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—No es la primera vez que alude al empobrecimiento del lenguaje —dijo Etienne—. Podría citar varios momentos en que los personajes desconfían de sí mismos en la medida en que se sienten como dibujados por su pensamiento y su discurso, y temen que el dibujo sea engañoso. Honneur des hommes, Saint Langage... Estamos lejos de eso.

—No tan lejos —dijo Ronald— Lo que Morelli quiere es devolverle al lenguaje sus derechos. Habla de expurgarlo, castigarlo, cambiar «descender» por «bajar» como medida higiénica; pero lo que él busca en el fondo es devolverle al verbo «descender» todo su brillo, para que pueda ser usado como yo uso los fósforos y no como un fragmento decorativo, un pedazo de lugar común.

—Sí, pero ese combate se cumple en varios planos —dijo Oliveira saliendo de un largo mutismo—. En lo que acabás de leernos está bien claro que Morelli condena en el lenguaje el reflejo de una óptica y de un Organum falsos o incompletos, que nos enmascaran la realidad, la humanidad. A él en el fondo no le importa demasiado el lenguaje, salvo en el plano estético. Pero esa referencia al ethos es inequívoca. Morelli entiende que el mero escribir estético es un escamoteo y una mentira, que acaba por suscitar al lector-hembra, al tipo que no quiere problemas sino soluciones, o falsos problemas ajenos que le permiten sufrir cómodamente sentado en su sillón, sin comprometerse en el drama que también debería ser el suyo. En la Argentina, si puedo incurrir en localismos con permiso del Club, ese tipo de escamoteo nos ha tenido de lo más contentos y tranquilos durante un siglo.

—Feliz del que encuentra sus pares, los lectores activos —recitó Wong—. Está en ese papelito azul, en la carpeta 21. Cuando leí por primera vez a Morelli (en Meudon, una película secreta, amigos cubanos) me pareció que todo el libro era la Gran Tortuga patas arriba. Difícil de entender.

Morelli es un filósofo extraordinario, aunque sumamente bruto a ratos.

—Como tú —dijo Perico bajándose del taburete y entrando a codazos en el círculo de la mesa—. Todas esas fantasías de corregir el lenguaje son vocaciones de académico, chico, por no decirte de gramático. Descender o bajar, la cuestión es que el personaje se largó escalera abajo y se acabó.

—Perico —dijo Etienne— nos salva de un excesivo confinamiento, de remontar a las abstracciones que a veces le gustan demasiado a Morelli.

—Te diré —dijo Perico conminatorio—. A mí eso de las abstracciones...

El coñac le quemó la garganta a Oliveira, que resbalaba agradecido a la discusión donde por un rato todavía podría perderse. En algún pasaje (no sabía exactamente cuál, tendría que buscarlo) Morelli daba algunas claves sobre un método de composición. Su problema previo era siempre el resecamiento, un horror mallarmeano frente a la página en blanco, coincidente con la necesidad de abrirse paso a toda costa. Inevitable que una parte de su obra fuese una reflexión sobre el problema de escribirla. Se iba alejando así cada vez más de la utilización profesional de la literatura, de ese tipo de cuentos o poemas que le habían valido su prestigio inicial. En algún otro pasaje Morelli decía haber releído con nostalgia y hasta con asombro textos suyos de años atrás. ¿Cómo habían podido brotar esas invenciones, ese desdoblamiento maravilloso pero tan cómodo y tan simplificante de un narrador y su narración? En aquel tiempo había sido como si lo que escribía estuviese ya tendido delante de él, escribir era pasar una Lettera 22 sobre palabras invisibles pero presentes, como el diamante por el surco del disco. Ahora sólo podía escribir laboriosamente, examinando a cada paso el posible contrario, la escondida falacia (habría que releer, pensó Oliveira, un curioso pasaje que hacía las delicias de Etienne), sospechando que toda idea clara era siempre error o verdad a medias, desconfiando de las palabras que tendían a organizarse eufónica, rítmicamente, con el ronroneo feliz que hipnotiza al lector después de haber hecho su primera víctima en el escritor mismo. («Sí, pero el verso...» «Sí, pero esta nota en que habla del ‘swing’ que pone en marcha el discurso...») Por momentos Morelli optaba por una conclusión amargamente simple: no tenía ya nada que decir, los reflejos condicionados de la profesión confundían necesidad con rutina, caso típico de los escritores después de los cincuenta años y los grandes premios. Pero al mismo tiempo sentía que jamás había estado tan deseoso, tan urgido de escribir. ¿Reflejo, rutina, esa ansiedad deliciosa al entablar la batalla consigo mismo, línea a línea? ¿Por qué, en seguida, un contragolpe, la carrera descendente del pistón, la duda acezante, la sequedad, la renuncia?

