Parado en una esquina, harto del cariz
enrarecido de su reflexión (y eso que a cada momento, no
sabía por qué, pensaba que el viejecito herido
estaría en una cama de hospital, los médicos y los
estudiantes y las enfermeras lo rodearían amablemente
impersonales, le preguntarían nombre y edad y
profesión, le dirían que no era nada, lo
aliviarían de inmediato con inyecciones y vendajes),
Oliveira se había puesto a mirar lo que ocurría en
torno y que como cualquier esquina de cualquier ciudad era la
ilustración perfecta de lo que estaba pensando y casi le
evitaba el trabajo. En el café, protegidos del frío
(iba a ser cosa de entrar y beberse un vaso de vino), un grupo de
albañiles charlaba con el patrón del mostrador. Dos
estudiantes leían y escribían en una mesa, y
Oliveira los veía alzar la vista y mirar hacia el grupo de
los albañiles, volver al libro o al cuaderno, mirar de
nuevo. De una caja de cristal a otra, mirarse, aislarse, mirarse:
eso era todo. Por encima de la terraza cerrada del café,
una señora del primer piso parecía estar cosiendo o
cortando un vestido junto a la ventana. Su alto peinado se
movía cadencioso. Oliveira imaginaba sus pensamientos, las
tijeras, los hijos que volverían de la escuela de un
momento a otro, el marido terminando la jornada en una oficina o
en un banco. Los albañiles, los estudiantes, la
señora, y ahora un clochard desembocaba de una calle
transversal, con una botella de vino tiento saliéndole del
bolsillo, empujando un cochecito de niño lleno de
periódicos viejos, latas, ropas deshilachadas y
mugrientas, una muñeca sin cabeza, un paquete de donde
salía una cola de pescado. Los albañiles, los
estudiantes, la señora, el clochard, y en la casilla como
para condenados a la picota, LOTERIE NATIONALE, una vieja de
mechas irredentes brotando de una especie de papalina gris, las
manos metidas en mitones azules, TIRAGE MERCREDI, esperando sin
esperar al cliente, con un brasero de carbón a los pies,
encajada en su ataúd vertical, quieta, semihelada,
ofreciendo la suerte y pensando vaya a saber qué,
pequeños grumos de ideas, repeticiones seniles, la maestra
de la infancia que le regalaba dulces, un marido muerto e el
Somme, un hijo viajante de comercio, por la noche la bohardilla
sin agua corriente, la sopa para tres días, el boeuf
bourguignon que cuesta menos que un bife, TIRAGE MERCREDI.
Los albañiles, los estudiantes, el clochard, la vendedora
de lotería, cada grupo, cada uno en su caja de vidrio,
pero que un viejo cayera bajo un auto y de inmediato
habría una carrera general hacia el lugar del accidente,
un vehemente cambio de impresiones, de críticas,
disparidades y coincidencias hasta que empezara a llover otra vez
y los albañiles se volvieran al mostrador, los estudiantes
a su mesa, los X a los X, los Z a los Z.
"Sólo viviendo absurdamente se
podría romper alguna vez este absurdo infinito", se
repitió Oliveira. "Che, pero me voy a empapar, hay que
meterse en alguna parte." Vio los carteles de la Salle de
Géographie y se refugió en la entrada. Una
conferencia sobre Australia, continente desconocido.
Reunión de los discípulos del Cristo de Montfavet.
Concierto de piano de madame Berthe Trépat.
Inscripción abierta para un curso sobre los meteoros.
Conviértase en judoka en cinco meses. Conferencia sobre la
urbanización de Lyon. El concierto de piano iba a empezar
en seguida y costaba poca plata. Oliveira miró el cielo,
se encogió de hombros y entró. Pensaba vagamente en
ir a casa de Ronaldo o al taller de Etienne, pero era mejor
dejarlo para la noche. No sabía por qué, le
hacía gracia que la pianista se llamara Berthe
Trépat. También le hacía gracia refugiarse
en un concierto para escapar un rato de sí mismo,
ilustración irónica de mucho de lo que había
venido rumiando por la calle. "No somos nada, che", pensó
mientras ponía ciento veinte francos a la altura de los
dientes de la vieja enjaulada en la taquilla. Le tocó la
fila diez, por pura maldad de la vieja ya que el concierto iba a
empezar y no había casi nadie aparte de algunos ancianos
calvos, otros barbudos y otros las dos cosas, con aire de ser del
barrio o de la familia, dos mujeres entre cuarenta y cuarenta y
cinco con abrigos vetustos y paraguas chorreantes, unos pocos
jóvenes, parejas en su mayoría y discutiendo
violentamente entre empujones, ruido de caramelos y crujidos de
las pésimas sillas de Viena. En total veinte personas.
Olía a tarde de lluvia, la gran sala estaba helada y
húmeda, se oía hablar confusamente detrás
del telón de fondo. Un viejo había encendido la
pipa, y Oliveira se apuró a sacar un Gauloise. No se
sentía demasiado bien, le había entrado agua en un
zapato, el olor a moho y a ropa mojada lo asqueaba un poco.
Pitó aplicadamente hasta calentar el cigarrillo y
estropearlo. Afuera sonó un timbre tartamudo, y uno de los
jóvenes aplaudió con énfasis. La vieja
acomodadora, boina de través y maquillaje con el que
seguramente dormía, corrió la cortina de entrada.
Recién entonces Oliveira se acordó de que le
habían dado un programa. Era una hoja mal mimeografiada en
la que con algún trabajo podía descifrarse que
madame Berthe Trépat, medalla de oro, tocaría los
"Tres movimientos discontinuos" de Rose Bob (primera
audición), la "Pavana para el General leclerc", de Alix
Alix (primera audición civil), y la "Síntesis
Délibes-Saint-Saëns", de Délibes,
Saint-Saëns y Berthe Trépat.
"Joder", pensó Oliveira. "Joder con el
programa".
