Narrativa de Carlos López Dzur

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La Carlita

Allí, en el corazón de la milonga arrabalera, frente al friquitín de Tito Vargas, en Pueblo Nuevo, a la casa de los Fogueras, la mirada de noveleros y curioseantes que volaron a penetrar bajo techos y entrar por las ventanas, si rondaron, fue por causa de La Carlita. Sea de lejos, o de cerca, había que verla.

Ella es la Afrodita más culera, regia esbeltez de perfumada loca, inocente paloma, mirada escrutadora de braguetas abultadas... lánguidos ojos, demarcados con mascára, el alba adviniente, el cielo que se traga sus hijos, los devora antes que llegue la noche de Saturno con la castrante cizaña. Nuevo Adam primitivo. Felicísima Eva por encima de todo. Adam y Eva, mutuamente auxiliada e impostergable frente al amor de la vida.

El organizador pueblerino de la virtud y la piedad, el Padre Aponte, supo acerca de ella y un día, después de la misa, la amenazó con darle de palos, pero ella dijo a la fiera santa, ya que así motejaron al curilla, «usted que me levanta la mano y yo que lo destrozo con mis propias uñas y armo a Pueblo Nuevo hasta que se exponga contra usted sus ultrajes de señoritas en el Pueblo, el campo y hasta en el confesionario... puñetero, con esa voz ladina y esas miradas devoradoras».

Desde adolescente, en los '50, su presencia comenzó a ser historia. Vestía como mujer y parecía una hembrota de las que quita el aliento. Fue el lugar común en la chismografía que siendo como es... se enorgulleciera el poblado, la aclamara como ícono a sotta voce, quien la vio y la bendijo. Ella, por discreta, no fue objeto de escándalo.

«Travestí sí, puta no», una vez dijo.

No se había pensado bien lo que vendría a ser ella o él.

«El hermano de Pucho Santiago se las trae» fue lo que murmuraron y, entonces, no se supo si pensarlo varón, o un diosecillo como Urano capao, o si dar por sentado que el bribón, objeto tan fraterno como el antiguo Cielo de titanes agrícolas y cíclopes cañeros del '50, es una damita. O bien, a prick-teaser, como injurió Lolo Pulla.

Cierto es que La Carlita navegaba en dos charcas. Le dijeron que es pato, a bitch with an itch.

Algunos de los que se embarcaron y vinieron con galas de americanos, le convidaron a irse a Nueva York y terminar lo que había comenzado: tener vagina, cortarse el pájaro, agrandarse aún más el busto. Del convite quedó cautiva por años. Prefirió no irse y dar que hablar. Si va, será con él. «Mi Bijo del alma, mi limpiabota prieto».

Lo demás ya lo tiene. Seduce cuando camina. Su cuerpo es atlético y estilizado. Un pullover, de color violeta, por lo ceñido, marca unos pezoncillos primiciales, y no se pone brassier. En las pantaletas se autogratifica; ella misma, sin borchorno, las compra. Con hembras discute la materia de sus lencerías.

A La Carlita han contado sobre las hormonas. Además, la cinturita que se formó es de avispa de bombón y sus nalgas ya las quisiera Fele Tripa, Pao Pilla, o el bujarrón de Lolo Puya para darse banquete cuando vuelva al Joyo de Millán, a esos adentros de barriada por donde antes vivía, tiempito antes de ir a dar al presidio.

Por de pronto, un trigueño le llegó a la vena. Bijo «Maricao», hijo de Don Marcial, también de Pueblo Nuevo, es quien la ronda. Es un limpiabotas, más o menos de su edad, a quien nada le importa que se sepa que le gusta. Ha descubierto su alegría. La defiende. Desoye los rumores. No echa gas a la candela. Bastante es la lumbre y el calentón en las mejillas. La Carlita es dulce, bien-hablada, más modosa que alharaquienta. Es laboriosa. Trabaja y ayuda a quien puede.

Es una loca feliz y él está perdido de amor por ella, le lleva serenatas, la piropea cuando le ve pasar, sandungona y remeneando el cachendoso nalgatorio. «Con ella todo y, sin ella, nada».

Ella plancha la ropa a los ricos de El Pepino, visita sus casas y hay, entre esa clase adinerada, la que en vez de compadecerla o echarle vituperios, le regala cremas suavizadoras para el cutis, perfumitos tumba-hombres de los que ya no quieren, pero que una vez utilizaron. Se bañaban con ellos.

Para Bijo, La Carlita es el despertar de su juventud. Y, con su erotismo mutuo, se alborotan. Según él, La Carlita tiene aspectos escondidos, secretos en el vientre kármico, su pequeña serpiente y un pozo uránico, pero no hay cotidianidad más perfecta que la noche privada de ambos. Ella lo acaricia con sus manos cálidas, con uñas largas, exquisitamente pintadas de rojo chino y, cuando él se encima sobre sus espaldas y la sodomiza, en vez de pensar que él peca, entiende que han reacumulando amores. Se están quitando las penas, atados a un sueño placentero. Se hunden en éxtasis volcánico, avanzando por los ojos de sus espíritus hasta la más profunda de las esencias.

