EL EMPERADOR
El título imperial, como lógica culminación de una
carrera, había brotado no de teoremas, sino de la misma fuerza de las cosas. ¿Hacia que
otra conclusión hubiera podido llegarse a largo plazo, según la idea de Napoleón, con
él y Francia en pareja? Las palabras dirigidas a su hermano José: "¡Si nuestro
padre pudiera vernos ahora!", revelan mucho menos al arribista que al amor filial, de
parentesco, que transfigura la imagen de quien ha muerto prematuramente y que no logra
abrir brecha en el corazón de una madre dura y escéptica. Ella no asistió ni siquiera
una vez al espectáculo. Aceptado por muchos, aunque sin entusiasmo, como prenda para
disfrutar de la victoria, representa para algunos una ulterior barrera antiborbónica: un
emperador de los burgueses, de los campesinos y de los soldados. A pesar de que es
denigrado por los soberanos de Europa como profanador del trono -desgraciadamente
incontrastado-, la monarquía, sin embargo, se extiende con él: una "dinastía
imperial" que necesita ávidamente de la dote. Una nobleza "imperial" a
crear ex novo junto a la nobleza pasada, ahora rehabilitada; un ceremonial de corte,
tomado en préstamo a Baviera; una orden: la Legión de Honor. Un estilo imperio, por lo
demás no despreciable: el Arco de Triunfo. Mecenismo para los clásicos
"serios" del teatro, "grandioso" material épico en la literatura,
grandes cáscaras en la pintura histórica: ascensión de Horace Vernet. Beethoven retira
la dedicatoria de la Heroica a Bonaparte.
En sus formas, sin embargo, continúa existiendo la República, y François de
Neufchäteau lo reafirma dos veces en su augurio a Napoleón I. La República todavía
mantiene con vida, antes aún de que el calendario revolucionario sea enterrado en 1806,
hasta una "Constitución del año XII". Sus restos, por lo demás, van cayendo
en desuso: el tribunado en 1807, la doble inscripción en las monedas "República
Francesa - Napoleón Emperador" en 1808; los derechos del Cuerpo Legislativo se
marchitan en 1811.
La máquina del Estado, dados los tiempos, funciona tan suavemente como el aceite, desde
la policía secreta hasta "mis prefectos" y "mis obispos", los cuales
debían terminar con el "Catecismo Imperial", por más que éste incluyera entre
sus diez mandamientos, también el de obediencia a Napoleón. Los protestantes y los
hebreos, a quienes el Emperador había garantizado el libre ejercicio de su culto y los
derechos civiles, se mostraban reconocidos y dóciles.
El Imperio pretendía obediencia de súbdito -más que orgullo de hombre- frente al trono
del soberano: debía inclinarse a la derecha, si no quería caer en contradicción consigo
mismo. Fouché habría querido moderar este proceso, pero con gran disgusto de los
liberales y alegría de la fronda realista, le era imposible detenerlo. El régimen
exigía una Europa pacificada, y luego, en última instancia, francesa: "Sólo la
conquista puede mantenerme". Pero de esta manera obligó a los adversarios a armarse
poderosamente hasta que Napoleón no estuviera saciado, cosa que sólo podía ocurrir
sobre sus ruinas; a riesgo de la propia existencia, debían jugar la partida. Por otra
parte, Napoleón podía rechazarlos sólo avanzando. Si en 1804 hubiera pensado en un
compromiso, conformándose con los "confines naturales" y con "repúblicas
afiliadas" transformadas en reinos para sus hermanos (cosa que, por indeciso, no
hizo), ninguna gran potencia lo hubiera aceptado.
Para aniquilar a Inglaterra concentró tropas seleccionadas en Boulogne, el futuro gran
ejército imperial, comprendido el nervio del mismo, su guardia; y las adiestró con
severos ejercicios y con chalupas en previsión de desembarcos. Una fecha para la
invasión había sido prevista en febrero de 1805, teniendo en cuenta las complicadas
operaciones navales que debían arrastrar a la flota inglesa fuera del canal.
Pero una vez llegado el momento, ¿habría osado Napoleón el salto? No perfeccionó su
plan, confiando en la inspiración del momento decisivo. Mientras tanto, Inglaterra
presidía el bautismo de una tercera coalición con Rusia y Austria, a mediados de junio,
antes aún del día fijado. El Emperador tuvo que actuar, levantó su campo y se arrojó a
su primera empresa alemána.
