CARLOMAGNO
De año en año, el reino de Carlomagno evoluciona, en un
esfuerzo por asegurar la consolidación del Estado.
A los ojos de todos, el rey mismo aparece envuelto en un prestigio excepcional; sus
conquistas, su gobierno, el sentido cristiano de su misión respecto de los pueblos, todo
contribuye a conferir a la persona de Carlos, un particular carácter y un esplendor que
ningún rey de la dinastía precedente ha conocido. Entre los príncipes contemporáneos
no es ya el "primero entre sus pares"; todos le reconocen una personalidad
excepcional, única. Es así que un poeta irlandés ha cantado, tal vez en su mismo
palacio: "Uno solo reina en el reino de los cielos, aquél que lanza el rayo. Es
natural que sea uno solo después de él que reine sobre la tierra, uno solo que sea un
ejemplo para todos los hombres." Y el abad de San Gallo, Nokter, describe de este
modo el recibimiento de una embajada: "El rey se encontraba cerca de una ventana
llena de luz, resplandeciente como un sol en el levante, cubierto de oro y de piedras
preciosas." Alcuino decía a Carlomagno: "la Gracia de Dios ha esparcido el
temor de vuestro poder en todas las naciones. Aquellos que no han sido nunca sometidos por
la guerra, vendrán tal vez voluntariamente a someterse a vos". La autoridad de un
solo hombre designado por Dios para gobernar a los hombres, correspondía a la autoridad
de Dios sobre el universo; los paganos que no están convertidos quedan como siervos del
diablo, excluidos de la comunidad cristiana. El reino sobre el cual el monarca ideal
debía gobernar era sólo la cristiandad, si bien estaba sobreentendido que el resto de la
humanidad debía ser incorporado lo más pronto posible.
Estas ideas no eran nuevas; habían existido por siglos en el Imperio romano y habían
servido de base a la política de los emperadores cristianos; después de la paz alcanzada
en el siglo IV, entre el Imperio y la Iglesia, representaron las respectivas ambiciones de
universalismo del Imperio romano y del Cristianismo. Y romano y cristiano se transformaron
en sinónimo, usados indistintamente. Pero en el año 476, el Imperio de Occidente,
después de más de un siglo de invasiones de los bárbaros, se derrumbó, manteniendo,
sin embargo, el antiguo ideal bajo la forma de un universalismo que hizo que se
reconociese la autoridad imperial sobre los reyes. La persona del emperador está
revestida, de este modo, de un carácter sagrado; él es quien gobierna a la Iglesia, por
medio del Concilio general, legisla, juzga, preside las controversias dogmáticas.
En Occidente, en la segunda mitad del siglo VIII, los soberanos francos son comparados con
las grandes figuras del Antiguo Testamento. A Pepino, Esteban II y luego Pablo I les dan
el nombre de Nuevo Moisés o Nuevo David. En cuanto a Carlomagno, éste domina en el
interior de su reino, pero la mayor parte de los príncipes de Europa son sus amigos,
aliados o vasallos. En las iglesias de la Cristiandad se jactan de los servicios que el
rey de los francos rinde cotidianamente a la religión cristiana y se ruega a Dios por
él. De esta popularidad universal, el pueblo franco está imbuido y no duda de la
duración de su poder. Aparece entonces una idea grata a todos los espíritus selectos de
la época: que a la gloria política de Carlomagno se agrega una, mucho más pura: aquella
que al extender el reino de los francos ha propagado el nombre de Cristo. Gracias a esto
las sectas desaparecen y las naciones paganas aceptan el bautismo. Carlos mismo ve en su
soberanía una institución de origen divino, se proclama ante todo "rey por la
gracia de Dios" y hemos visto cómo lo inspiró el celo religioso durante las
carnpañas cumplidas más allá de las fronteras. Alcuino, que no oculta su admiración y
veneración, le reconoce la misión del magisterio, propia de los obispos. Carlomagno se
preocupa por el mantenimiento de una doctrina sana, de la disciplina adecuada y del
respeto de las reglas y normas de la Iglesia. Dirige así las deliberaciones de los
sínodos y de las comisiones teológicas; quiere ser el protector de la Iglesia, pero con
tal fuerza de autoridad, que se puede pensar que el rey de los francos ejerce un poder
casi imperial sobre la Iglesia de Occidente.