—Che —dijo Oliveira— ¿dónde estaba el pasaje de la sola palabra que te gustaba tanto?

—Lo sé de memoria —dijo Etienne—. Es la preposición si seguida de una llamada al pie, que a su vez tiene una llamada al pie que a su vez tiene otra llamada al pie. Le estaba diciendo a Perico que las teorías de Morelli no son precisamente originales. Lo que lo hace entrañable es su práctica, la fuerza con que trata de desescribir, como él dice, para ganarse el derecho (y ganárselo a todos) de entrar de nuevo con el buen pie en la casa del hombre. Uso sus mismas palabras, o muy parecidas.

—Para surrealistas ya ha habido de sobra —dijo Perico. —No se trata de una empresa de liberación verbal —dijo Etienne—. Los surrealistas creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban censurados y relegados por la estructura racionalista y burguesa del occidente. Tenían razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la complicada peladura de la banana. Resultado, más de uno se la comió con la cáscara. Los surrealistas se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas, como quisiera hacer Morelli desde la palabra misma. Fanáticos del verbo en estado puro, pitonisos frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras no pareciera excesivamente gramatical. No sospecharon bastante que la creación de todo un lenguaje, aunque termine traicionando su sentido, muestra irrefutablemente la estructura humana, sea la de un chino o la de un piel roja. Lenguaje quiere decir residencia en una realidad, vivencia en una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje que usamos nos traiciona (y Morelli no es el único en gritarlo a todos los vientos) no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que re-vivirlo, no reanimarlo.

—Suena solemnísimo —dijo Perico.

—Está en cualquier buen tratado de filosofía —dijo tímidamente Gregorovius, que había hojeado entomológicamente las carpetas y parecía medio dormido—. No se puede revivir el lenguaje si no se empieza por intuir de otra manera casi todo lo que constituye nuestra realidad. Del ser al verbo, no del verbo al ser.

—Intuir —dijo Oliveira— es una de esas palabras que lo mismo sirven para un barrido que para un fregado. No le atribuyamos a Morelli los problemas de Dilthey, de Husserl o de Wittgenstein. Lo único claro en todo lo que ha escrito el viejo es que si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente, con sus finalidades corrientes, nos moriremos sin haber sabido el verdadero nombre del día. Es casi tonto repetir que nos venden la vida, como decía Malcolm Lowry, que nos la dan prefabricada. También Morelli es casi tonto al insistir en eso, pero Etienne acierta en el clavo: por la práctica el viejo se muestra y nos muestra la salida. ¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura? Y nosotros, que no queremos ser lectores-hembra, ¿para qué servimos sino para ayudar en lo posible a esa destrucción?

—¿Pero y después, qué vamos a hacer después? —dijo Babs.

—Me pregunto —dijo Oliveira—. Hasta hace unos veinte años había la gran respuesta: la Poesía, ñata, la Poesía. Te tapaban la boca con la gran palabra. Visión poética del mundo, conquista de una realidad poética. Pero después de la última guerra, te habrás dado cuenta de que se acabó. Quedan poetas, nadie lo niega, pero no los lee nadie.

—No digas tonterías —dijo Perico—. Yo leo montones de versos.

