EL CÓNSUL
El pincel de David preludiaba en 1788 con El juramento de
los Horacios la unificación de los Estados; en 1799 sus Sabinas conjuraban a los partidos
a suspender sus discrepancias: pero, ¿quién hubiera querido vivir ininterrumpidamente en
un estado transitorio de desorden? Los electores habían fracasado en el sentido que
pretendían los notables republicanos, y cada año tenían que ser "reeducados".
Las últimas convulsiones habían demostrado que por debajo de las cenizas aún incubaba
el fuego; bandas de salteadores turbaban la paz de las aldeas; a la guerra marítima y
colonial se agregaba la reanudación de las hostilidades en el continente; la renta estaba
muy por debajo de los valores nominales: no era así como el dorado millón se había
imaginado la liquidación del feudalismo y del poder arbitrario. Diez años después de la
toma de la Bastilla, se manifestaban exigencias de mercados y cambios seguros para el
futuro.
Una alta clase media no ha llevado nunca a buen puerto sus revoluciones tan solo con sus
propias fuerzas. Si ha necesitado del "filósofo" que hiciera de anunciador y
guía, de los campesinos y artesanos que sirvieran de ariete para afirmar -contra éstos-
el propio régimen, ha tenido que recurrir a otros compromisos: con los residuos del
antiguo poder -junto a la nobleza y a la dinastía en Inglaterra en 1688, sin ellas en
América en 1776-, o con una buena espada. Ésta se llamaba en 1799: Bonaparte. La astucia
hegeliana de la razón histórica se sirvió de él. Si no se hubiera encontrado presente,
hubiera tenido que inventarlo. Si alguno de los directores de la política habían
esperado encontrar un instrumento que pudiera liquidarse con el honor del más alto de los
cargos, se engañaba por completo. Bonaparte los superó a todos, junto con su
constitución prefabricada, imprimiéndoles el sello de su personalidad y su ambición.
Su programa tenía el valor de la simplicidad: basta con los mil y un disfraces del
espíritu de facción "¡Únanse a la masa del pueblo francés!". Ofreció ser
para todos: pero quien le presentara oposición tenía que hacer frente a sus bayonetas
caladas.
Aparte ciertos rivales envidiosos, a quienes sin embargo el Primer Cónsul tendía puentes
de oro, se sentía seguro del ejército. Para éste no era tan sólo el conductor
admirado, sino también quien le garantizaba su rango en el Estado y en la sociedad. La
tropa era para él el esqueleto del todo, pero nadie mejor que Bonaparte sabía que
"un gobierno no se funda en la punta de las bayonetas". Estaba muy lejos de la
dictadura de una única casta profesional y no subestimaba en modo alguno la
"Intendencia". Su capacidad para captar el nudo de una cuestión y descubrir con
decisión su interés era provechosa tanto para el legislador como para el administrador.
Conservaba útiles apoyos, si le significaban ventajas. A cambio de la concesión de
ventajas se hacía confiar la representación de su participación política: así era, en
líneas generales, su maquiavelismo, que se jactaba de impedir la acumulación de
instrumentos de poder en manos de "grupos de presión", que contraponía entre
sí para neutralizarlos después recíprocamente.
Bonaparte trató de atemorizar a los especuladores y, a título de advertencia, encarceló
al "jefe" de los mismos, Ouvrard. Dentro de la burguesía de los negocios
apreciaba -con Saint Simon- a los "productores". Favoreció mucho la producción
de mercancía y la empresa industrial. Garantizó a la actividad agrícola la colocación
de sus productos, protegida en el interior por la estabilidad del país y en el exterior,
por las aduanas. El campesinado, en cambio, le proveía de soldados.
El Consulado mantenía brutalmente en jaque a los proletarios agrícolas y a los
operarios, con la prohibición de asociación y de huelga y con la libreta de trabajo
obligatoria. Los vagabundos eran despachados a la horca con los más fútiles pretextos.
La libertad del pensamiento autónomo no se adaptaba a este sistema, que quería ser un
mecanismo de relojería, aunque con larga cuerda y con suficiente facilidad para el juego.
Ni siquiera la intrepidez ideal convenía a Bonaparte, que había leído mucho, pero no
era culto y lo confundían las contiendas de la lengua y de la pluma. Sospechaba el
peligro por el lado de los "metafísicos", en tanto que se las arreglaba mucho
mejor con los científicos -Lalande, Laplace- quienes se conformaban con decir herejías
acerca del universo.