Con un rito en favor del ser-contra-corriente, se halagan con un ceremonial que es más puro y divertido que las carencias colectivas y las rivalidades que en el Pueblo coexisten. Esto sería más honesto que muchas de las cosillas que se vienen callando en el Pueblo, sólo porque son ricos quienes las hacen. Muchas son las cucanadas que por estos rumbos se saben y donde el Padre Aponte es el tapachín de todos ellos.

A veces Bijo piensa que él es más que un limpiabotas, o una pupa de insecto; se siente sacerdote de algo nuevo. Es un ser simbionte en la charca de Urano y un palo de trinquete porque en ella tiene su barcaza, él es el mástil y, en fondo de su culo, halló un nido de mar que es suyo y de nadie más. Y, en la saturnalia de la farsa organizada de los días, en nombre de la responsabilidad, alguien tendrá que nacer para cuidar de La Carlita y quererla bien, hasta el final de sus años.

A más linda se pone, al paso del decenio del '50, los hombres son más atrevidos. El Tiempo / Cronos / irrumpe con una daga más cortante. Las mujeres, por envidia, son más sutilmente venenosas. En el Pueblo, porque con la Pava han llegado más dólares, escuelas, «PRERA», zapatos para que Bijo lustre, Mantengo, y Potoroca , el ELA (estado libre asociado) quiere definir todo hasta que tal semejante pataso haya nacido aquí, en El Pepino de Fey Méndez.

Y aquel pirotécnico Guillo El Soco, tan hábil con luces fatuas como los romanos, estará preparando petardos y fuegos artificiales en atención al caso. Hay algo que ya no gusta a La Carlita de Pepino. Es más madura y se siente con el deseo de reencontrar una cultura natural, sociedad más flexible como la que tuvo en Tablastilla y Stalingrado antes de experimentarse este cambio: la gente que más tribalmente se intensificara se reduplica. Contamina el pueblo.

«Antes eras más cantarina», observó Bijo, no quitándole los ojos del turbante con que recogía su pelo largo.

Algún mohín, con coquetería hizo ella, antes de añadir: «Hoy todo el mundo cree que sabe; pero comprenden menos».

En estos momentos, el viejo Partido Estadista Republicano se ha vacíado en el Partido Nuevo Progresista del viejo Ferré y el Caballo Romero. Y la cordialidad entre pueblerinos es cada vez menos porque, con la mucha politización, se ha perdido el sentido del humor y, en vez de un máximo de elecciones privadas y opciones posibles [para los individuos] lo que se percibe por doquier es a siervos y soplapotes deificando a los amos y admitiendo, sin chistar, las pocavergüenzas de las jerarquías y las obediencias ciegas al extranjero.

Como Bijo la vio triste le propuso que irán al cine en la noche. E hicieron fila ante la ventanilla de taquillas del Cine Mislán. Bijo no va a pagar, como siempre. Carlita invita.

«¡Pato!», gritó un acusador, fingiendo la voz y se coló en la fila mal organizada a fin de estar tras ella. Quería tocarle los senos porque ya, con hormonas, entretenían su mirada lujuriosa y más quería, si pudiera, darle chino... rozarle el vivo del panty, marcado en el redondel de aquel brioso y firme nalgaje que despertaba un banquete suculento: culo bonito, pellizcado, chupado y mordidito y bien clavado. Así imaginaba... «me la llevé al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido».

«¿Serán reales, de verdadera carne?», meditaba sin decirlo, pero destilando pura envidia hacia Bijo.

«¡No joda!», se oyó la voz de Bijo.

Tendría que ser de otro pueblo el desgraciado porque no respetó que Bijo Maricao estara allí, cerca de ella, y buscándole el lado.

«¡Pato!», fingió la voz, sólo que ahora con un metal de roquez, grave, profundo y, enriquecido con la osadía de dar una palmadita en su trasero. Se estuvo pasando de gracioso.

«Que si patatín que si patatán», formaba un diálogo con voz amariconada.

Mas su paciencia se había colmado desde el chiflido inicial que provocó al llegar sólo porque tenía al Bijo echándole el brazo por su cinturita de abispa. Lanzó un puñetazo, sin preámbulos, que le partió el labio al burlón y lo lanzó achocado en la acera ante el asombro del gentío.

«Eso para que respete a un hombre, o lo que usted quiera que sea», dijo como quien escupe sobre él al verlo en el suelo.

Sangró con tal profusión que, al final, ya con la policía en la escena, se procedió al arresto de La Carlita y a una formulación de cargos. El fulano tardó para ponerse en pies.

«¡Coño, qué puño!», la felicitaron.

El licenciado Tino Vargas llevó su defensa ante el juez, quien no la había visto nunca en su vida, pero noticias en torno a su belleza le sobraron.

Juzgado el delito, satisfecho ya con verla, le impuso una multa que la emocionó. Agradeciéndole en el alma lo expedito y leve de la multa y ya casi coqueteándole al juez por alegría, dijo:

«¡Hoy mismo la pagaré y con gusto!»

El puño digno fue de Tito Mantilla, y se recuerda; pero, ella, loca feliz y cantarina, primer travestí de Pueblo Nuevo, se mudó a Nueva Jersey en 1962 y no se supo más de ella.

2-4-2006

*

Del libro en preparación
Leyendas históricas y cuentos coloraos

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Carlos López Dzur / Correo

Email: baudelaire1998@yahoo.com

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