Sin que se supiera exactamente cómo
había llegado, apareció detrás del piano un
señor de papada colgante y blanca cabellera. Vestía
de negro y acariciaba con una mano rosada la cadena que cruzaba
el chaleco de fantasía. A Oliveira le pareció que
el chaleco estaba bastante grasiento. Sonaron unos secos aplausos
a cargo de una señorita de impermeable violeta y lentes
con montura de oro. Esgrimiendo una voz extraordinariamente
parecida a la de un guacamayo, el anciano de la papada
inició una introducción al concierto, gracias a la
cual el público se enteró de que Rose Bob era una
ex alumna de piano de madame Berthe Trépat, de que la
"Pavana" de Alix Alix había sido compuesta por un
distinguido oficial del ejército que se ocultaba bajo tan
modesto seudónimo, y que las dos composiciones aludidas
utilizaban restringidamente los más modernos
procedimientos de escritura musical. En cuanto a la
"Síntesis Délibes-Saint-Saëns" (y aquí
el anciano alzó los ojos con arrobo) representaba dentro
de la música contemporánea una de las más
profundas innovaciones que la autora, madame Trépat,
había calificado de "sincretismo fatídico". La
caracterización era justa en la medida en que el genio
musical de Délibes y de Saint-Saëns tendía a
la ósmosis, a la interfusión e interfonía,
paralizadas por el exceso individualista del Occidente y
condenadas a no precipitarse en una creación superior y
sintética de no mediar la genial intuición de
madame Trépat. En efecto, su sensibilidad había
captado afinidades que escapaban al común de los oyentes y
asumido la noble aunque ardua misión de convertirse en
puente mediúmnico a través del cual pudiera
consumarse en encuentro de los dos grandes hijos de Francia. Era
hora de señalar que madame Berthe Trépat, al margen
de sus actividades de profesora de música, no
tardaría en cumplir sus bodas de plata al servicio de la
composición. El orador no se atrevía, en una mera
introducción a un concierto que, bien lo apreciaba, era
esperado con viva impaciencia por el público, a
desarrollar como hubiera sido necesario el análisis de la
obra musical de madame Trépat. De todos modos, y con
objeto de que sirviera de pentagrama mental a quienes
escucharían por primera vez las obras de Roso Bob y de
madame Trépat, podía resumir su estética en
la mención de construcciones antiestructurales, es decir,
células sonoras autónomas, fruto de la pura
inspiración, concatenadas en la intención general
de la obra pero totalmente libres de moldes clásicos,
dodecafónicos o atonales (las dos últimas palabras
las repitió enfáticamente). Así por ejemplo,
los "Tres movimientos discontinuos" de Rose Bob, alumna dilecta
de madame Trépat, partían de la reacción
provocada en el espíritu de la artista por el golpe de una
puerta al cerrarse violentamente, y los treinta y dos acordes que
formaban el primer movimiento eran otras tantas repercusiones de
ese golpe en el plano estético; el orador no creía
violar un secreto si confiaba a su culto auditorio que la
técnica de composición de la
"Síntesis-Saint-Saëns" entroncaba con las fuerzas
más primitivas y esotéricas de la creación.
Nunca olvidaría el alto privilegio de haber asistido a una
fase de la síntesis, y ayudado a madame Berthe
Trépat a operar con un péndulo rabdomántico
sobre las partituras de los dos maestros a fin de escoger
aquellos pasajes cuya influencia sobre el péndulo
corroboraba la asombrosa intuición original de la artista.
Y aunque mucho hubiera podido agregarse a lo dicho, el orador
creía de su deber retirarse luego de saludar en madame
Berthe Trépat a uno de los faros del espíritu
francés y ejemplo patético del genio incomprendido
por los grandes públicos.
La papada se agitó violentamente y el
anciano, atragantado por la emoción y el catarro,
desapareció entre bambalinas. Cuarenta manos descargaron
algunos secos aplausos, varios fósforos perdieron la
cabeza, Oliveira se estiró lo más posible en la
silla y se sintió mejor. También el viejo del
accidente debía sentirse mejor en la cama del hospital,
sumido ya en la somnolencia que sigue al shock, interregno feliz
en que se renuncia a ser dueño de sí mismo y la
cama es como un barco, unas vacaciones pagas, cualquiera de las
rupturas con la vida ordinaria. "Casi estaría por ir a
verlo uno de estos días", se dijo Oliveira. "Pero a lo
mejor le arruino la isla desierta, me convierto e la huella del
pie en la arena. Ché, qué delicado te estás
poniendo".
Los aplausos le hicieron abrir los ojos y
asistir a la trabajosa inclinación con que madame Berthe
Trépat agradecía. Antes de verle bien la cara lo
paralizaron los zapatos, unos zapatos tan de hombre que ninguna
falda podía disimularlos. Cuadrados y sin tacos, un cintas
inútilmente femeninas. Lo que seguía era
rígido y ancho a la vez, una especie de gorda metida en un
corsé implacable. Pero Berthe Trépat no era gorda,
apenas si podía definírsela como robusta.
Debía tener ciática o lumbago, algo que la obligaba
a moverse en bloque, ahora frontalmente, saludando con trabajo, y
después de perfil, deslizándose entre el taburete y
el piano y plegándose geométricamente hasta quedar
sentada. Desde allí la artista giró bruscamente la
cabeza y saludó otra vez, aunque ya nadie aplaudía.
"Arriba debe de haber alguien tirando de los hilos", pensó
Oliveira. Le gustaban las marionetas y los autómatas, y
esperaba maravillas del sincretismo fatídico. Berthe
Trépat miró una vez más al público,
su redonda cara como enharinada pareció condensar de golpe
todos los pecados de la luna, y la boca como una guinda
violentamente bermellón se dilató hasta tomar la
forma de una barca egipcia. otra vez de perfil, su menuda nariz
de pico de loro consideró por un momento el teclado
mientras las manos se posaban del do al si como dos bolsitas de
gamuza ajada. Empezaron a sonar los treinta y dos acordes del
primer movimiento discontinuo. Entre el primero y el segundo
transcurrieron cinco segundos, entre el segundo y el tercero,
quince segundos. Al llegar al decimoquinto acorde, Rose Bob
había decretado una pausa de veinticinco segundos.
Oliveira, que en un primer momento había apreciado el buen
uso weberniano que hacía Rose Bob de los silencios,
notó que la reincidencia lo degradaba rápidamente.
