1812
Si Napoleón hubiera alcanzado el objetivo de paralizar
militar y políticamente al imperio zarista, la potencia marítima habría perdido su
última jugada continental, y el imperio francés hubiera podido considerarse en la meta.
Inglaterra, en su objetivo, apuntó a una "solución final": la caída de
Napoleón. La vastedad del territorio ruso se convirtió al mismo tiempo en la última
esperanza de la reacción feudal internacional y de la resistencia patriótica. Los
desterrados de ambas partes encontraron su refugio en la corte de Petersburgo: Stein,
Clausewitz y Arndt, como De Maistre y Pozzo di Borgo. Scharnhorst en Viena y Moreau en
América, esperaban la hora de su revancha.
Todo el exterior estaba informado a través de miles de canales del malestar reinante en
París. La "Francia de los 70 millones" atravesaba los años difíciles, en
contraste con la pomposa falsedad de su gobierno y del "Moniteur" que este
último controlaba. París contaba a la sazón con 20.000 desocupados. A la crisis de la
industria textil, que sufría la carencia de algodón como consecuencia del bloqueo, se
agregaron las malas cosechas de 1810-1811; el mercado negro sufría por la competencia de
las licencias gubernativas de importación y la desfavorable marcha de los negocios
inmovilizaba el crédito. Un banquero se lamentaba en estos términos: cuando Colonia se
había vuelto francesa contaba con cinco millonarios, y desde entonces, no aumentaron.
Pero el descontento de los burgueses alborotaba cada vez más profundamente; éstos
estaban demasiado desilusionados como para tener confianza en el aventurerismo imperial.
La tutela del rústico artillero podía ser tolerable en tanto abría nuevos mercados. Con
la coyuntura de los armamentos podía vivirse bien durante cierto tiempo; pero, a largo
plazo, terminaban por prevalecer los efectos no sólo fiscales, sino también los
económicos generales de la guerra. ¡Guay al "Omnipotente" si no se hubiera
detenido y si finalmente no hubiera perdido! ¿Pero quién, o qué cosa podía sucederle?
No, por cierto, la República, por él comprometida, y cuyas posibles bases él había
destruido. ¿La oriflama o la bandera con los lirios? De aquí también la vacilación de
los demócratas y su miedo a ponerse contra el Imperio. Éstos, no sin escrúpulos,
optaban por el mal menor. El activo barrio de St. Antoine, duramente maltratado, no
pensaba de manera diversa que el "enojado" Varlet y que los descendientes de
Babeuf.
La población rural se mantuvo, en su mayoría, decididamente inclinada del lado del
Emperador; éste había conservado para ella lo que la Revolución le había dado. Y sin
embargo, ¿cuándo se podía prever el fin de la presión fiscal, de las continuas
conscripciones, de los cientos de millares de hijos caídos? Si un frío razonamiento, por
parte de los campesinos, los hubiera llevado a la conclusión de que, finalmente -después
de tanto tiempo-, nadie tendría la posibilidad de quedarse con su tierra, cualquier cosa
que hubiera ocurrido los habría dejado indiferentes. Pero en la provincia, con la
reciente nobleza imperial y con los nuevos ricos que invertían capitales en las tierras,
junto a las viejas grandes propiedades, ¿no se difundían como hongos, también las
nuevas?
Con la curia pontificia había estallado un conflicto. Fracasó un concilio nacional. Ni
el tío Fesch ni la madre Leticia estaban dispuestos a alinearse contra el jefe supremo de
la Iglesia, y el Papa, por su parte, no podía perdonar la ocupación de Roma. Desterrado
en Savona, y más tarde en Fontainebleau, bloqueó una "emnienda" al Concordato
auspiciado por Napoleón. Éste se lamentó elocuentemente del "italiano huidizo e
intrigante"; era el último en sorprender se si un "compatriota" -en
consideración de la variable, situación mundial- oponía un loco a un loco y medio.
La profundidad de la oposición cultural no debe exagerarse. Incluso vigilada por la
censura, trataba -sembrando dudas asediantes- de hacer sentir su peso político en los
salones y en todas partes: una Germaine de Staël, relegada, evadida del apacible exilio
de Copet y refugiada bajo las alas protectores de Alejandro, como representante de la
monarquía liberal, y un Chateaubriand, como legitimista clerical. Los Caballeros de la
Fe, fanáticos intransigentes, alentaban la esperanza -en ese 1812 como en el año 1792-
de la caída de Francia por obra de la intervención de alguna potencia extranjera:
"Se convirtieron en lacayos para poder seguir siendo tiranos" (Béranger, Canto
de los cosacos). Para los pueblos sobre los cuales pesaba el puño del conquistador, el
peor de los gobiernos nacionales les parecía mejor que ese dominio extranjero que los
explotaba, humillándolos. Los progresistas se dejaban llevar por la esperanza, de
transformar, mediante su participación activa en la obra de liberación, incluso a un mal
gobierno. Contra Napoleón estaban acordes las Cortes liberales que en 1812 proclamaron en
Cádíz su constitución, y el orden español prohibido por los Josefinos. Carbonarios y
cardenales; demócratas ingleses desilusionados y tories; Schlegel, Görres y Gentz con la
super-reacción de los Habsburgos. Cabezas calenturientas de la "liga de la
virtud" con la nobleza inmobiliaria del otro lado del Elba. Kleist destila un odio
ilimitado: "¡Matadlo! ¡El juicio universal no os pedirá cuentas!".