Con este motivo conviene recordar que, luego de Pepino, las relaciones entre la corte de
Constantinopla y los reyes francos, no fueron muy cordiales. La intervención de Pepino en
Italia, llegado en ayuda del Papa contra los lombardos, selló una estrecha alianza entre
el reino franco y el papado. Cuando Carlomagno se ciñe la corona de hierro,
Constantinopla asume una actitud de prudente expectativa. Con la emperatriz Irene las
relaciones parecen mejorar con la complacencia de Carlos, pero una nueva intervención de
los francos en Italia en el año 787 y la repercusión de la lucha en Bizancio, por el
culto de las imágenes, provocan de nuevo un enfriamiento. Más tarde se seguirán
tratativas de armisticio, pronto fracasadas por cuestiones de susceptibilidad producidas
por el Concilio de Nicea, al que Carlomagno no ha sido invitado y contra cuyos decretos
hizo redactar por sus teólogos una confutación seguida de un enérgico capitular.
El rey de los francos aparece como portavoz de la Iglesia latina, administrador, vigilante
y defensor de la fe cristiana.
A través de miles de detalles, en esta perspectiva del siglo VIII, se ve siempre a
Carlomagno tendiendo a colocarse sobre un plano similar al de emperador. En los asuntos de
la cancillería, Pablo Diácono y Alcuino en sus escritos, lo llaman ahora con el
apelativo de David, el nombre del rey judío con el que se invocaba al emperador de
Bizancio. A partir del año 794, Carlos ha decidido establecer una residencia fija, el
palacio de Aquisgrán; abandona así la vida nómade que ha llevado de lugar en lugar.
Allí el palacio y la capilla, por lo que sabemos por las crónicas y las excavaciones,
eran de aspecto sobrio pero ricamente decorados en el interior y en su disposición se
advierte la influencia de Constantinopla y de Ravena. En el año 774, Carlomagno ha
renovado con Roma el pacto de su padre y ha pronunciado, de nuevo, la fórmula "me
obligo con un juramento a ser el protector y el defensor del Papa y de la ciudad". La
protección es autoritaria y confiere al protector el derecho de intervenir en los asuntos
del protegido. En las actas de cancillería, entre sus títulos, figura el de Patricio de
los Romanos. El papa Adriano consiguió, con habilidad y firmeza, conservar una cierta
libertad en las relaciones con su poderoso protector; pero su sucesor, León III -elegido
en el año 795-, no tendrá ni el prestigio, ni la amplitud de miras de su predecesor.
Expuesto en sus Estados al antagonismo entre la aristocracia militar y territorial y la
burocracia clerical, el Papa trata de acercarse a Carlomagno, que bien pronto declara sus
deseos: "A mí me pertenece defender la Santa Iglesia de Cristo con las armas; en el
exterior, contra los ataques de los paganos y las devastaciones de los infieles y
consolidarla en el interior, difundiendo la fe católica. A vos, Santísimo Padre
pertenece, levantando los brazos como Moisés, ayudar con vuestras plegarias al triunfo de
nuestras armas." En otras palabras: al Papa, el ministerio de la plegaria; al rey la
defensa de la Iglesia misma y su dirección espiritual. León III responde haciendo
decorar la sala de recibo de Letrán con el célebre mosaico, hoy destruido y del que no
queda sino una reconstrucción del siglo XVIII: a su derecha, Cristo confía las llaves al
Papa Silvestre, y el estandarte a Constantino, ambos arrodillados igualmente a sus pies; a
la izquierda, San Pedro entrega a León III la estola y al rey de los francos, el
estandarte. A los ojos del pontífice, Carlomagno debe ser el nuevo Constantino y estar a
disposición de la Iglesia. ¿Y qué decir exactamente de las ambiciones y de las
pretensiones de Carlomagno respecto de la evocación del término "Imperio"? La
lengua materna no conocía palabras para designar la dignidad imperial, pero sabemos que,
escasamente instruido en la adolescencia, Carlos siempre tuvo el deseo de aprender de sus
doctos amigos y de hacer de la civilización cristiana antigua una herencia propia. Los
intelectuales de la Corte, siempre orientados hacia la antigüedad, debían sentirse
fascinados de la proyección de la idea imperial sobre la monarquía carolingia. Alcuino
en sus cartas -del año 798 al 800- empleará insistentemente el término "Imperio
cristiano", refiriéndose al reino de Carlomagno: quizás se trate en su pensamiento
de una realidad espiritual, la comunidad de los creyentes -y sabemos cómo Carlomagno la
tenía en su corazón-, pero el hecho nos permite reconocer la referencia aun imperio
romano-cristiano, cuerpo político de la cristiandad y cuya misión esencial debía
consistir en la defensa de la Iglesia. En cambio el Bizantino, arrogante y tiránico,
aseguraba mal tal protección. Carlos, señor unificador de Occidente cuya metrópoli era
Roma, sabrá dar al cristianismo el vigor capaz de forjar un espíritu común a las
distintas poblaciones incluidas en el reino carolingio. Alcuino, evocando en el 799 la
muerte de dos duques de Baviera y del Friul escribe al respecto: "estos hombres tan
valientes que conservaron y extendieron las fronteras del Imperio cristiano". La
correspondencia de Alcuino indica claramente cuál fue el tenor de los problemas debatidos
en torno a Carlomagno: en la corte franca había una opinión que consideraba, de hecho,
la existencia del "Imperio Cristiano".