—Claro, yo también. Pero no se trata de los versos, che, se trata de eso que anunciaban los surrealistas y que todo poeta desea y busca, la famosa realidad poética. Creeme, querido, desde el año cincuenta estamos en plena realidad tecnológica, por lo menos estadísticamente hablando. Muy mal, una lástima, habrá que mesarse los cabellos, pero es así.

—A mí se me importa un bledo la tecnología —dijo Perico—. Fray Luis, por ejemplo...

—Estamos en mil novecientos cincuenta y pico. —Ya lo sé, coño.

—No parece.

—¿Pero es que te crees que yo me voy a colocar en una puñetera posición historicista?

—No, pero deberías leer los diarios. A mí me gusta tan poco la tecnología como a vos, solamente que siento lo que ha cambiado el mundo en los últimos veinte años. Cualquier tipo con más de cuarenta abriles tiene que darse cuenta, y por eso la pregunta de Babs nos pone a Morelli y a nosotros contra la pared. Está muy bien hacerle la guerra al lenguaje emputecido, a la literatura por llamarla así, en nombre de una realidad que creemos verdadera, que creemos alcanzable, que creemos en alguna parte del espíritu, con perdón de la palabra. Pero el mismo Morelli no ve más que el lado negativo de su guerra. Siente que tiene que hacerla, como vos y como todos nosotros. ¿Y?

—Seamos metódicos —dijo Etienne—. Dejemos tranquilo tu « ¿y?». La lección de Morelli basta como primera etapa. —No podés hablar de etapas sin presuponer una meta. —Llamale hipótesis de trabajo, cualquier cosa así. Lo que Morelli busca es quebrar los hábitos mentales del lector. Como ves, algo muy modesto, nada comparable al cruce de los Alpes por Aníbal. Hasta ahora, por lo menos, no hay gran cosa de metafísica en Morelli, salvo que vos, Horacio Curiacio, sos capaz de encontrar metafísica en una lata de tomates. Morelli es un artista que tiene una idea especial del arte, consistente más que nada en echar abajo las formas usuales, cosa corriente en todo buen artista. Por ejemplo, le revienta la novela rollo chino. El libro que se lee del principio al final como un niño bueno. Ya te habrás fijado que cada vez le preocupa menos la ligazón de las partes, aquello de que una palabra trae la otra... Cuando leo a Morelli tengo la impresión de que busca una interacción menos mecánica, menos causal de los elementos que maneja; se siente que lo ya escrito condiciona apenas lo que está escribiendo, sobre todo que el viejo, después de centenares de páginas, ya ni se acuerda de mucho de lo que ha hecho.

—Con lo cual —dijo Perico— le ocurre que una enana de la página veinte tiene dos metros cinco en la página cien. Me he percatado más de una vez. Hay escenas que empiezan a las seis de la tarde y acaban a las cinco y media. Un asco.

—¿Y a vos no te ocurre ser enano o gigante según andés de ánimo? —dijo Ronald.

—Estoy hablando del soma —dijo Perico.

—Cree en el soma —dijo Oliveira—. El soma en el tiempo. Cree en el tiempo, en el antes y en el después. El pobre no ha encontrado en algún cajón una carta suya escrita hace veinte años, no la ha releído, no se ha dado cuenta de que nada se sostiene si no lo apuntalamos con miga de tiempo, si no inventamos el tiempo para no volvernos locos.

—Todo eso es oficio —dijo Ronald —. Pero detrás, detrás...

—Un poeta —dijo Oliveira, sinceramente conmovido—. Vos te deberías llamar Behind o Beyond, americano mío. O Yonder, que es tan bonita palabra.