Fue la más brillante de sus campañas. Los austríacos habían descubierto sus cartas sin
esperar que se aproximaran los rusos. Napoleón los batió en Elchingen y los obligó a
rendirse en Ulm. El camino para llegar al corazón de la monarquía danubiana estaba ya
libre, y en el aniversario de su coronación, aniquiló el ejército del zar en
Austerlitz, en Moravia. Francisco II perdió a raíz de la paz de Presburgo, Veneciá en
Italia y el Tirol en Baviera. La "Confederación del Rin", formada por los
príncipes alemanes, pidió el protectorado de Napoleón. El Habsburgo tuvo que deponer
necesariamente la corona del Sagrado Imperio Romano, pasado a otra vida en 1806, y se
retiró a Austría.
Pero un revés turbó ahora la fortuna de Napoleón. El infaltable Nelson había combatido
el 21 de octubre contra una poderosa escuadra franco-española en Trafalgar, y la había
aniquilado. El héroe del mar cayó en la lucha, y Nápoles, que había adherido a la
coalición, fue ocupada como movimiento de respuesta de los franceses, mientras el segundo
heredero borbónico fue expulsado a Sicilia. La batalla de Trafalgar, sin embargo, además
de volver invulnerable a Inglaterra, cerró a Francia los siete mares. Dondequiera hubiera
agua, allí estaban los ingleses, y esto se prolongó durante todo un siglo. Lo que
sirvió para compensar ampliamente Austerlitz.
Por otra parte, la guerra se desarrollaba aún en el continente. Napoleón había seducido
a Prusia con la "cesión" de Hanover, y los Hohenzollem se habían recuperado
con el patrimonio de los nobles. La Confederación del Rin y el fracaso austríaco los
habían vuelto, sin embargo, vacilantes: de improviso sintieron llover encina las órdenes
de París. Sobrevalorando el desfile del cambio de guardia en Potsdam, pactaron con Rusia,
Inglaterra y Suecia una cuarta coalición.
El emperador y Davout, quizás más rápidos aún que el año anterior, los despedazaron
el 14 de octubre de 1806 en la doble batalla de Jena y de Auerstädt. El ejército de
Federico III se disolvió bajo los golpes de sus perseguidores y las fuerzas, presas del
pánico, se rindieron. Federico Guillermo III huyó a Memel bajo la protección del zar
Alejandro, mientras los franceses avanzaban hacia el Vístula, acogidos entusiastamente en
Varsovia por los patriotas polacos.
Todavía quedaban los verdaderos grandes "inasibles". Contra Inglaterra,
Napoleón lanzó desde Berlín, en el mes de noviembre, el "bloqueo
continental": nueva edición de las medidas con que la Convención había tratado ya
de horadar el nervio más sensible del imperio británico, es decir, sus beneficios
comerciales. Con la diferencia de que para el reino insular se avecinaba ahora un peligro:
el Emperador impondrá su ley a toda Europa. Un arma de doble filo, naturalmente: no lo
hubieran seguido con ganas ni siquiera sus satélites, para los cuales aquélla habría
significado una herida en su propia carne.
También Rusia, que representaba siempre una sombra amenazadora, puso en fuga a Napoleón
desde sus cuarteles de invierno, obligándolo a una sanguinaria y por demás incierta
batalla en Eylau en febrero de 1807: ¡un mal presagio sobre la nieve!. Sólo en la
primavera, quiebra a Alejandro en Friedland el 14 de junio.
Se ahorró la continuación de la guerra. El zar tuvo bastante, y un encuentro con
Napoleón le indujo a cambiar de opinión. Éste sugirió, en efecto, un condominio -en
consideración de que no era prudente correr sin tregua en dos direcciones. Un emperador
de Occidente y uno de Oriente: si lograban el acuerdo, se bebían de un trago a Londres, y
para ambos potentados habría habido suficiente botín en Europa. Se repitió así
"la inversión de las coaliciones" de 1800. La paz de Tilsit arrojó a Prusia
más allá del Elba. Napoleón trazó una raya sobre la reconstitución de Polonia y se
limitó a dar un "gran ducado de Varsovia" al rey de Sajonia, miembro de la
Confederación del Rin. Francia y Rusia se hicieron aliadas.
El sol de Bonaparte y el activo de sus acciones se aproximaba al apogeo. ¿Cuál? ¿El de
un imperio carolingio, con la impronta de la burguesía francesa cuya prepotencia mantuvo
prisionero por tiempo indeterminado a su más joven socio oriental y que terminó por
empujar a Albión a la bancarrota? ¿Qué podía ofrecer a los pueblos el conquistador
para mantenerlos dóciles, o para que sintieran el gusto de su nuevo orden?.
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