Entre los acordes 7 y 8 restallaron toses, entre el 12 y el 13
alguien raspó enérgicamente un fósforo,
entre el 14 y el 15 pudo oírse distintamente la
expresión "¡Ah, merde alors!" proferida por una
jovencita rubia. Hacia el vigésimo acorde, una de las
damas más vetustas, verdadero pickle virginal,
empuñó enérgicamente el paraguas y
abrió la boca para decir algo que el acorde 21
aplastó misericordiosamente. Divertido, Oliveira miraba a
Berthe Trépat sospechando que la pianista los estudiaba
con eso que llamaban el rabillo del ojo. Por ese rabillo el
mínimo perfil ganchudo de Berthe Trépat dejaba
filtrar una mirada gris celeste, y a Oliveira se le
ocurrió que a lo mejor la desventurada se había
puesto a hacer la cuenta de las entradas vendidas. En el acorde
23 un señor de rotunda calva se enderezó indignado,
y después de bufar y soplar salió de la sala
clavando cada taco e el silencio de ocho segundos confeccionado
por Rose Bob. A partir del acorde 24 las pausas empezaron a
disminuir, y del 28 al 32 se estableció un ritmo como de
marcha fúnebre que no dejaba de tener lo suyo. Berthe
Trépat Sacó los zapatos de los pedales, puso la
mano izquierda sobre el regazo, y emprendió el segundo
movimiento. Este movimiento duraba solamente cuatro compases,
cada uno de ellos con tres notas de igual valor. El tercer
movimiento consistía principalmente en salir de los
registros extremos del teclado y avanzar cromáticamente
hacia el centro, repitiendo la operación de dentro hacia
afuera, todo eso en medio de continuos tresillos y otros adornos.
En un momento dado, que nada permitía prever, la pianista
dejó de tocar y se enderezó bruscamente, saludando
con un aire casi desafiante pero en el que a Oliveira le
pareció discernir algo como inseguridad y hasta miedo. una
pareja aplaudió rabiosamente, Oliveira se encontró
aplaudiendo a su vez sin saber por qué (y cuando supo por
qué le dio rabia y dejó de aplaudir). Berthe
Trépat recobró casi instantáneamente su
perfil y paseo por el teclado un dedo indiferente, esperando que
se hiciera silencio. Empezó a tocar la "Pavana para el
General Leclerc".
En los dos o tres minutos que siguieron
Oliveira dividió con algún trabajo su
atención entre el extraordinario bodrio que Berthe
Trépat descerrajaba a todo vapor, y la forma furtiva o
resuelta con que viejos y jóvenes se mandaban mudar del
concierto. Mezcla de Liszt y Rachmaninov, la Pavana
repetía incansable dos o tres temas para perderse luego en
infinitas variaciones, trozos de bravura (bastante mal tocados,
con agujeros y zurcidos por todas partes) y solemnidades de
catafalco sobre cureña, rotas por bruscas pirotecnias a
las que el misterioso Alix Alix se entregaba con deleite. Una o
dos veces sospechó Oliveira que el alto peinado a lo
Salambó de Berthe Trépat se iba a deshacer de
golpe, pero vaya a saber cuántas horquillas lo
mantenían armado en medio del fragor y el temblor de la
"Pavana". Vinieron los arpegios orgiásticos que anunciaban
el final, se repitieron sucesivamente los tres temas (uno de los
cuales salía clavado del Don Juan de Strauss), y
Berthe Trépat descargó una lluvia de acordes cada
vez más intensos rematados por una histérica cita
del primer tema y dos acordes en las notas más graves, el
último de los cuales sonó marcadamente a falso por
el lado de la mano derecha, pero eran cosas que podían
ocurrirle a cualquiera y Oliveira aplaudió con calor,
realmente divertido.
La pianista se puso de frente con uno de sus
raros movimientos a resorte, y saludó al público.
Como parecía contarlo con los ojos, no podía dejar
de comprobar que apenas quedaban ocho o nueve personas. Digna,
Berthe Trépat salió por la izquierda y la
acomodadora corrió la cortina y ofreció
caramelos.
Por un lado era cosa de irse, pero en todo ese
concierto había una atmósfera que encantaba a
Oliveira. Después de todo la pobre Trépat
había estado tratando de presentar obras en primera
audición, lo que siempre era un mérito en este
mundo de gran polonesa, claro de luna y danza del fuego.
Había algo de conmovedor en esa cara de muñeca
rellena de estopa, de tortuga de pana, de inmensa bobalina metida
en un mundo rancio con teteras desportilladas, viejas que
habían oído tocar a Risler, reuniones de arte y
poesía en salas con empapelados vetustos, de presupuestos
de cuarenta mil francos mensuales y furtivas súplicas a
los amigos para llegar a fin de mes, de culto al arte
ver-da-de-ro estilo Academia Raymond Duzcan, y no costaba mucho
imaginarse la facha de Alix Alix y de Rose Bob, los
sórdidos cálculos antes de alquilar la sala para el
concierto, el programa mimeografiado por algún alumno de
buena voluntad, las listas infructuosas de invitaciones, la
desolación entre bambalinas al ver la sala vacía y
tener que salir lo mismo, medalla de oro y tener que salir lo
mismo. Era casi un capítulo para Céline, y Oliveira
se sabía incapaz de imaginar más allá de la
atmósfera general, de la derrotada e inútil
sobrevivencia de esas actividades artísticas para grupos
igualmente derrotados e inútiles. "Naturalmente me
tenía que tocar a mí meterme en este abanico
apolillado", rabió Oliveira. "Un viejo debajo de un auto,
y ahora Trépat. Y no hablemos del tiempo de ratas que hace
afuera, y de mí mismo. Sobre todo no hablemos de mí
mismo."
En la sala quedaban cuatro personas, y le
pareció que lo mejor era ir a sentarse en primera fila
para acompañar un poco más a la ejecutante. Le hizo
gracia esa especie de solidaridad, pero lo mismo se
instaló delante y esperó fumando. Inexplicablemente
una señora decidió irse en el mismo momento en que
reaparecía Berthe Trépat, que la miró
fijamente antes de quebrarse con esfuerzo para saludar a la
platea casi desierta. Oliveira pensó que la señora
que acababa de irse merecía una enorme patada en el culo.
