Napoleón Bonaparte

 

EL "CONDOTTIERO"

Aniquilar a los piamonteses en el curso de una semana no fue difícil. El rey de Cerdeña se vio separado de sus aliados y amenazado por el general francés, en caso de prestar oídos al partido patriótico italiano. Para evitar estas consecuencias, el 28 de abril se adhirió al frágil armisticio de Cherasco; Bonaparte -y esto debe servir de reflexión- dejó que sus amigos se perdieran en aras de las operaciones. Después de una nueva y fulminante victoria sobre los austríacos entró en Milán.
El "condottiero" no se detuvo del todo en la carta de la sorpresa. Y puesto que la "clave" del dominio de los Habsburgo, sobre Italia era Mantua, se concentró pacientemente en el asedio de la ciudad. Puso en fuga a los refuerzos que estaban llegando o los aniquiló, cercándolos. Su gloria brilló claramente en Castiglione, mientras que en Bassano tuvo un momento de eclipse que las victorias de Arcole debían muy pronto disipar. Sin embargo, sólo en el nuevo año de 1794, el 14 de enero, las últimas fuerzas del enemigo fueron derrotadas en Rívoli. La fortaleza lacustre se rindió y Bonaparte se encontró con las manos libres.
Una incursión a través de Emilia obliga al Papa a establecer acuerdos y el 19 de febrero la paz de Tolentino costó las Legaciones al Estado de la Iglesia. Aún no se había secado la tinta sobre el papel, cuando Bonaparte, desligándose del archiduque Carlos en el río Tagliamento, con una marcha forzada a través de los Alpes se lanzó hacia Semmering, el valle que lleva a la capital austríaca. En Loeben llevó a cabo negociaciones preliminares de paz, que quiebran la primera coalición contra la Revolución.
El general comandaba soldados que defendían sus propiedades rurales liberadas y, conscientemente orgullosos del progreso de la patria, se sentían superiores a los mercenarios; ni oprimidos ni siervos de la gleba que acechan la ocasión de huir, sino ciudadanos conscientes que el jefe, en el campo de batalla, puede disponer a su antojo, en cuadros, o prolongar en sutiles cadenas de fusileros. Los mismos soldados lo liberaban de la dependencia propia del sistema de almacenaje, y sus subalternos, llenos de iniciativas, penetraban intrépidos en las líneas de enlace a espaldas de los enemigos. Su mejor general era la Marsellesa. Bonaparte utilizaba los elementos de éxito nacidos de la revolución, sólo para sintetizarlos y explotarlos con infalible consecuencia.
A propósito de este "solamente", se requería -por más que Ferrero lo ponga en duda- un cerebro verdaderamente excepcional; un cerebro que no poseía ningún otro: formidable precisión para evaluar las situaciones, en la elección de los medios y del momento justo. La mira debía ser alta, y él excitaba los ánimos para alcanzar cada vez más altas metas, con órdenes del día hábilmente dosificadas: victoria para la paz y para los ideales de la revolución, ¡gloria y botin!
Se encarnaba en Bonaparte la unidad de conducta de la guerra y de la política. Sin fijarse itinerario alguno, comenzó a seguir su estrella. Para esto, arriesgó el todo por el todo. Puso en juego su vida sobre el puente de Arcole -y no es una fábula-, como puso en juego su carrera en su marcha forzada hacia el Danubio. Si la corte de Viena hubiera tenido nervios firmes, la participación extraordinaria de Napoleón en la historia grande podía haber concluido en el año 1797 con la rendición. Pero Bonaparte calculó que sus rayos sobre la cabeza del enemigo, habrían de paralizar su pensamiento: su triunfo no fue fruto del azar.
El "pequeño cabo" sin miedo, pronto al humor, frugal y resistente a la fatiga, estaba enteramente consagrado a sus tropas: un "romano", novel esposo de buenas costumbres e inverosímil fisonomista, preocupado por sus "soldados gruñones" desde las medias a la cera de las orejas, en tanto no tuviera que emplearlos en la batalla. Durante largas horas se atormentaba frente a las cartas topográficas, trabajando noches enteras. Cuando llegaba, al limite de la fatiga, la batalla se perfilaba en forma clara y neta en su mente, y después de cinco horas de sueño se presentaba ante sus oficiales. Éstos veían como si se disparara un mecanismo de relojería, y cuando éste sonaba, era la victoria. Irradiaba una especie de fluido en torno de él, que fue de gran importancia y le ayudó a edificar el futuro. Lo habían enviado a restablecer un frente y a reducir sus gastos; él, en cambio, encontró el modo de que fuera Italia la que mantuviera al ejército y además despachó cajones de ducados a la Babel hambrienta de dinero: publicidad formidable a favor suyo. Despojó iglesias y museos; las obras maestras del arte figuraron en los tratados de paz como reparaciones de guerra, y esos estupendos trofeos -por lo demás, la cosa había comenzado en Bélgica y Holanda en 1793-1795- convirtieron al Louvre en la metrópoli universal de la pintura.
Sus increíbles éxitos engendraron la desconfianza del Directorio y de los generales rivales. No siempre esperaba Bonaparte las órdenes superiores; algunas veces hacía directamente lo contrario, y con más frecuencia obraba antes de recibir las órdenes, para "rendir cuentas" después, e informar sobre las ventajas obtenidas. Sin embargo, no puede decirse que fuera impertinente: a lo sumo podía presentar su renuncia, aunque sabiendo de antemano que nadie se habría atrevido a matar la gallina de los huevos de oro.
Los últimos jacobinos franceses e italianos se hallaban divididos entre opuestos sentimientos. Para muchos, el ejército de Italia era el último refugio. Si el general los plantaba en seco, tenía a mano una justificación: hábiles solamente para la charla, mientras que él necesitaba auténticos sostenedores. El discurso de Ranza sobre la unidad nacional, la fundación de la Cispadana y un concurso abierto por Napoleón para encontrar la mejor forma de organización del Estado, que fue ganado por el "cura de izquierda" Melquior Gioja, vigorizaron las perspectivas italianas. El "condottiero", con su corte en Mombello, se preparaba tal vez -para bien o para mal- para la función de pro cónsul.
Quizás fuera una situación provisoria, pero Hugo Foscolo lo aclamó demasiado rápido como un liberador: en cambio, negó su apoyo a las clases populares venecianas y decretó, "la República de San Marcos ha cesado de existir", porque tenía necesidad de ello para una transacción. Mientras en Génova se proclamaba la República Ligur y en Milán la República Cisalpina, la paz de Campoformio del 17 de octubre de 1797 (firmada realmente en Passeriano), asignaba la venerada laguna a los Habsburgo a título de compensación.
En diciembre regresó a París. Frenéticamente agasajado, fue, en cambio, modesta la recompensa por lo que había hecho: un asiento en el Instituto de Francia. Se declaró cansado y disgustado de los hombres; pero perdonó a Josefina sus escapaditas.

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