—Nada de eso tendría sentido si no hubiera un detrás —dijo Ronald —. Cualquier best-seller escribe mejor que Morelli. Si lo leemos, si estamos aquí esta noche, es porque Morelli tiene lo que tenía el Bird, lo que de golpe tienen Cummings o Jackson Pollock, en fin, basta de ejemplos. ¿Y por qué basta de ejemplos? —gritó Ronald enfurecido, mientras Babs lo miraba admirada y bebiendosuspalabrasdeunsolotrago—. Citaré todo lo que me dé la gana. Cualquiera se da cuenta de que Morelli no se complica la vida por gusto, y además su libro es una provocación desvergonzada como todas las cosas que valen la pena. En ese mundo tecnológico de que hablabas, Morelli quiere salvar algo que se está muriendo, pero para salvarlo hay que matarlo antes o por lo menos hacerle tal transfusión de sangre que sea como una resurrección. El error de la poesía futurista —dijo Ronald, con inmensa admiración de Babs— fue querer comentar el maquinismo, creer que así se salvarían de la leucemia. Pero no es con hablar literariamente de lo que ocurre en el Cabo Cañaveral que vamos a entender mejor la realidad, me parece.

—Te parece muy bien —dijo Oliveira—. Sigamos en busca del Yonder, hay montones de Yonders que ir abriendo uno detrás de otro. Yo diría para empezar que esta realidad tecnológica que aceptan hoy los hombres de ciencia y los lectores de France-Soir, este mundo de cortisona, rayos gamma y elución del plutonio, tiene tan poco que ver con la realidad como el mundo del Roman de la Rose. Si se lo mencioné hace un rato a nuestro Perico, fue para hacerle notar que sus criterios estéticos y su escala de valores están más bien liquidados y que el hombre, después de haberlo esperado todo de la inteligencia y el espíritu, se encuentra como traicionado, oscuramente consciente de que sus armas se han vuelto contra él, que la cultura, la civiltà, lo han traído a este callejón sin salida donde la barbarie de la ciencia no es más que una reacción muy comprensible. Perdón por el vocabulario.

—Eso ya lo dijo Klages —dijo Gregorovius.

—No pretendo ningún copyright —dijo Oliveira—. La idea es que la realidad, aceptes la de la Santa Sede, la de René Char o la de Oppenheimer, es siempre una realidad convencional, incompleta y parcelada. La admiración de algunos tipos frente a un microscopio electrónico no me parece más fecunda que la de las porteras por los milagros de Lourdes. Creer en lo que llaman materia, creer en lo que llaman espíritu, vivir en Emmanuel o seguir cursos de Zen, plantearse el destino humano como un problema económico o como un puro absurdo, la lista es larga, la elección múltiple. Pero el mero hecho de que pueda haber elección y que la lista sea larga basta para mostrar que estamos en la prehistoria y en la prehumanidad. No soy optimista, dudo mucho de que alguna vez accedamos a la verdadera historia de la verdadera humanidad. Va a ser difícil llegar al famoso Yonder de Ronald, porque nadie negará que el problema de la realidad tiene que plantearse en términos colectivos, no en la mera salvación de algunos elegidos. Hombres realizados, hombres que han dado el salto fuera del tiempo y se han integrado en una suma, por decirlo así... Sí, supongo que los ha habido y los hay. Pero no basta, yo siento que mi salvación, suponiendo que pudiera alcanzarla, tiene que ser también la salvación de todos, hasta el último de los hombres. Y eso, viejo... Ya no estamos en los campos de Asís, ya no podemos esperar que el ejemplo de un santo siembre la santidad, que cada gurú sea la salvación de todos los discípulos.

—Volvé de Benarés —aconsejó Etienne. Hablábamos de Morelli, me parece. Y para empalmar con lo que decías se me ocurre que ese famoso Yonder no puede ser imaginado como futuro en el tiempo o en el espacio. Si seguimos ateniéndonos a categorías kantianas, parece querer decir Morelli, no saldremos nunca del atolladero. Lo que llamamos realidad, la verdadera realidad que también llamamos

Yonder (a veces ayuda darle muchos nombres a una entrevisión, por lo menos se evita que la noción se cierre y se acartone), esa verdadera realidad, repito, no es algo por venir, una meta, el último peldaño, el final de una evolución. No, es algo que ya está aquí, en nosotros. Se la siente, basta tener el valor de estirar la mano en la oscuridad. Yo la siento mientras estoy pintando.

—Puede ser el Malo —dijo Oliveira—. Puede ser una mera exaltación estética. Pero también podría ser ella. Sí, también podría ser ella. —Está aquí —dijo Babs, tocándose la frente—. Yo la siento cuando estoy un

poco borracha, o cuando...