De golpe comprobaba que todas sus reacciones derivaban de una
cierta simpatía por Berthe Trépat, a pesar de la
Pavana y de Rose Bob. "Hacía tiempo que no me
pasaba esto", pensó. "A ver si con los años me
empiezo a ablandar". Tantos ríos metafísicos y de
golpe se sorprendía con ganas de ir al hospital a visitar
al viejo, o aplaudiendo a esa loca encorsetada. Extraño.
Debía ser el frío, el agua en los zapatos.
La "Síntesis
Délibes-Saint-Saëns" llevaba ya tres minutos o algo
así cuando la pareja que constituía el principal
refuerzo del público restante se levantó y se fue
ostensiblemente. Otra vez creyó atisbar Oliveira la mirada
de soslayo de Berthe Trépat, pero ahora era como si de
golpe empezaran a agarrotársele las manos, tocaba
doblándose sobre el piano y con enorme esfuerzo,
aprovechando cualquier pausa para mirar de reojo la platea donde
Oliveira y un señor de aire plácido escuchaban con
todas las muestras de una recogida atención. El
sincretismo fatídico no había tardado en revelar su
secreto, aun para un lego como Oliveira; a cuatro compases de
Le Rouet d´Omphale seguían otros cuatro de
Les Fillex de Cadix, luego la mano izquierda
profería Mon coeur s´ovre à ta voix,
la derecha intercalaba espasmódicamente el tema de las
campanas de Lakmé, las dos juntas pasaban
sucesivamente por la Danse Macabre y
Coppélia, hasta que otros temas que el programa
atribuía al Hymne à Victor Hugo, Jean
de Nivelle y Sur les bords du Nil alternaban vistosamente
con los más conocidos, y como fatídico era
imposible imaginar nada más logrado, por eso cuando el
señor de aire plácido empezó a reírse
bajito y se tapó educadamente la boca con un guante,
Oliveira tuvo que admitir que el tipo tenía derecho, no le
podía exigir que se callara, y Berthe Trépat
debía sospechar lo mismo porque cada vez erraba más
notas y parecía que se le paralizaban las manos,
seguía adelante sacudiendo los antebrazos y sacando los
codos con un aire de gallina que se acomoda en el nido, Mon
coeur s´ovre à ta voix, de nuevo Où va la
jeune hindoue?, dos acordes sincréticos, un arpegio
rabón Les filles de Cadix, tra-la-la-la, como un
hipo, varias notas juntas a lo (sorprendentemente) Pierre Boulez,
y el señor de aire plácido soltó una especie
de berrido y se marchó corriendo con los guantes pegados a
la boca, justo cuando Berthe Trépat bajaba las manos,
mirando fijamente el teclado, y pasaba un largo segundo, un
segundo sin término, algo desesperadamente vacío
entre Oliveira y Berthe Trépat solos en la sala.
-Bravo -dijo Oliveira, comprendiendo que el
aplauso hubiera sido incongruente-. Bravo, madame.
Sin levantarse, Berthe Trépat
giró un poco en el taburete y puso el codo en un la
natural. Se miraron. Oliveira se levantó y se
acercó al borde del escenario.
-Muy interesante -dijo-. Créame,
señora, he escuchado su concierto con verdadero
interés.
Qué hijo de puta.
Berthe Trépat miraba la sala
vacía. Le temblaba un poco un párpado.
Parecía preguntarse algo, esperar algo. Oliveira
sintió que debía seguir hablando.
-Un artista como usted conocerá de
sobra la incomprensión y el snobismo del público.
En el fondo yo sé que usted toca para usted misma.
-Para mí misma -repitió Berthe
Trépat con una voz de guacamayo asombrosamente parecida a
la del caballero que la había presentado.
-¿Para quién, si no? -dijo
Oliveira, trepándose al escenario con la misma soltura que
si hubiera estado soñando-. Un artista sólo cuenta
con las estrellas, como dijo Nietzsche.
-¿Quién es usted, señor?
-se sobresaltó Berthe Tréppat.
-Oh, alguien que se interesa por las
manifestaciones... -Se podía seguir enhebrando palabras,
lo de siempre. Si algo contaba era estar ahí,
acompañando un poco. Sin saber bien por qué.
Berthe Trépat escuchaba, todavía
un poco ausente. Se enderezó con dificultad y miró
la sala, las bambalinas.
-Sí -dijo-. Ya es tarde, tengo que
volver a casa. -lo dijo por ella misma, como si fuera un castigo
o algo así.
-¿Puedo tener el placer de
acompañarla un momento? -dijo Oliveira,
inclinándose-. Quiero decir, si no hay alguien
esperándola en el camarín o a la salida.
-No habrá nadie. Valentín se fue
después de la presentación. ¿Qué le
pareció la presentación?
-Interesante -dijo Oliveira cada vez
más seguro de que soñaba y que le gustaba seguir
soñando.
-Valentin puede hacer cosas mejores -dijo
Berthe Trépat-. Y me parece repugnante de su parte... si,
repugnante... marcharse así como si yo fuera un
trapo.
-Habló de usted y de su obra con gran
admiración.
-Por quinientos francos ése es capaz de
hablar con admiración de un pescado muerto.
¡Quinientos francos! -repitió Berthe Trépat,
perdiéndose en sus reflexiones.
"Estoy haciendo el idiota", se dijo Oliveira.
Si saludaba y se volvía a la platea, tal vez la artista ya
no se acordara de su ofrecimiento. Pero la artista se
había puesto a mirarlo y Oliveira vio que estaba
llorando.
-Valentin es un canalla. Todos... había
más de doscientas personas, usted las vio, más de
doscientas. Para un concierto de primeras audiciones es
extraordinario, ¡no le parece? Y todos pagaron la entrada,
no vaya a creer que habíamos enviado billetes gratuitos.
Más de doscientos, y ahora solamente queda usted, Valentin
se ha ido, yo...
-Hay ausencias que representan un verdadero
triunfo -articuló increíblemente Oliveira.
-¿Pero por qué se fueron?
