CARLOMAGNO Y SU EJERCITO
El ejército fue objeto de su constante
preocupación; de todas las instituciones que heredó, fue en este ámbito donde introdujo
el mayor número de reformas durante su reinado.
Así lo testimonian numerosos capitulares. Su acción en este campo puede calificarse de
original, pues es el primer príncipe que ha dejado reglamentos sobre la composición y
organización del ejército. Una vez decidida una guerra, Carlomagno redactaba un acta en
forma de capitular, donde fijaba lugar y hora de la reunión y el número hombres
convocados. Este documento, trasmitido a condes, obispos, abades, era llevado a
conocimiento de los interesados. En tiempo de paz el ejército no existía, excepto la
reducida compañía de guardias de cuerpo que rodeaban a su persona, y algunos soldados
instalados en las fortalezas situadas en los países enemigos que era necesario ocupar.
Únicamente el clero fue dispensado del servicio militar, así como de combate;
resolución tomada desde el primer capitular conocido del tiempo de Carlomagno.
Pero obispos y sacerdotes pueden unirse al ejército "para cumplir con su ministerio
divino", es decir, celebrar la misa y llevar las reliquias, y hemos visto como
Carlomagno se servía de ellos en las empresas de guerra y de conquista. Pero si todos
están obligados al servicio de las armas, Carlomagno, con inteligente prudencia no
convoca nunca más que el número de guerreros necesarios para la expedición proyectada y
los elige en la zona vecina al teatro de las operaciones, lo que le otorga una ventaja
grande en rapidez y economía. Los cronistas, en cambio, evocan al rey haciendo la guerra
con todo el ejército de Francia. Carlomagno no se contentaba sólo con disponer las
cosas, sino que vigilaba la estricta ejecución del reclutamiento: día y lugar de la
reunión, víveres, armas y vestuario para tres meses, sanciones en caso de retardo
(privación de la carne y el vino) o falta de respuesta al llamado (multa). Algunos
funcionarios son los encargados de cobrar las multas "sin tener en cuenta ni la
persona, ni las amenazas o lisonjas". El rey es despiadado en caso de deserción,
verdadera y propia, reconociendo en ello un crimen de lesa majestad que debe ser castigado
"según una antigua costumbre", con la pena de muerte y la confiscación de
bienes. En una carta a Fulrad, abad de San Quintín, resume en pocas palabras sus
instrucciones: "Vendrás con tus hombres al lugar indicado, porque desde allí te
enviaremos la orden de marcha. Debes traerlos pertrechados, vale decir con armas,
instrumentos, víveres y vestuario, en fin todo lo que es útil en la guerra. Cada uno de
tus caballeros debe tener escudo, lanza, espada y daga, arco, carcaj y flechas. Cada uno
de tus carros debe contener hachas, segures (hachas grandes), cuerdas de tripa y azadas de
hierro y todos los demás arneses necesarios para combatir al enemigo. Que los utensilios
y víveres puedan durar tres meses, que las armas y vestuarios sean en cantidad suficiente
como para seis meses. Si te ordenamos todo esto, es para que lo hagas cumplir y llegues
tranquilo al lugar que nosotros te indicamos; también para que a o largo del camino no
debas ocuparte de otra cosa que de la hierba, de la leña y del agua que tendrás
necesidad."
Para recompensar todo esto, Carlomagno cree necesario colocar bajo la tutela del Estado
los bienes del soldado que ha partido para la guerra; el malhechor que atenta contra la
esposa o su casa será encarcelado hasta su regreso y muy severamente castigado. Se
preocupa por la organización de la intendencia militar: reglamenta la adquisición, el
tráfico y el transporte de los víveres, de las armas, del vestuario. En esa forma, y en
el momento necesario, está seguro de disponer de un ejército bien equipado,
abundantemente nutrido. Como todo lo ha dispuesto por medio de actas en forma de
capitulares, el día de reunión se complace en pasar revista a sus guerreros. Y la
columna se encamina, ordenada y pintoresca, seguida de una larga fila de carros tirados
por caballos o por bueyes, sobre los cuales se amontonan provisiones y municiones, al son
de trompetas y de un canto militar, una especie de melodía compuesta por Alcuino, a
pedido del Emperador, para "atemperar, con la suavidad de sus notas, la fiereza de
los ánimos".
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