LOS "CIEN DÍAS"
El juicio de Napoleón según el cual los Borbones
"no habían olvidado nada ni aprendido nada", era inexacto. Luis XVIII había
vuelto la espalda a la penosa hospitalidad británica, más cansado que vengativo. Se daba
cuenta ya de que la revolución económico-social no es reversible, y que los regimientos
se habían aficionado a la gloria del águila imperial que provocaba la envidia de los
vencedores. Su Carta Constitucional era un puente suspendido para quien amaba los
compromisos entre la burguesía de los negocios, la nueva nobleza y los
"metafísicos" maltratados por su predecesor. El campesino no perdió
materialmente nada.
Un "rey de la coalición" sin embargo, ofendía, a la nación que durante. 20
años había dirigido los acontecimientos del mundo. Si estaba harta del conquistador
fracasado, no por esto se sentía entusiasmada con el símbolo importado a raíz de su
derrota. La paz había sido obtenida a buen precio: "los límites del año 1792"
y ninguna reparación; nadie sabía, sin embargo, si "olvidar y perdonar" fuera
suficiente. Los sangre-azuel y los ultra que ocupaban cada vez más los altos mandos,
procedían a depurar. En las regiones occidentales y meridionales, el Terror Blanco
arreciaba desde abajo. Solo ahora la revolución pareció -para algunos- completamente
perdida, lo cual arrimaba de nuevo el recuerdo de Bonaparte si no a 1793, por lo menos a
1789. El Congreso de Viena aceptó como principio fundamental, la "legitimidad".
De todos modos, era más fácil condenar iluminismo, insurrección y usurpador, que
repartir Polonia, Sajonia o Nápoles: a comienzos de 1815, Inglaterra y Austria sellaban
con Francia un acuerdo secreto contra Rusia y Prusia.
Napoleón pondera el resignado ocaso de un pequeñísimo principado patriarcal, frente a
las perspectivas de un retorno. No se le paga el mantenimiento, ni le envían al hijo ni a
la mujer: el conde Neipperg se adjudicó el encargo de consolar a la gran duquesa de Parma
-Maria Luisa- y en lugar de ella va a la isla de Elba, Marla Walewska. Hay quien aconseja
que se lo debe relegar a las islas Madera o a las Azores.
Grito de alarma desde París: por última vez elude, juntó a su guardia de honor, la
vigilancia de las naves británicas, y el 1º de marzo se encuentra en el golfo de St.
Jean.
Mientras los mariscales reflexionan, la tropa se vuelca, delirante, a su favor: ¡Viva el
Emperador! Tal como lo había previsto, se aproxima a París sin disparar un tiro. La
prensa cambia de color de día en día: "El ogro corso ha desembarcado - El usurpador
aniquilado en Lyon - Bonaparte en Fontainebleau - La Capital espera a Su Majestad, el
Emperador..." En la noche del 19 al 20 de marzo, Luis emprende la fuga y el 20,
Napoleón hace su entrada en las Tullerías.
"Recomenzamos la Revolución". Nunca había apelado tanto a los ideales
revolucionarios y nunca había encontrado tan vasto y entusiasta eco entre la gente simple
de las ciudades y de los campos; es el hombre de la nación, el defensor de la patria.
¿Iba a ser un imperio democrático que renuncia a la agresión?
Con ese fin hubiera tenido que aceptar el espíritu de sacrificio del pueblo y restablecer
la dictadura revolucionaria de seguridad pública que se esperaba de él. Pero Napoleón
no se supera a sí mismo, y deja escapar la última ocasión. Su amenaza dirigida a los
Borbones -"¡los haré colgar de un farol!"-, sólo quedó en palabras. Atrae a
su lado a los ofendidos republicanos pero quiere ganarse la voluntad de los notables; con
la Constitución de abril quiere conformar tanto a Fouché y Carnot como a Benjamín
Constant. Mientras tanto, la alta burguesía ha tenido demasiado de él de una vez y para
siempre: ahora fastidia. Elecciones llenas de abstenciones y de cálculos, especulaciones,
intrigas de Lafayette y Lanjuinais. Motivo de la desconfianza: Napoleón reconoce que a
continuación de la victoria habría disuelto las cámaras.
También en política exterior cometió un error de evaluación: su sombra gigantesca
ensombrece el esplendor de las danzas en Viena y un sentimiento de horror une a todos
aquellos que antes estaban separados. Las grandes potencias, constituyen una cuádruple
alianza contra el hombre que ellas mismas habían proscripto y cuya corona -con el país
consternado ante una nueva invasión- se apoya en la fidelidad de los veteranos que acuden
espontáneamente bajo sus banderas, confiriendo a los "cien días" el carácter
de una tragedia militar. El Emperador sólo puede confiar en sorprender por separado a los
aliados, antes de que consigan coaligar sus fuerzas. Así cruza la frontera belga, según
lo previsto, el 16 de junio, derrota a Blücher en Vigny, aunque sin desmoralizarlo.
Cuando, dos días después, Napoleón embiste las líneas de Wellington, sin lograr
romperlas a tiempo, los prusianos, iniciando nuevamente el asalto, lo atacan por su flanco
derecho. La Guardia muere desangrado y la derrota de Waterloo el 18 de junio, se prolonga
hasta transformarse en una catástrofe.
La desesperada empresa acaba por aniquilar al Emperador. No encontró la anhelada muerte
en el campo de batalla y se resigna a una segunda abdicación. En vano millares de
personas circundan el palacio del Elíseo para hacerlo desistir: "No es a ellos que
he colmado de honores y dinero. ¿Qué me deben? Los he encontrado pobres y así los he
dejado. Pero el instinto de la necesidad los ilumina, la voz del país habla a través de
ellos ... Pero no quiero ser el rey de la revuelta popular".
Desgraciadamente ambas cosas son verdad. En la Malmaison, morada de la difunta Josefina,
pasa revista a sus recuerdos. Fracasada su tentativa de embarcarse para América, obtiene
-"como Temístocles del rey de Persia"- asilo en Inglaterra. Pero los lores no
están en vena de humor, lo declaran prisionero y lo despachan a la isla de Santa Elena.
En el segundo tratado de París, Francia es esquilmado aún más. En lugar de una
"Santa Alianza de los pueblos" auspiciada por los jacobinos y los descamisados,
surge una "Santa Alianza de los reyes". Comienza entonces un período de la
historia de Europa en el que la Revolución dará la señal de ataque contra las
reconstruidas Bastillas con otros medios y bajo otras banderas.
Con esto, Napoleón ya no tiene más nada que ver. Vive sus últimos años en el
Atlántico meridional, en el trópico, separado del mundo y de los suyos, condenado a la
inactividad, rodeado de un círculo de escasos fieles, sometidos a una vigilancia opresiva
y con una salud en progresivo empeoramiento. Aquí muere, probablemente a causa de sus
males de estómago, el 5 de mayo de 1821.
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