Mientras tanto la situación de Roma en el año 799 se agudiza: la aristocracia romana se
opone a León III. En la ciudad se producen tumultos, se maltrata al Papa, que se ve
obligado a refugiarse en Spoleto. La noticia de los acontecimientos traspone los Alpes;
Alcuino, con varias cartas, incita a Carlomagno a restaurar la Santa Sede. Carlos está en
Sajonia, en Paderborn, donde se le reúne León III. Por cartas que le llegan de Roma, el
rey se entera de las acusaciones que se hacen al Papa, que, según el cronista, "fue
acogido con grandes honores, al cabo de algún tiempo enviado nuevamente a Roma con la
misma deferencia". Alcuino exhorta al rey nuevamente: el Papa es inocente, los
romanos son los únicos culpables; importa "corregir lo que debe ser enderezado y
conservar lo que se debe mantener". Carlomagno actúa con la prudencia habitual:
envía comisarios reales con el fin de que efectúen indagaciones en el lugar, en la
espera de que él se dirija personalmente a Roma para examinar la situación. ¿Qué se
había conversado en Paderborn entre el Papa y el soberano?, ¿qué se había tratado?,
¿se le había prometido a Carlomagno la dignidad imperial como recompensa de sus buenos
oficios? Obras poéticas posteriores al acontecimiento, así lo sostienen.
León III retorna a Roma, donde la y situación no se ha normalizado todavía. Alcuino
defiende siempre su causa; es necesario la plena restauración del Papa, sea éste
culpable o inocente; la unidad y la tranquilidad de la Iglesia lo exigen. Carlos
finalmente se decide, después de haber convocado una asamblea general del reino en
Maguncia para informar de su intención de bajar a Italia. A comienzos de diciembre llega
a Roma, donde el Papa lo acoge con grandes honores; reúne una asamblea para discutir las
acusaciones contra el pontífice: pero nadie las mantiene. El Papa pronuncia la
"purgatio per sacramentum" (declaración de inocencia) propuesta por el rey de
acuerdo al derecho germánico, solución de compromiso apta para satisfacer a ambas
partes. El juramento tiene lugar en San Pedro, el 23 de diciembre, bajo la presidencia de
Carlomagno, con gran asistencia de prelados, clérigos, laicos, romanos y francos;
después, la asamblea deliberó sobre el restablecimiento del Imperio, recordándose la
usurpación de Irene, es decir el título imperial vacante, y la posible unifícación del
Occidente romano bajo el gobierno del rey de los francos. Los Anales refieren que
Carlomagno "no quiso rechazar la petición de los obispos y del pueblo".
La ceremonia oficial que consagró la ascensión de Carlomagno al imperio tuvo lugar dos
días después, en Navidad, hecho inspirado en la tradición bizantina y algo modificado
de modo de dejarle el papel principal al Papa: la coronación del emperador a manos del
pontífice, la aclamación y por último, la adoración por parte del Papa y de los altos
signatarios del Estado y de la Corte. En Bizancio, la coronación seguía a la aclamación
por parte del senado y del ejército y constituía una especie de elección. Y es, en
realidad, en la modificación del rito donde se debe buscar la explicación de cuanto
escribe al respecto Eginardo: "Carlos se mostró en un principio tan descontento que
habría renunciado -decía- a entrar en la iglesia en aquella ocasión, aunque fuese un
día de gran fiesta, si hubiera conocido anticipadamente las intenciones del
pontífice." No se trataba en este caso de falsa modestia.