¿Usted los vio irse? Más de doscientos, le digo, y
personas notables, estoy segura de haber visto a madame de Roche,
al doctor Lacour, a Montellier, el profesor del último
gran premio de violín... Yo creo que la Pavana no
les gustó demasiado y que se fueron por eso, ¿no le
parece? Porque se fueron antes de mi Síntesis,
eso es seguro, lo vi yo misma.
-Por supuesto -dijo Oliveira-. Hay que decir
que la Pavana...
-No es en absoluto una pavana -dijo Berthe
Trépat-. Es una perfecta mierda. La culpa la tiene
Valentin, ya me habían prevenido que Valentín se
acostaba con Alix Alix. ¿Por qué tengo yo que pagar
por un pederasta, joven? Yo, medalla de oro, ya le
mostraré mis críticas, unos triunfos, en Grenoble,
en el Puy...
Las lágrimas le corrían hasta el
cuello, se perdían entre las ajadas puntillas y la piel
cenicienta. Tomó del brazo a Oliveira, lo sacudió.
De un momento a otro iba a tener una crisis
histérica.
-¿Por qué no va a buscar su
abrigo y salimos? -dijo presurosamente Oliveira-. El aire de la
calle le va a hacer bien, podríamos beber alguna cosa,
para mí será un verdadero...
-Beber alguna cosa -repitió Berthe
Trépat-. Medalla de oro.
-Lo que usted desee- dijo incongruentemente
Oliveira. Hizo un movimiento para soltarse, pero la artista le
apretó el brazo y se la acercó aún
más. Oliveira olió el sudor del concierto mezclado
con algo entre natfalina y benjuí (también pis y
lociones baratas). Primero Rocamadour y ahora Berthe
Trépat, era para no creerlo. "Medalla de oro",
repetía la artista, llorando y tragando. De golpe un gran
sollozo la sacudió como si descargara un acorde en el
aire. "Y todo es lo de siempre...", alcanzó a entender
Oliveira, que luchaba en vano para evadir las sensaciones
personales, para refugiarse en algún río
metafísico, naturalmte. Sin resistir, Berthe Trépat
se dejó llevar hacia las bambalinas donde la acomodadora
los miraba linterna en mano y sombrero con plumas.
-¿Se siente mal la señora?
-Es la emoción -dijo Oliveira-. Ya se
le está pasando. ¿Dónde está su
abrigo?
Entre vagos tableros, mesas derrengadas, un
arpa y una percha, había una silla de donde colgaba un
impermeable verde. Oliveira ayudó a Berthe Trépat,
que había agachado la cabeza pero ya no lloraba. Por una
puertecita y un corredor tenebroso salieron a la noche del
boulevard. Lloviznaba.
-No será fácil conseguir un taxi
-dijo Oliveira que apenas tenía ttrescientos francos-.
¿Vive lejos?
-No, cerca del Panthéon, en realidad
prefiero caminar.
-Sí, será mejor.
Berthe Trépat avanzaba lentamente,
moviendo la cabeza a un lado y otro. Con la caperuza del
impermeable tenía un aire guerrero y Ubu Roi. Oliveira se
enfundó en la canadiense y se subió bien el cuello.
El aire era fino, empezaba a tener hambre.
-Usted es tan amable -dijo la artista-. No
debería molestarse. ¿Qué le pareció
mi Síntesis?
-Señora, yo soy un mero aficionado. A
mí la música, por así decir...
-No le gustó -dijo Berthe
Trépat.
-Una primera audición...
-Hemos trabajado meses con Valentin. Noches y
días, buscando la conciliación de los genios.
-En fin, usted reconocerá que
Délibes...
-Un genio -repitió Berthe
Trépat-. Erik Satie lo afirmó un día en mi
presencia. Y por más que el doctor Lacour diga que Satie
me estaba... cómo decir. Usted sabrá sin duda
cómo era el viejo... Pero yo sé leer en los
hombres, joven, y sé muy bien que Satie estaba convencido,
sí, convencido. ¿De qué país viene
usted, joven?
-De la Argentina, señora, y no soy nada
joven dicho sea de paso.
-Ah, la Argentina. Las pampas... ¿Y
allá cree usted que se interesarían por mi
obra?
-Estoy seguro, señora.
-Tal vez usted podría gestionarme una
entrevista con el embajador. Si Thibaud iba a la Argentina y a
Montevideo, ¿por qué no yo, que toco mi propia
música? Usted se habrá fijado e eso, que es
fundamental: mi propia música. Primeras audiciones casi
siempre.
-¿Compone mucho? -preguntó
Oliveira, que se sentía como un vómito.
-Estoy en mi opus ochenta y tres... no,
veamos... Ahora que me acuerdo hubiera debido hablar con madame
Nolet antes de salir... Hay una cuestión de dinero que
arreglar, naturalmente. Doscientas personas, es decir... -Se
perdió en un murmullo, y Oliveira se preguntó si no
sería más piadoso decirle redondamente la verdad,
pero ella la sabía, por supuesto que la
sabía.
-Es un escándalo - dijo Berthe
Trépat-. Hace dos años que toqué en la misma
sala, Poulenc prometió asistir... ¿Se da cuenta?
Poulenc, nada menos. Yo estaba inspiradísima esa tarde,
una lástima que un compromiso de última hora le
impidió... pero ya se sabe con los músicos de
moda... Y esa vez la Nolet me cobró la mitad menos
-agregó rabiosamente-. Exactamentte la mitad. Claro que lo
mismo, calculando doscientas personas...
-Señora -dijo Oliveira,
tomándola suavemente del codo para hacerla entrar por la
rue de Seine-, la sala estaba casi a oscuras y quizá usted
se equivoca calculando la asistencia.
