Napoleón Bonaparte

 

LAS MIL Y UNA NOCHES

El gobierno ofreció al hombre del momento, que incluso desocupado constituía un problema, la ocasión para poner a prueba su habilidad diplomática en el congreso de Rastatt, donde el "Imperio" debía tratar la paz y avenirse a ceder a Francia la orilla izquierda del Rin. Bonaparte, después de haber adoptado por algún tiempo ciertas poses para despertar sensación, no estaba dispuesto a gastar las municiones en ese cenagal de venalidad. Su sano instinto le aconsejaba derrotar al enemigo principal: Inglaterra, a través de Egipto.

No era un absurdo, como juzgan hoy algunos autores. La república misma había considerado con anterioridad un proyecto de ese género. Bonaparte había "verificado" en Italia las distancias con el Oriente, y había hecho tomar Corfú y Cefalonia. El sultán Tippu de Missore entró en la alianza. Se establecieron acuerdos sobre el trono de Persia y con el pashá de Janina, Alí. El jacobino griego Rhigas estaba por reunirse con Bonaparte cuando fue capturado por esbirros austríacos y consignado a los turcos que lo ahorcaron en Belgrado en 1798. ¿Soñaba acaso Bonaparte con un fabuloso Gran Imperio? Él se refirió, aunque sin aclararlas nunca, a sus verdaderas intenciones: pero esperaba hasta saber cómo y cuándo podía favorecerle una victoria. No se resignaba a quedarse con las manos quietas ni a limitarse a las intrigas. Para hacer estas cosas, había otros mejor dotados que él. Napoleón, para sí, necesitaba todo un ejército, difícilmente reclutable en un período de paz general; y el Directorio se lo facilitó con satisfacción: un punto de apoyo en el Nilo habría presionado sobre las posiciones de Inglaterra en la India, y bloqueado su potencia marítima. De esta manera, al secundar sus deseos, se liberaba de ese inoportuno.

Un juego de azar mucho más descabellado que el de las montañas de Estiria: sólo bastaba que Nelson, que se había embarcado en mayo de 1798, interviniera en la expedición y adiós sueños. Pero el futuro amante de lady Hamilton lo buscaba en lugar equivocado. Mientras tanto Bonaparte ocupó Malta -donde destronó la venerable Orden de los Caballeros- desembarcó en Alejandría y desbarató la caballería de los mamelucos en Giza, en tanto que de lo alto de las pirámides, "cuarenta siglos contemplaban a los franceses". Pero ocurrió lo que tenía que ocurrir: cuándo el almirante británico supo donde se habían detenido, destruyó sus naves frente a Abikur e interceptó al "renovador del Egipto" el camino del retorno.

La India se desplazaba entonces, hacia una inalcanzable lejanía, y Tippu cae en la defensa de su capital, Seringapatam. Bonaparte rompe las cadenas del medioevo oriental, despierta a los egiptólogas, se lleva un obelisco al Sena y valoriza elementos estilísticos de las construcciones faraónicas. Cabalga un dromedario, corteja a la mujer de un soldado, lee Werther, y exalta astutamente al profeta Mahoma. Parte hacia Siria en campaña contra los turcos y por ocho veces intenta conquistar con arma blanca a San Juan de Acre después que "John Bull" le capturó las piezas de artillería: locura suicida, que le lleva a una humillante retirada en mayo de 1799, y que denuncia el límite de sus posibilidades. Pero él no escatima esfuerzo alguno; desafiando a la muerte, toca con finalidad exhibicionista a sus enfermos de peste en el hospital de Jafa y sobrevive.
Los ingleses, al igual que los "managers" de París, lo ven gustosos lejos de Francia, y el comodoro Sidney Smith le procura por añadidura noticias sobre Europa. El Directorio había ido demasiado lejos deportando en 1798 a Pío VI, que no pedía otra cosa que morir en Roma: "Moriréis en todas partes". En Nápoles, que les ha demostrado su solidaridad, los franceses entraron en enero de 1799. En el otro extremo, los suizos, con el patrocinio de París, han derribado su confederación transformándola en una "República helvético" centralizada, con la hipoteca de tropas francesas en el país. En consecuencia, la actitud de Austria se ha endurecido; Inglaterra ha dado sus redobles de tambor y el zar Pablo, preocupado por sus intereses en Oriente, adhiere a una "segunda coalición". En graves circunstancias concomitantes -asesinato de embajadores franceses en manos de húsares austríacos-, Francisco II reanuda la guerra en marzo de 1799 con el apoyo de un ejército ruso al mando de Suvorov, que hace tambalear el dominio francés en Italia.

Las elecciones de abril en Francia provocaron conmoción. Los patriotas jacobinos volvieron a levantar cabeza una vez más, obteniendo enérgicas medidas. La situación militar, mientras tanto, se apaciguaba. Bonaparte no había perdido tiempo sin embargo, eludiendo nuevamente la vigilancia, había desembarcado en San Rafael el 9 de octubre y se apresuraba a marchar hacia París. Aquí los elaboradores de planes trabajaban vertiginosamente. Declarar a la patria en peligro significaba poner diques a un retorno a la democracia, y por otra parte, soltar las riendas favorecía la conquista del poder por parte de una combinación de moderados y de chuanes**. El Directorio corrompido no tenia ya, ni la fuerza ni la autoridad para desenredarse de los temidos extremismos. En el sector de la izquierda, nadie se dejaba engañar con la trampa del ciudadano, superior al burgués, que se burlaba de todo. El centro, desprovisto de apoyo, acechaba la llegada de un ejecutor de la justicia, capaz de cortar con su espada el nudo gordiano: operación siempre delicada. Pero aun cuando fuera un militar -y hasta la oposición hubiera aceptado también esta operación-, debía tratarse de uno que fuera demasiado ambicioso para tener que compartirlo con los Borbones. Casualmente, el "general Vendimiario" consideraba de su interés inclinar sus preferencias por la República antes que por el rey Luis XVIII.

Bonaparte no fue simplemente "hecho". No bien advirtió que un partido lo esperaba para "poner orden", -extendió sus antenas en busca de charreteras oficiales, senadores y diputados, jacobinos y representantes de las finanzas. De acuerdo con éstos, organizó el golpe del 18 Brumario (9 de noviembre de 1799) y llevó a cabo el juego preparado por él mismo -uno y otro, por otra parte como aficionado. El Directorio -comprendidos Barras que esta vez cayó en sus propias redes, Siéyés que, vuelto a la política, pretendía ser para Bonaparte otro mentor y Carnot que pese a tener de él altísima estima como profesional, lo recelaba, lleno de presentimientos en política-, desapareció de la escena frente al joven (30 años), primero de los tres cónsules de la República Francesa.

** Guerrilleros contrarrevolucionarios realistas del oeste de Francia.

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