Soltó una carcajada y se tapó la cara. Ronald le dio un empujón cariñoso.

—No está —dijo Wong, muy serio—. Es.

—No iremos muy lejos por ese camino —dijo Oliveira—. ¿Qué nos da la poesía sino esa entrevisión? Vos, yo, Babs... El reino del hombre no ha nacido por unas pocas chispas aisladas. Todo el mundo ha tenido su instante de visión, pero lo malo es la recaída en el hinc y el nunc.

—Bah, vos no entendés nada si no es en términos de absoluto —dijo Etienne— . Dejame terminar lo que quería decir. Morelli cree que si los liróforos, como dice nuestro Perico, se abrieran paso a través de las formas petrificadas y periclitadas, ya sea un adverbio de modo, un sentido del tiempo o lo que te dé la gana, harían algo útil por primera vez en su vida. Al acabar con el lector-hembra, o por lo menos al menoscabarlo seriamente, ayudarían a todos los que de alguna manera trabajan para llegar al Yonder. La técnica narrativa de tipos como él no es más que una incitación a salirse de las huellas.

—Sí, para meterse en el barro hasta el cogote —dijo Perico, que a las once de la noche estaba contra cualquier cosa.

—Heráclito —dijo Gregorovius— se enterró en la mierda hasta el cogote y se curó de la hidropesía.

—Dejá tranquilo a Heráclito —dijo Etienne—. Ya me empieza a dar sueño tanto macaneo, pero de todos modos voy a decir lo siguiente, dos puntos: Morelli parece convencido de que si el escritor sigue sometido al lenguaje que le han vendido junto con la ropa que lleva puesta y el nombre y el bautismo y la nacionalidad, su obra no tendrá otro valor que el estético, valor que el viejo parece despreciar cada vez más. En alguna parte es bastante explicito: según el no se puede denunciar nada si se lo hace dentro del sistema al que pertenece lo denunciado. Escribir en contra del capitalismo con el bagaje mental y el vocabulario que derivan del capitalismo el perder el tiempo. Se lograrían resultados históricos como el marxismo y lo que te guste, pero el Yonder no es precisamente historia, el Yonder es como las puntas de los dedos que sobresalen de las aguas de la historia, buscando dónde agarrarse.

—Pamemas —dijo Perico.

—Y por eso el escritor tiene que incendiar el lenguaje, acabar con las formas coaguladas e ir todavía más allá, poner en duda la posibilidad de que este lenguaje esté todavía en contacto con lo que pretende mentar. No ya las palabras en sí, porque eso importa menos, sino la estructura total de una lengua, de un discurso.

—Para todo lo cual se sirve de una lengua sumamente clara —dijo Perico.

—Por supuesto, Morelli no cree en los sistemas onomatopéyicos ni en los letrismos. No se trata de sustituir la sintaxis por la escritura automática o cualquier otro truco al uso. Lo que él quiere es transgredir el hecho literario total, el libro, si querés. A veces en la palabra, a veces en lo que la palabra transmite. Procede como un guerrillero, hace saltar lo que puede, el resto sigue su camino. No creas que no es un hombre de letras.

—Habría que pensar en irse —dijo Babs que tenía sueño.

—Tú dirás lo que quieras —se emperró Perico— pero ninguna revolución de verdad se hace contra las formas. Lo que cuenta es el fondo, chico, el fondo.

—Llevamos decenas de siglos de literatura de fondo dijo Oliveira— y los resultados ya los estás viendo. Por literatura entiendo, te darás cuenta, todo lo hablable y lo pensable.

—Sin contar que el distingo entre fondo y forma es falso —dijo Etienne—. Hace años que cualquiera lo sabe. Distingamos mas bien entre elemento expresivo, o sea el lenguaje en sí, y la cosa expresada, o sea la realidad haciéndose conciencia.