A los que esperaba tener como colaboradores, les concedía el perdón general sin
prejuicios por sus pecados de juventud, ya fueran de izquierda o de derecha: al desertor
Lafayette y al "organizador de la victoria" Carnot; a Talleyrand, miembro de la
Constituyente, y a Fouché, miembro de la Convención; al girondino François de
Neufchäteau y al montañés Jeanbon St. André, -al pederasta Cambacérès y al
"maestro de cortesía" Caulaincourt. Rehabilitó a los emigrados antes aún que
a los jacobinos; amnistió a Buonarroti, es cierto, aunque nunca de hecho. Los realistas
eran capaces de arrastrarse hasta lo inicuo con tal de recuperar la posesión de sus
bienes y rentas, o bien se comportaban de esa manera para poner un pie dentro del
régimen.
¿No existía, pues, una clara línea de clase? Parece que sí: y de ahí el agotamiento
de la clase dominante -económica y socialmente-, con la centralización política
mediante un ejecutivo de gran eficiencia, que proviniera del victorioso ejército de la
revolución y se elevara, por eso, por encima de las facciones particulares de la
burguesía y al cual se le podían tolerar las veleidades subjetivas, con tal que
cumpliera sus funciones objetivas.
El Primer Cónsul: "Hemos terminado el romance de la revolución; debemos comenzar la
historia y ver lo que hay de real y posible en la aplicación de los principios". Y
comenzó con un anticipo obtenido de la alta finanza. Como contrapartida, fundó el 18 de
enero de 1800, el Banco de Francia. La administración simplificada de los impuestos
aseguró el pago rápido de los tributos. Mediante una ley dictada el 17 de febrero, creó
el sistema administrativo de los prefectos, subprefectos y síndicos. Abolió la libre
elección de los magistrados e incorporó la justicia al aparato burocrático. Intervino
con conocimiento de causa en los debates sobre el código civil: un trabajo serio que
sólo terminó el 27 de marzo de 1804 y que constituyó acaso la más pura abstracción
del "espíritu de los tiempos" bajo el consulado: "igualdad" frente a
la ley, "libertad" de la persona, pero sobre todo de la propiedad,
"absoluta, sin limitaciones ni controles"; determinación de la patria potestad,
sometida a la curaduría de la mujer. La prohibición de toda verificación de paternidad,
¿significaba para ella un premio consuelo, o bien consolidaba sólo formalmente a la
familia burguesa? El divorcio y la división de la herencia permanecieron como
adquisiciones de la revolución, junto con la celebración del matrimonio civil, el
registro de los nacimientos y de las muertes conservados por el estado laico. El contrato
de trabajo fue equiparado a un alquiler de cosas, en interés del patrón en sus
relaciones con el asalariado: clara expresión jurídica de las reales relaciones de
producción que corresponden al estado de las fuerzas productivas, al desarrollo de un
joven ordenamiento social-capitalista; en una palabra, el más admirable, el más moderno
código del mundo.
¿Fue solamente papel, hasta que quedó la guerra como suprema norma? Fue éste
precisamente uno de los motivos por los cuales los brumarienses nada pudieron hacer a
menos de la "espada". De aquí el papel excepcional y la efectiva popularidad de
un ejército del que dependía la existencia de la República. Para defender la
revolución (no debe olvidarse la afirmación del joven Marx de que ésta representó para
la burguesía un verdadero triunfo) de la competencia británica y de la Europa feudal,
para alcanzar la paz y al mismo tiempo conservar las anexiones, no hacía falta un
pacifista, sino un Robespierre a caballo. Sin olvidarse de esto, el Primer Cónsul buscaba
una solución y la entrevió de nuevo en Italia, porque los austríacos habían
concentrado allí desde el principio el grueso de sus fuerzas en posiciones avanzadas.
Traspuesto el monte San Bernardo, los tomó por la espalda, y la primera victoria de
Marengo, obtenida a última hora gracias a Desaix (13 de junio de 1800), resolvió la
ecuación. El golpe igualmente brillante asestado por Moreau sobre Hohenlinden completó
el cuadro al finalizar el año: el emperador Francisco se rindió y firmó en 1801 la paz
de Lunéville esta vez también para el "Imperio".
Bonaparte demostró un buen golpe de ojo. Restituyó las conquistas "ilegales"
de 1798-1799, Roma y Nápoles; dejó las islas Jonias a Rusia, aunque le costara una
desilusión; el zar Pablo, irritado por las bombas austro-británicas contra las bases
rusas del Mediterráneo, no sólo se retiró bruscamente de la coalición, sino que
favoreció abiertamente los proyectos de Bonaparte en Oriente. Los franceses todavía
estaban en Suez, y una tenaza ruso-francesa contra la India preocupaba tanto a los
militares como a los diplomáticos. Esto tuvo su fin cuando el déspota de todas las
Rusias, cayó víctima de una conjuración de palacio. El zar Alejandro I eligió la
neutralidad y las tropas de Bonaparte en Egipto tuvieron que rendirse a los ingleses.
