Los pueblos todos del mundo se han
juntado este verano de 1889 en París. Hasta hace cien años, los hombres
vivían como esclavos de los reyes, que no los dejaban pensar, y les quitaban
mucho de lo que ganaban en sus oficios, para pagar tropas con que pelear con
otros reyes, y vivir en palacios de mármol y oro, con criados vestidos de seda,
y señoras y caballeros de pluma blanca, mientras los caballeros de veras, los
que trabajaban en el campo y en la ciudad, no podían vestirse más que de pana,
ni ponerle pluma al sombrero: y si decían que no era justo que los holgazanes
viviesen de lo que ganaban los trabajadores, si decían que un país entero no
debía quedarse sin pan para que un hombre solo y sus amigos tuvieran coches, y
ropas y tisú y encaje, y cenas con quince vinos, el rey los mandaba apalear, o
los encerraba vivos en la prisión de la Bastilla, hasta que se morían, locos y
mudos: y a uno le puso una máscara de hierro, y lo tuvo preso toda la vida, sin
levantarle nunca la máscara. En todos los pueblos vivían los hombres así, con
el rey y los nobles como los amos, y la gente de trabajo como animales de carga,
sin poder hablar, ni pensar, ni creer, ni tener nada suyo, porque a sus hijos se
los quitaba el rey para soldados, y su dinero se lo quitaba el rey en
contribuciones, y las tierras, se las daba todas a los nobles el rey. Francia
fue el pueblo bravo, el pueblo que se levantó en defensa de los hombres, el
pueblo que le quitó al rey el poder.
Eso era hace cien años, en
1789. Fue como si se acabase un mundo y
empezara otro. Los reyes todos se juntaron contra Francia. Los nobles de Francia
ayudaban a los reyes de afuera. La gente de trabajo, sola contra todos, peleó
contra todos, y contra los nobles, y los mató en la guerra, y con la cuchilla
de la guillotina. Sangró Francia entonces, como cuando abren un animal vivo y
le arrancan las entrañas. Los hombres de trabajo se enfurecieron, se acusaron
unos a otros, y se gobernaron mal, porque no estaban acostumbrados a gobernar.
Vino a París un hombre atrevido y ambicioso, vio que los franceses vivían sin
unión, y cuando llegó de ganarles todas las batallas a los enemigos, mandó
que lo llamasen emperador, y gobernó a Francia como un tirano. Pero los nobles
ya no volvieron a sus tierras. Aquel rey del oro y la seda, ya no volvió nunca.
La gente de trabajo se repartió las tierras de los nobles, y las del rey. Ni en
Francia, ni en ningún otro país han vuelto los hombres a ser tan esclavos como
antes. Eso es lo que Francia quiso celebrar después de cien años con la
Exposición de París. Para eso llamó Francia a París, en verano, cuando
brilla más el sol, a todos los pueblos del mundo.
Y eso vamos a ver
ahora, como si lo tuviésemos delante de los ojos. Vamos a la
Exposición, a esta visita que se están haciendo las razas humanas.
Vamos a ver en un mismo jardín los árboles de todos los pueblos de la
tierra. A la orilla del río Sena, vamos a ver la historia de las casas,
desde la cueva del hombre troglodita, en una grieta de la roca, hasta el
palacio de granito y ónix. Vamos a subir, con los noruegos de barba
colorada, con los negros senegaleses de cabello lanudo, con los anamitas
de moño y turbante, con los árabes de babuchas y albornoz, con el
inglés callado, con el yanqui celoso, con el italiano fino, con el
francés elegante, con el español alegre, vamos a subir por encima de
las catedrales más altas, a la cúpula de la torre de hierro. Vamos a
ver en sus palacios extraños y magníficos a nuestros pueblos queridos
de América. Veremos, entre lagos y jardines, en monumentos de hierro y
porcelana, la vida del hombre entera, y cuanto ha descubierto y hecho
desde que andaba por los bosques desnudo hasta que navega por lo alto
del aire y lo hondo de la mar.
En un
templo he hierro, tan ancho y hermoso que se parece a un cielo dorado,
veremos trabajando a la vez todas las máquinas y ruedas del mundo. De
debajo de la tierra, como de un volcán de joyas, vamos a ver salir, en
lluvias que parecen de piedras finas, trescientas fuentes de colores,
que caen chispeando en un lago encendido. Vamos a ver vivir, como viven
en sus países de luz, al javanés en su casa de cañas, al egipcio
cantando detrás de su burro, al argelino que borda la lana a la sombra
del palmar, al siamés que trabaja la madera con los pies y las manos,
al negro del Sudán, que sale ojeando, con la lanza de punta, de su
conuco de tierra; al árabe que corre a caballo, disparando la
espingarda, por la calle de dátiles, con el albornoz blanco al viento.
Bailan en su café moro. Pasan las bailarinas de Java, con su casco de
plumas. Salen de su teatro, vestidos de tigres, los cómicos
cochinchinos. Hombres de todos los pueblos andan asombrados por las
calles morunas, por las aldeas negras, por el caserío de bambú
javanés, por los puentes de junco de los malayos pescadores, por el
jardín criollo de plátanos y naranjos, por el rincón donde, de su
techo labrado como un mueble rico, levanta su torre ceñida de
serpientes la pagoda. Y para nosotros, los niños, hay un palacio
de juguete, y un teatro donde están como vivos el pícaro Barba Azul y
la linda Caperucita Roja. Se le ve al pícaro la barba como el fuego, y
los ojos de león. Se le ve a la Caperucita el gorro colorado, y el
delantal de lana. Cien mil visitantes entran cada día a la Exposición.
En lo alto de torre flota al viento la bandera de tres colores de la
República Francesa.
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