero pensamos abordarlo en un futuro trabajo, pues no se puede entender la llamada literatura de tradición oral sin la participación de generaciones de niños que dieron nombres y adornaron de fabulosas historias nuestros montes.
Vigo a 31 de Octubre del 2001