-Oh, no -dijo Berthe Trépat-. Estoy
segura de que no me equivoco, pero usted me ha hecho perder la
cuenta. Permítame, hay que calcular... -Volvió a
perderse en un aplicado murmullo, movía continuamente los
labios y los dedos, por completo ausente del itinerario que le
hacía seguir Oliveira, y quizá hasta de su
presencia. Todo lo que decía en alta voz hubiera podido
decírselo a sí misma, parís estaba lleno de
gentes que hablaban solas por la calle, el mismo Oliveira no era
una excepción, en realidad lo único excepcional era
que estuviese haciendo el cretino al lado de la vieja,
acompañando a su casa a esa muñeca
desteñida, a ese pobre globo inflado donde la estupidez y
la locura bailaban la verdadera pavana de la noche. "Es
repugnante, habría que tirarla contra un escalón y
meterle el pie en la cara, aplastarla como a una vinchuca,
reventarla como un piano que se cae del décimo piso. La
verdadera caridad sería sacarla del medio, impedirle que
siga sufriendo como un perro metida en sus ilusiones que ni
siquiera cree, que fabrica para no sentir el agua en los zapatos,
la casa vacía o con ese viejo inmundo del pelo blanco. Le
tengo asco, yo me rajo en la esquina que viene, total ni se va a
dar cuenta. Qué día, mi madre, qué
día"
Si se cortaba rápido por la rue
Lobineau, que le echaran un galgo, total la vieja lo mismo
encontraría el camino hasta su casa. Oliveira miró
hacia atrás, esperó el momento sacudiendo vagamente
el brazo como si le molestara un peso, algo colgado
subrepticiamente de su codo. Pero era la mano de Berthe
Trépat, el peso se afirmó resueltamente, Berthe
Trépat se apoyaba con todo su peso en el brazo de Oliveira
que miraba hacia la rue Lobineau y al mismo tiempo ayudaba a la
artista a cruzar la calle, seguía con ella por la rue de
Tournon.
-Seguramente habrá encendido el fuego
-dijo Berthe Trépat-. No es que hhaga tanto frío, en
realidad, pero el fuego es el amigo de los artistas, ¿no
le parece? Usted subirá a tomar una copita con Valentin y
conmigo.
-Oh, no, señora -dijo Oliveira-. De
ninguna manera, para mí ya es suficiente honor
acompañarla hasta su casa. Y además...
-No sea tan modesto, joven. Porque usted es
joven, ¿no es cierto? Se nota que usted es joven, en su
brazo, por ejemplo... -Los dedos se hincaban un poco en la tela
de la canadiense-. Yo parezco mayor de lo que soy, usted sabe, la
vida del artista...
-De ninguna manera -dijo Oliveira-. En cuanto
a mí ya pasé bastante de los cuarenta, de modo que
usted me halaga.
Las frases le salían así, no
había nada que hacer, era absolutamente el colmo. Colgada
de su brazo Berthe Trépat hablaba de otros tiempos, de
cuando en cuando se interrumpía en mitad de una frase y
parecía reanudar mentalmente un cálculo. Por
momentos se metía un dedo en la nariz, furtivamente y
mirando de reojo a Oliveira; para meterse el dedo en la nariz se
quitaba rápidamente el guante, fingiendo que le picaba la
palma de la mano, se la rascaba con la otra mano (después
de desprenderla con delicadeza del brazo de Oliveira) y la
levantaba con un movimiento sumamente pianístico para
escarbarse por una fracción de segundo un agujero de la
nariz. Oliveira se hacía el que miraba para otro lado, y
cuando giraba la cabeza Berthe Trépat estaba otra vez
colgada de su brazo y con el guante puesto. Así iban bajo
la lluvia hablando de diversas cosas. Al flanquear el Luxemburgo
discurrían sobre la vida en París cada día
más difícil, la competencia despiadada de
jóvenes tan insolentes como faltos de experiencia, el
público incurablemente snob, el precio del biftec a
precios razonables. Dos o tres veces Berthe Trépat
había preguntado amablemente a Oliveira por su
profesión, sus esperanzas y sobre todo sus fracasos, pero
antes de que pudiera contestarle todo giraba bruscamente hacia la
inexplicable desaparición de Valentin, la
equivocación que había sido tocar la
Pavana de Alix Alix nada más que por debilidad
hacia Valentin, pero era la última vez que le
sucedería. "Un pederasta", murmuraba Berthe Trépat,
y Oliveira sentía que su mano se crispaba en la tela de la
canadiense. "Por esa porquería de individuo, yo, nada
menos, teniendo que tocar una mierda sin pies ni cabeza mientras
quince obras mías esperan todavía su estreno..."
Después se detenía bajo la lluvia, muy tranquila
dentro de su impermeable (pero a Oliveira le empezaba a entrar el
agua por el cuello de la canadiense, el cuello de piel de conejo
o de rata olía horriblemente a jaula de jardín
zoológico, con cada lluvia era lo mismo, nada que
hacerle), y se quedaba mirándolo como esperando una
respuesta. Oliveira le sonreía amablemente, tirando un
poco para arrastrarla hacia la rue de Médicis.
-Usted es demasiado modesto, demasiado
reservado -decía Berthe Trépat-. Hábleme de
usted, vamos a ver. usted debe ser poeta, ¿verdad? Ah,
también Valentin cuando éramos jóvenes... La
"Oda Crepuscular", un éxito en el Mercure de
France... Una tarjeta de Thibaudet, me acuerdo como si
hubiera llegado esta mañana. Valentin lloraba en la cama,
para llorar siempre se ponía boca abajo en la cama, era
conmovedor.
Oliveira trataba de imaginarse a Valentin
llorando boca abajo en la cama, pero lo único que
conseguía era ver a un Valentin pequeñito y rojo
como un cangrejo, en realidad veía a Rocamadour llorando
boca abajo en la cama y a la Maga tratando de ponerle un
supositorio y Rocamadour resistiéndose y
arqueándose, hurtando el culito a las manos torpes de la
Maga. Al vejo del accidente también le habrían
puesto algún supositorio en el hospital, era
increíble la forma en que estaban de moda, habría
que analizar filosóficamente esa sorprendente
reinvindicación del ano, su exaltación a segunda
boca, a algo que ya no se limita a excretar sino que absorbe y
deglute los perfumados aerodinámicos pequeños
obuses rosa verde y blanco. Pero Berthe Trépat no lo
dejaba concentrarse, otra vez quería saber de la vida de
Oliveira y le apretaba el brazo con una mano y a veces con las
dos, volviéndose un poco hacia él con un gesto de
muchacha que aún en plena noche lo estremecía.
Bueno, él era un argentino que llevaba un tiempo en
parís, tratando de... Vamos a ver, ¿qué era
lo que trataba de? Resultaba espinoso explicarlo así de
buenas a primeras. Lo que él buscaba era...