—Como quieras —dijo Perico—. Lo que me gustaría saber es si esa ruptura que pretende Morelli, es decir la ruptura de eso que llamas elemento expresivo para alcanzar mejor la cosa expresable, tiene verdaderamente algún valor a esta altura,

—Probablemente no servirá para nada —dijo Oliveira — pero nos hace sentirnos un poco menos solos en este callejón sin salida al servicio de la Gran-Infatuación-Idealista-Realista-Espiritualista-Materialista del Occidente, S.R.L..

—¿Creés que algún otro hubiera podido abrirse paso a través del lenguaje hasta tocar las raíces? —preguntó Ronald. —Tal vez. Morelli no tiene el genio o la paciencia que se necesitan. Muestra un camino, da unos golpes de pico... Deja un libro. No es mucho.

—Vámonos —dijo Babs—. Es tarde, se ha acabado el coñac.

—Y hay otra cosa —dijo Oliveira—. Lo que él persigue es absurdo en la medida en que nadie sabe sino lo que sabe, es decir una circunscripción antropológica. Wittgensteinianamente, los problemas se eslabonan hacia atrás, es decir que lo que un hombre sabe es el saber de un hombre, pero del hombre mismo ya no se sabe todo lo que se debería saber para que su noción de la realidad fuera aceptable. Los gnoseólogos se plantearon el problema y hasta creyeron encontrar un terreno firme desde donde reanudar la carrera hacia adelante, rumbo a la metafísica. Pero el higiénico retroceso de un Descartes se nos aparece hoy como parcial y hasta insignificante, porque en este mismo minuto hay un señor Wilcox, de Cleveland, que con electrodos y otros artefactos está probando la equivalencia del pensamiento y de un circuito electromagnético (cosas que a su vez cree conocer muy bien porque conoce muy bien el lenguaje que las define, etc.). Por si fuera poco, un sueco acaba de lanzar una teoría muy vistosa sobre la química cerebral. Pensar es el resultado de la interacción de unos ácidos de cuyo nombre no quiero acordarme. Acido, ergo sum. Te echás una gota en las meninges y a lo mejor Oppenheimer o el doctor Petiot, asesino eminente. Ya ves cómo el cogito, la Operación Humana por excelencia, se sitúa hoy en una región bastante vaga, entre electromagnética y química, y probablemente no se diferencia tanto como pensábamos de cosas tales como una aurora boreal o una foto con rayos infrarrojos. Ahí va tu cogito, eslabón del vertiginoso flujo de fuerzas cuyos peldaños en 1950 se llaman inter alia impulsos eléctricos, moléculas, átomos, neutrones, protones, potirones, microlxitones, isótopos radiactivos, pizcas de cinabrio, rayos cósmicos: Words, words, words. Hamlet, acto segundo, creo. Sin contar —agregó Oliveira suspirando— que a lo mejor es al revés, y resulta que la aurora boreal es un fenómeno espiritual, y entonces sí que estamos como queremos...

—Con semejante nihilismo, harakiri —dijo Etienne.

—Pues claro, manito —dijo Oliveira—. Pero para volver al viejo, si lo que él persigue es absurdo, puesto que es como pegarle con una banana a Sugar Ray Robinson, puesto que es una insignificante ofensiva en medio de la crisis y la quiebra total de la idea clásica del homo sapiens, no hay que olvidarse de que vos sos vos y yo soy yo, o que por lo menos nos parece, y que aunque no tengamos la menor certidumbre sobre todo lo que nuestros gigantes padres aceptaban como irrefutable, nos queda la amable posibilidad de vivir y de obrar como si, eligiendo hipótesis de trabajo, atacando como Morelli lo que nos parece más falso en nombre de alguna oscura sensación de certidumbre, que probablemente será tan incierta como el resto, pero que nos hace levantar la cabeza y contar las Cabritas, o buscar una vez más las Pléyades, esos bichos de infancia, esas luciérnagas insondables. Coñac.

—Se acabó —dijo Babs—. Vamos, me estoy durmiendo.

—Al final, como siempre, un acto de fe —dijo Etienne, riendo—. Sigue siendo la mejor definición del hombre. Ahora, volviendo al asunto del huevo frito...

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