Los contemporáneos han visto en esta coronación imperial una indiscutible promoción en
la jerarquía de poderes. Las monedas, las actas de cancillería denuncian la toma de
conciencia del renacimiento del Imperio romano y de la dignidad imperial. Alcuino, en los
años sucesivos, escribirá al Emperador cartas llenas de enseñanzas, mostrando la
dignidad imperial como un homenaje a su persona, a su sabiduría, a su poder; pero este
Imperio, apenas resurgido, es ante todo el Imperio Cristiano. Este es el sentir de todos
los signatarios carolingios.
En el año 802, Carlomagno convocó en Aquisgrán una asamblea general luego de la cual
promulgó un capitular que trazaba un programa al que cada uno debía atenerse para vivir
rectamente. Cada hombre libre debía renovar su juramento de fidelidad a Carlos como
emperador; una forma de ratificar la creación del Imperio por parte de la población
franca.
La fórmula del nuevo juramento incluye además un elemento del juramento de súbditos a
vasallos, que ata a cada uno a una fidelidad más rigurosa y amplia que la simple
fidelidad tradicional.
La impresión general que se deriva de este capitular es que Carlomagno busca sustituir
los deberes debidos a la persona del príncipe por obligaciones referidas a la causa que
él mismo sirve. Con el retorno del Imperio se tiene la impresión que se opera un
renacimiento de la noción de Estado.
En ese mismo año, Carlomagno convoca otra gran asamblea compuesta de altos funcionarios
laicos y eclesiásticos y propone la restauración, la enmienda y los complementos de la
legislación civil vigente, y sugiere un mejor conocimiento de los cánones del Concilio y
de los decretos papales, como así también la regla de San Benito para los monjes y
aporta, igualmente, correcciones a las leyes del reino con una serie de capitulares y
agregados a ciertas leyes nacionales. Todo esto constituía una innovación importante,
pues se reveía el derecho antiguo, considerado sagrado e intocable y se elaboraba un gran
número de reformas al derecho de sus pueblos.
Como Justiniano, el nuevo emperador ha hecho un esfuerzo enorme para fijar el derecho
eclesiástico y secular del Imperio.
Al mismo tiempo, trató de promover el triunfo de los principios cristianos en el juego de
las instituciones y en la vida cotidiana. El tono de los capitulares se hace más
patético hasta asumir el carácter de verdadero sermón. El principio que debe presidir y
animar la vida social es la paz -este tema reaparece continuamente-, la paz hecha de
concordia perfecta entre los engranajes del organismo social; paz entre grandes y
pequeños, paz entre los grandes, paz garantizada por la Iglesia. Este ideal constituyó
una lenta transformación del contenido de la noción de función pública. Concepto
importante, afirmado por una élite de intelectuales. Pero, a pesar de las prédicas
imperiales, el desorden, la corrupción, la violencia, lejos de ser alejados, se
desarrollan de un modo inquietante en ese inmenso cuerpo que fue el Imperio franco.
Bizancio consideró la creación de un emperador, por obra del Papa -en Occidente-, como
un acto de rebelión a la autoridad legal. Carlomagno, al conocer la situación, trató de
resolver el problema planteado por su coronación. Debió descartar la guerra cómo
solución de la controversia, y se vio obligado a recurrir a la negociación. Por su
parte, Irene se inclinó igualmente hacia la diplomacia. Se llegó a sugerir un matrimonio
entre ella y Carlos, pero el proyecto no se realizó: una revolución de palacio depuso a
Irene y Nicéforo I tentó también la negociación, con el propósito de esbozar luego un
proyecto de tratado.
La tensión provocó entonces la guerra, en el plano religioso como en el plano militar. A
un mismo tiempo, Carlos arregla su sucesión: sus tres hijos ya consagrados, son
asociados, aún en vida suya, al reino y al Imperio.
Mientras tanto el sucesor de Nicéforo, Miguel I Rangabe, obligado por dificultades
externas e internas, se apresura a concluir la paz con Carlos y le reconoce el título
imperial a cambio del abandono de Venecia y Dalmacia. Satisfacción no pequeña, para el
amor propio de Carlomagno.
En el año 813, ante la muerte de sus hijos, arregla nuevamente la sucesión en provecho
del menor, el rey Ludovico. Con este propósito convoca una asamblea general en
Aquisgrán, que por aclamación total lo hace partícipe del poder imperial. La
coronación tiene lugar en la Capilla de Aquisgrán, con aclamación general. Roma no es
más el centro del Imperio, con ventaja para Aquisgrán y los francos. Pero el Imperio
permanece fundamentalmente como un Imperio Cristiano.
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