-La belleza, la exaltación, la rama de
oro -dijo Berthe Trépat-. No me diga nada, lo adivino
perfectamente. Yo también vine a parís desde Pau,
hace ya algunos años, buscando la rama de oro. Pero he
sido débil, joven, he sido... ¿Pero cómo se
llama usted?
-Oliveira -dijo Oliveira.
-Oliveira... Des olives, el
Mediterráneo... Yo también soy del Sur, somos
pánicos, joven, somos pánicos los dos. No como
Valentin que es de Lille. Los del Norte, fríos como peces,
absolutamente mercuriales. ¿Usted cree en la Gran Obra?
Fulcanelli, usted me entiende... No diga nada, me doy cuenta de
que es un iniciado. Quizá no alcanzó todavía
las realizaciones que verdaderamente cuentan, mientras que yo..
Mire la Síntesis, por ejemplo. Lo que dijo
Valentin es cierto, la radiestesia me mostraba las almas gemelas,
y creo que eso se transparenta en la obra. ¿O no?
-Oh sí.
-Usted tiene mucho karma, se advierte
enseguida... -la mano apretaba con fuerza, la artista
ascendía a la meditación y para eso necesitaba
apretarse contra Oliveira que apenas se resistía, tratando
solamente de hacerla cruzar la plaza y entrar por la rue
Soufflot. "Si me llegan a ver Etienne o Wong se va a armar una
del demonio", pensaba Oliveira. por qué tenía que
importarle ya lo que pensaran Etienne o Wong, como si
después de los ríos metafísicos mezclados
con algodones sucios el futuro tuviese alguna importancia. "Ya es
como si no estuviera en París y sin embargo
estúpidamente atento a lo que me pasa, me molesta que esta
pobre vieja empiece a tirarse el lance de la tristeza, el
manotón de ahogado después de la pavana y el cero
absoluto del concierto. Soy peor que un trapo de cocina, peor que
los algodones sucios, yo en realidad no tengo nada que ver
conmigo mismo." Porque eso le quedaba, a esa hora y bajo la
lluvia y pegado a Berthe Trépat, le quedaba sentir, como
una última luz que se va apagando en una enorme casa donde
todas las luces se extinguen una por una, le quedaba la
noción de que él no era eso, de que en alguna parte
estaba como esperándose, de que ese que andaba por el
barrio latino arrastrando a una vieja histérica y
quizá ninfomaníaca era apenas un
doppelgänger mientras el otro, el otro...
"¿Te quedaste allá en tu barrio de Almagro?
¿O te ahogaste en el viaje, en las camas de las putas, en
las grandes experiencias, en el famoso desorden necesario? Todo
me suena a consuelo, es cómodo creerse recuperable aunque
apenas se lo crea ya, el tipo al que cuelgan debe seguir creyendo
que algo pasará a último minuto, un terremoto, la
soga que se rompe por dos veces u hay que perdonarlo, el
telefonazo del gobernador, el motín que lo va a liberar.
Ahora que a esta vieja ya le va faltando muy poco para empezar a
tocarme la bragueta."
Pero Berthe Trépat se perdía en
convulsiones y didascalias, entusiasmada se había puesto a
contar su encuentro con Germaine Tailleferre en la Care de Lyon y
cómo Tailleferre había dicho que el Preludio
para rombos naranja era sumamente interesante y que le
hablaría a Marguerite Long para que lo incluyera en un
concierto.
-Hubiera sido un éxito, señor
Oliveira, una consagración. Pero los empresarios, usted lo
sabe, la tiranía más desvergonzada, hasta los
mejores intérpretes son víctimas... Valentin piensa
que uno de los pianistas jóvenes, que no tienen
escrúpulos, podría quizá... Pero
están tan echados a perder como los viejos, son todos la
misma pandilla.
-Tal vez usted misma, en otro
concierto...
-No quiero tocar más -dijo Berthe
Trépat, escondiendo la cara aunque Oliveira se cuidaba de
mirarla-. Es una vergüenza que yo tenga que aparecer
todavía en un escenario para estrenar mi música,
cuando en realidad debería ser la musa, comprende usted,
la inspiradora de los ejecutantes, todos deberían venir a
pedirme que les permitiera tocar mis cosas, a suplicarme,
sí, a suplicarme. Y yo consentiría, porque creo que
mi obra es una chispa que debe incendiar la sensibilidad de los
públicos, aquí en Estados Unidos, en
Hungría... Sí, yo consentiría, pero antes
tendrían que venir a pedirme el honor de interpretar mi
música.
Apretó con vehemencia el brazo de
Oliveira que sin saber por qué había decidido tomar
por la rue Saint-Jacques y caminaba arrastrando gentilmente a la
artista. Un viento helado los topaba de frente metiéndoles
el agua por los ojos y la boca, pero Berthe Trépat
parecía ajena a todo meteoro, colgada del brazo de
Oliveira se había puesto a farfullar algo que terminaba
cada tantas palabras con un hipo o una breve carcajada de
despecho o de burla. No, no vivía en la rue Saint-Jacques.
No, pero tampoco importaba nada dónde vivía. Le
daba lo mismo seguir caminando así toda la noche,
más de doscientas personas para el estreno de la
Synthèse.
-Valentin se va a inquietar si usted no vuelve
-dijo Oliveira manoteando mentalmente allgo que decir, un
timón para encaminar esa bola encorsetada que se
movía como un erizo bajo la lluvia y el viento. De un
largo discurso entrecortado parecía desprenderse que
Berthe Trépat vivía en la rue de l´Estrapade.