Se imponía una paz de compromiso. También la monarquía insular se agotaba en un
aislamiento nada "espléndido", y después de haber negociado tenazmente
concluyó el 25 de febrero de 1802 la paz de Amiens. Mantuvo algunas colonias y restituyó
la mayor parte de las holandesas, francesas y españolas, comprometiéndose a evacuar el
valle del Nilo y Malta que había ocupado en setiembre de 1800. Francia retiraba sus
guarniciones de Italia del sud y ponía fin al boicot del comercio británico: notable
suceso para el Primer Cónsul, que se quitó de encima las dos nulidades políticas que
actuaban como colegas (Cambacérès y Lebrun), y se hizo prorrogar de por vida el cargo
mediante un plebiscito que puso de manifiesto el sincero entusiasmo de Francia hacia el
portador de la paz.
A esta fecha -y no al 18 Brumario- Georges Lefebvre hace remontar el paso del Rubicón por
el "heredero" de la Revolución instalado en las Tullerías, el comienzo de la
evolución hacia una monarquía autocrática y hacia la identificación de la razón de
Estado con una cuestión privada. Lo cual no significa, sin embargo, que tuviera que
subsistir entre ellos una contradicción sobre cada punto. Considérese el Concordato. El
15 de julio de 1801 se logró un acuerdo, firmado el día siguiente pero promulgado
definitivamente por Napoleón sólo el 15 de agosto de 1802, bajo el signo de la ramita de
olivo. Todos los obispos, jurados y refractarios, tuvieron que renunciar: a los nuevos los
nombró el Cónsul, mientras el Papa los instituía de acuerdo con las reglas canónicas.
Se formó así una jerarquía mixta elegida entre todos los "partidos". Se
evitó el altar, y frente al consejo de Estado se expusieron claramente las
consideraciones sociales relativas al hecho: "La religión vincula al cielo con una
idea igualitario que impide que el rico sea masacrado por el pobre". Surgió así la
Iglesia de Estado galicana (iglesia católica francesa), sin el reembolso de los bienes
secuestrados, sin legítimas exenciones ni atribuciones civiles; política y escuelas le
fueron interdictas: en esencia, un clero consolidado y limitado en la revolución
burguesa, consolidada y limitada. El déspota iluminado imprimió su sello con el añadido
unilateral de "artículos orgánicos" que disciplinaban a los funcionarios del
clero, pagados por el Estado, desde el plan de sus estudios en el seminario hasta el
ejercicio de su ministerio: cerrojo contra los curas "francamente demócratas si se
los abandona a ellos mismos".
La oposición, sin base masiva, después del fracaso de una "máquina infernal"
en la calle St. Nicaise en diciembre de 1800, se retiró en una fronda intelectual o
permaneció en la clandestinidad entre los bandidos de Cadoudal. Los resultados hablaban
en favor y no en contra del Consulado. Mientras tanto en el exterior se pensaba en una
tregua, pero no en un "compromiso" con la subversión y sus exponentes. Tanto
peor para Bonaparte si su peso aplastaba a los vecinos, si su "hegemonía"
pendía sobre los tronos como una espada de Damocles. Prisionero de su propio vertiginoso
ascenso, él mismo decía: "Un gobierno como el nuestro necesita, para consolidarse,
deslumbrar y sorprender. Debe ser el primero o sucumbir." Francia debía descontar ya
las consecuencias que derivaban de la debilidad institucional del usurpador. Es indudable:
los perros, en tanto pudieran, habrían perseguido a muerte también una república sin
Bonaparte. De todos modos el Cónsul provocaba, mediante una política de fuerza que
comprometía alternativas, en todo caso de difícil realización. Actuaba en forma
intimidatoria, pretendiendo "establecer el orden" tanto en Europa como en su
propia casa, sin garantizar un statu quo, sino aprovechando la ocasión para cosechar
premios fácilmente conquistables (al grito de: ¡la bolsa o la vidas).
No le bastó revelar -al rebautizar la República Cisalpina con el nombre de República
Italiana, en enero de 1802- una idea incómoda o bien un apetito igualmente incómodo; la
asoció a Francia mediante una unión personal y real. Anexó Parma, Elba y Piamonte;
extendió su dominio sobre Luca y sobre "Etruria"; el "Acta de
Mediación" del 19 de febrero de 1803 hizo añicos la República Helvética de 1798,
sobre los elementos democráticos de la cual Pestalozzi, el más ilustre pedagogo del
mundo, había depositado todas sus esperanzas. Una oligarquía, cantonal restaurada, unió
Suiza directamente con Francia, envolviendo al poder central, que debía garantizar tan
solo a un contingente militar auxiliar: una alianza de liebres con la zorra. En Alemania,
el "Comité central de la diputación del Imperio" amontonó en un curioso
mosaico unos cuantos países y amplió los Estados centrales con exclusión de Prusia,
obligándose ante el dispensador de despojos, Bonaparte (25 de febrero de 1803).