La aspiración del zar, requerido por Inglaterra y los desterrados en el comienzo de las
hostilidades, si bien siempre en la defensiva, no llegaba a ese punto; se alió con
Suecia, que todavía combatía en 1809 y cuyo príncipe hereditario, Bernardotte saldaba
una cuenta con Napoleón -cuenta que también era de carácter personal-, y puso fin, en
mayo de 1812, a una guerra quinquenal contra Turquía, justo a tiempo para disponer
libremente de su ejército del sud. La inmensidad del espacio "devorador de
hombres" debía compensar -no obstante- la persistente inferioridad numérica. El
plan de guerra preveía evitar la batalla y atraer al enemigo hacia el interior del país.
Napoleón tiene el presentimiento del peligro, piensa detenerse en el momento justo, pero
después se deja arrastrar hacia el desastre. En Smolensk, donde por primera vez consigue
comprometer al grueso del ejército enemigo, no han quedado -de una poderosa fuerza- más
que 200.000 hombres. Cuando se llega finalmente a la ansiada batalla de Borodino el 7 de
setiembre, solamente dispone ya de 140.000 hombres, y en Moscú el "vencedor"
entra con sólo 90.000. En este punto, no bien Alejandro rehúsa pactar, ha perdido ya la
guerra. ¿Qué puede hacer en el Kremlin, a 1600 millas de París, sin un preciso objetivo
operativo? Frente al invierno que todo lo envuelve, se siente como en una voluntaria
prisión. La Némesis, después de la inútil premonición sobre el Mur y en el Nilo,
¿salda las cuentas con su "Hybris"?
Después que Napoleón, con el olor en sus narices de las ciudades quemadas, desperdicia
un mes fatal a la espera de que se aceptacen sus ofertas, no le queda más recurso que dar
la señal de retirada -el 19 de octubre- sin seguros caminos de regreso. Pero Kutuzov le
arrebata la iniciativa desviándose de Borodino, juntando refuerzos y cortándole
inexorablemente la marcha hacia el sur. Atacada por las oleadas de asaltos de la
caballería ligera y por los campesinos-guerrilleros a lo largo de los profundos flancos
sin protección, la caída corre hacia la catástrofe. El gran ejército, compuesto en su
mayor parte de meridionales, al comenzar las tempestades de nieve se desmenuza cerca de
los depósitos generalmente destruidos o, saqueados, reduciéndose a un cortejo fúnebre
agotado y desordenado. Españoles, suizos, wurtemburgueses desertan en tropel. Quien no
aguanta más y está agotado, se rinde. Napoleón rompe el cerco en el paso de Beresina, a
costa del sacrificio de sus equipajes y víveres y de su retaguardia. Y, marchando a pie
en medio de la guardia, logra conducir a salvo hasta Vilna sólo unas pocas unidades
intactas. El 5 de diciembre abandona el grueso del ejército, ya inútil, y sobre un
trineo cubierto se marcha precipitadamente a París.
El golpe del general Malet, producido el 23 de octubre, demostró la inestabilidad de la
situación en la ciudad. Con la ayuda de un boletín groseramente falsificado, que
anunciaba la muerte del Emperador, Malet instauró en nombre de Moreau un gobierno
provisional. A nadie se le ocurrió la idea de que existiese "ese diablito del Rey de
Roma". La payasada fracasó pocas horas después -¿casualidad o síntoma?- debido a
la indecisión de Hulin, uno de los que habían participado en la toma de la Bastilla.
¿Cómo podía, un exaltado "deshacer el Imperio" sin resistencia, vejar a los
prefectos y arrestar al propio ministro de policía?.
Francia obedece por el momento al Emperador, pero ya no aguanta más. Después del
desastre que acaba de sufrir, no tiene otra alternativa que enrolar a los 300.000 hombres
de la guardia nacional y a reclutas no entrenados. El tiempo apremia: Kutuzov no se deja
detener por la franja fortificada francesa a lo largo del Oder. El rey de Prusia, que
huyó de Berlín a Silesia, cede ante las presiones del partido patriótico y firma; una
alianza con el zar. En la primavera de 1813 el nuevo ejército prusiano de los
reformadores, baja al campo, al lado del ejército ruso.