Inglaterra interrumpió la ejecución de las cláusulas del tratado. ¿No habría
procedido mejor Bonaparte ignorando elegantemente el hecho, dado que él también se
había manchado con la misma culpa? El cuñado Leclerc atrajo a una vil emboscada en
Haití al gran jefe negro Toussaint L'Ouverture; los insurrectos parecieron someterse y
así fue restablecida la esclavitud. La desembocadura del Misisipí, cedida por España en
1797, autorizaba a aventuras coloniales: el Cónsul quiso anexar las posesiones holandesas
a las francesas. Brune negociaba tratativas en Constantinopla para restablecer la
tradicional amistad, Sebastiani inspeccionaba Siria y Egipto. Pero, ¿bastaban cinco
míseras factorías en el Dekan para "establecer comandos supremos en la India"?
¿Por qué, razón las tarifas aduaneras del "año XI" (1803) gravaban,
ostensiblemente las mercancías coloniales y el algodón con tasas prohibitivas?
Bonaparte dedicó enérgicos cuidados a la defensa del más débil sistema económico
francés, a la preparación de un "proyecto para la construcción de caminos y
canales", a la reconstrucción de su industria manufacturera y al balance de pagos.
Situado entre los intereses de la burguesía francesa, y los de la británica, optó
naturalmente por los primeros. Pero si la paz había de costarle a Inglaterra más que la
guerra que, por lo demás le permitía paralizar el comercio marítimo y la navegación de
Francia, la misma era también perjudicial para todos aquellos que en la isla
"llevaban sombrero en la cabeza". Fue entonces que, después de un inútil
intercambio de notas, el 20 de mayo de 1803 estalló nuevamente la guerra. A Bonaparte no
se le había escapado, cuando vendió la Luisiana a los Estados Unidos, que esa tierra no
podía ser defendida, y Haití, sin interpelación alguna, se separó de nuevo de Francia
en 1804.
El curso de la guerra restableció todo en el punto de partida. El pesimismo de Jacques
Roux, según el cual a Francia le esperaban quizás "veinte años de guerra",
había sido burlado el 25 de junio de 1793, pero Bonaparte hizo sus cálculos a largo
plazo, de igual modo que el "predicador de los sans-culottes". Estos no le
agradaban, pero venían al encuentro de algunas de sus aspiraciones. Un ejército como el
suyo debía emplearse para cubrir los puntos descoloridos del bien público, las
limitaciones de la libertad y los déficit sociales. Los triunfos tenían que rejuvenecer,
de tanto en tanto su prestigio.
La amenaza a la nación proveía argumentos para consolidar ulteriormente el poder
supremo. En efecto, ¿qué es lo que hubiera ocurrido si Bonaparte hubiera caído, en una
batalla o víctima de un asesinato por parte de los realistas, que Cadoudal tramaba con el
oro británico y para cuya ejecución logró adherir a su plan a los generales Pichegru y
Moreau? ¿Se estaba de nuevo en la búsqueda de una institución?
Fouché desbarató el complot y aconsejó, junto con Talleyrand, raptar del otro lado de
la frontera al duque de Enghien, cuya complicidad, por lo demás, se dedujo por un
malentendido. Éste fue fusilado, lo mismo que después de él, lo fue el legendario
"chuan" Cadoudal, en medio del horror de los realistas, pero con el consenso de
los "antiguos terroristas". La conjuración violenta cesó durante muchos años.
Por el contrario, semejante precedente aceleró la constitución de un vértice político
"definitivo", es decir, de una dignidad imperial que consintiera negar la
continuidad con los "reyes de Francia" y que uniera su cualidad superior con la
pretensión de dominar a Occidente.
Carnot se opuso dignamente: el dominio de un solo hombre no podía garantizar estabilidad
y tranquilidad, ni habría sido justa recompensa para un burgués que restablecía la
libertad política, el sacrificio de esa misma libertad.
Semejantes voces tenían su peso, pero no contaban. La "Constitución del año
XII" fue aprobada mediante un nuevo plebiscito de tres millones y medio de electores
contra tres mil: el 2 de diciembre de 1804 Napoleón I ciñó con sus propias manos la
corona en Nôtre-Dame, en presencia del Papa.
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