Con la batalla de Lützen, Napoleón reconquista Sajonia en mayo, y después de la
victoria de Bautzen rechaza al enemigo hasta más allá de Breslavia. Pero una tregua
concertada por Metternich se traduce en exclusivo beneficio de los preparativos de
Austria. Después del triunfo de Wellington en Victoria -el 26 de junio-, los franceses
pierden España, y el 12 de agosto el suegro de Napoleón entra a formar parte de la
coalición. A pesar de un éxito obtenido en Dresde, el Emperador, después que sus
mariscales fueron batidos en los flancos, se ve amenazado por el cerco que tienden las
tres columnas que avanzan en forma concéntrica sobre Leipzig. Derrotado en la
"batalla de las Naciones" del 16-19 de octubre, deja libre a Alemania. Los
príncipes de la Confederación del Rin se separan de él con la misma facilidad con que
habían formado su alianza. ¡Sálvese quien pueda! También en Nápoles, Murat toma
contactos unilaterales con Gran Bretaña, y Napoleón, ya sin aliados, debe recurrir a los
soldados dados de baja y a los muchachos de diecisiete años. Todavía puede contar con la
coerción: empréstitos forzosos e incautaciones afectan tanto a los burgueses como a los
campesinos. Mientras tanto Inglaterra, por el contrario, inunda el continente con dinero
en efectivo, con productos que escasean y con agentes. Son sus slogans de propaganda:
¡Wellington frente a Tolosa, los austríacos frente a Lyon! Schwarzenberg y Blücher
avanzan a lo largo del Sena y del Marne hacia París.
Napoleón penetra entre las dominantes fuerzas enemigas y ofrece, en la campaña de
primavera, las últimas chispas de su portentoso talento: sus adversarios lo han
reconocido con respeto. Por una docena de veces logra, rechazar a los dos ejércitos
enemigos, Pero le faltan las reservas necesarias para un ataque a fondo y para
aniquilarlas, al cabo de tantos desplazamientos a lo largo y a lo ancho. Después de las
derrotas sufridas en Laón bajó las fuerzas de Blücher, y en Arcis-sur-Aube por lo de
Schwarzenberg, los coaligados osan dejarlo atrás y, precisamente siguiendo el mejor
estilo napoleónico, avanzan sobre la capital. Más aún que la estrategia de avanzada de
Gneisenau, los empuja la noticia confidencial del derrotismo que reina en la ciudad.
El Emperador se aferra a la esperanza de lograr destruir los caminos de la retaguardia
invasora y cortarle la retirada; aún puede contar con las guarniciones de las fortalezas
de Francia oriental. Los campesinos se sublevan, dispuestos a defender -junto a él- la
cuna de la revolución. Los descamisados de París insisten en ser llamados bajo las
armas. Napoleón se niega: en esas condiciones, ¡no! No obstante eso, confía en vano en
un duelo "caballeresco" cuando, en los congresos de Frankfurt y de Châtillon,
hace circular propuestas de paz por intermedio de sus diplomáticos. Por más que ceda
gradualmente, se deja burlar por la táctica contemporizadora de los hombres prácticos:
la aguja del reloj ahora gira en favor de ellos. El 12 de marzo, Bordeaux aclama al duque
de Angulema -siempre, claro está, bajo la sombra de las bayonetas inglesas- y la Vandea
se alza en armas. El papa, liberado a toda prisa, se inclina -¿y cómo podía obrar de
distinta manera?- a favor de los aliados.
Al final, es París la que asesta la puñalada por la espalda a Napoleón. Los mariscales,
con su pensamiento dirigido al porvenir, combaten ahora a medias en sus respectivos
lectores. Los notables meditan sobre las condiciones de rendición más favorables para
ellos: basta ya de guerra y de "su causa": el Emperador.
Predomina la subversión preparada. El comando de la Guardia Nacional y el consejo
municipal de la ciudad se adhieren a la causa; los banqueros intervienen ante el vacilante
Marmont. Mientras en los barrios obreros se cierran los puños, el 31 de marzo
"nuestros amigos, los enemigos" hacen su, entrada en París bajo una lluvia de
flores arrojadas por los ciudadanos notables, cuyas señoras montan a la grupa de los
corceles polacos.
Los triunfadores declaran en seguida que no quieren tratar con Napoleón, y Talleyrand
induce al senado a anunciar su destitución.
Ante tan funesto anuncio, Napoleón se precipita, a marcha forzada, desde St. Dizier a
Fontainebleau e inicia el contraataque, cuando le llega la noticia de la defección
general. Intenta entrar en conversaciones para conservar la sucesión a su hijo (y de
María Luisa), pero es demasiado tarde: todas las ratas, con los generales a la cabeza,
abandonan el barco que se está hundiendo. Toma entonces el veneno de Cabanis, pero no
surte efecto. El 13 de abril se somete a la decisión de las Potencias que le reconocen,
"bajo el título personal de Emperador", una renta vitalicia y su soberanía
sobre la isla de Elba. Cuando Luis XVIII llega a Calais el 23 de abril, después de un
exilio que se prolongó durante 23 años, Napoleón, amenazado de muerte por el populacho,
dispara hacia el sur con una buena escolta y protegido por el uniforme austríaco. Y
mientras los reblandecidos arribistas del Imperio giran en torno del sol artificial de los
Borbones, para descansar de las antiguas glorias al lado de las chimeneas ricamente
adornadas, el 4 de mayo llega él a su "capital", Portoferrario. Casi parecía
como si la sinfonía, de su vida quisiera concluir en opereta bajo el mismo cielo azul,
bajo el cual había sido entonada. Impresión falaz. La historia de sus islas no termina
aquí.
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