Medio perdido, Oliveira se sacó el agua de los ojos con la
mano libre, se orientó como un héroe de Conrad en
la proa del barco. De golpe tenía tantas ganas de
reírse (y le hacía mal en el estómago
vacío, se le acalambraban los músculos, era
extraordinario y penoso y cuando se lo contara a Wong apenas le
iba a creer). No de Berthe Trépat, que proseguía un
recuento de honores en Montpellier y en Pau, de cuando en cuando
con mención de la medalla de oro. Ni de haber hecho la
estupidez de ofrecerle su compañía. No se daba bien
cuenta de dónde le venían las ganas de
reírse, era por algo anterior, más atrás, no
por el concierto mismo aunque hubiera sido la cosa más
risible del mundo. Alegría, algo como una forma
física de la alegría. Aunque le costara creerlo,
alegría. Se hubiera reído de contento, de puro y
encantador e inexplicable contento. "Me estoy volviendo loco",
pensó. "Y con esta chiflada del brazo, debe ser
contagioso." No había la menor razón para sentirse
alegre, el agua le estaba entrando por la suela de los zapatos y
el cuello, Berthe Trépat se le colgaba cada vez más
del brazo y de golpe se estremecía como arrasada por un
gran sollozo, cada vez que nombraba a Valentin se
estremecía y sollozaba, era una especie de reflejo
condicionado que d ninguna manera podía provocarle
alegría a nadie, ni a un loco. Y Oliveira hubiera querido
reírse a carcajadas, sostenía con el mayor cuidado
a Berthe Trépat y la iba llevando despacio hacia la rue de
l´Estrapade, hacia el número cuatro, y no
había razones para pensarlo y mucho menos para entenderlo
pero todo estaba bien así, llevar a Berthe Trépat
al cuatro de la rue de l´Estrapade evitando en lo posible
que se metiera en los charcos de agua o que pasara exactamente
debajo de las cataratas que vomitaban las cornisas en la esquina
de la rue Clotilde. La remota mención de un trago en casa
(con Valentin) no le parecía nada mala Oliveira,
habría que subir cinco o seis pisos remolcando a la
artista, entrar en una habitación donde probablemente
Valentin no habría encendido la estufa (pero sí,
habría una salamandra maravillosa, una botella de
coñac, se podrían sacar los zapatos y poner los
pies cerca del fuego, hablar de arte, de la medalla de oro). Y a
lo mejor alguna otra noche él podría volver a casa
de Berthe Trépat y de Berthe Trépat trayendo una
botella de vino, y hacerles compañía, darles
ánimo. Era un poco como ir a visitar al viejo en el
hospital, ir a cualquier sitio donde hasta ese momento no se le
hubiera ocurrido ir, al hospital o a la rue de l´Estrapade.
Antes de la alegría, de eso que le acalambraba
horrorosamente el estómago, una mano prendida por dentro
de la piel como una tortura deliciosa (tendría que
preguntarle a Wong, una mano prendida por dentro de la
piel).
-¿El cuatro, verdad?
-Sí, esa casa con el balcón
-dijo Berthe Trépat-. Una mansi&ooacute;n del siglo
dieciocho. Valentín dice que Ninon de Lenclos vivió
en el cuarto piso. Miente tanto. Ninon de Lenclos. Oh, sí,
Valentín miente todo el tiempo. Casi no llueve,
¿verdad?
-Llueve un poco menos -concedió
Oliveira-. Crucemos ahora, si quiere.
-Los vecinos -dijo Berthe Trépat,
mirando hacia el café de la esquina-. Naturalmente la
vieja del ocho... No puede imaginarse lo que bebe. ¿La ve
ahí, en la mesa del costado? Nos está mirando, ya
verá mañana la calumnia...
-Por favor, señora -dijo Oliveira-
Cuidado con ese charco.
-Oh, yo la conozco, y al patrón
también. Es por Valentin que me odian. Valentin, hay que
decirlo, les ha hecho algunas... No puede aguantar a la vieja del
ocho, y una noche que volvía bastante borracho le
untó la puerta con caca de gato, de arriba abajo, hizo
dibujos... No me olvidaré nunca, un escándalo...
Valentin metido en la bañera, sacándose la caca
porque él también se había untado por puro
entusiasmo artístico, y yo teniendo que aguantarme a la
policía, a la vieja, todo el barrio... No sabe las que he
pasado, y yo, con mi prestigio... Valentin es terrible, como un
niño.
Oliveira volvía a ver al señor
de cabellos blancos, la papada, la cadena de oro. Era como un
camino que se abriera de golpe en mitad de la pared: bastaba
adelantar un poco un hombro y entrar, abrirse paso por la piedra,
atravesar la espesura, salir a otra cosa. La mano le apretaba el
estómago hasta la náusea. Era inconcebiblemente
feliz.
-Si antes de subir yo me tomara una fine
à l´eau -dijo Berthe Trépat,
deteniéndose en la puerta y mirándolo-. Este
agradable paseo me ha dado un poco de frío, y
además la lluvia...
-Con mucho gusto -dijo Oliveira,
decepcionado-. Pero quizá sería mejor que subiera y
se quitara enseguida los zapatos, tiene los tobillos
empapados.
-Bueno, en el café hay bastante
calefacción -dijo Berthe Trépat,
deteniéndose en la puerta y mirándolo-. Yo no
sé si Valentin habrá vuelto, es capaz de andar por
ahí buscando a sus amigos. En estas noches se enamora
terriblemente de cualquiera, es como un perrito,
créame.
-Probablemente habrá llegado y la
estufa estará encendida -fabricó habilidosamente
Oliveira-. Un buen ponche, unas medias de lana... Usted tiene que
cuidarse, señora.
-Oh, yo soy como un árbol. Eso
sí, no he traído dinero para pagar en el
café. Mañana tendré que volver a la sala de
conciertos para que me entreguen mi cachet... de noche
no es seguro andar con tanto dinero en los bolsillos, este
barrio, desgraciadamente...
-Tendré el mayor gusto en ofrecerle lo
que quiera beber -dijo Oliveira. Había conseguido meter a
Berthe Trépat bajo el vano de la puerta, y del corredor de
la casa salía un aire tibio y húmedo con olor a
moho y quizá a salsa de hongos. El contento se iba poco a
poco como si siguiera andando solo por la calle en vez de
quedarse con él bajo el portal. Pero había que
luchar contra eso, la alegría había durado apenas
unos momentos pero había sido tan nueva, tan otra cosa, y
ese momento en que a la mención de Valentin metido en la
bañera y untado de caca de gato había respondido
una sensación como de poder dar un paso adelante, un paso
de verdad, algo sin pies y sin piernas, un paso en mitad de una
pared de piedra, y poder meterse ahí y avanzar y salvarse
de lo otro, de la lluvia en la cara y el agua en los zapatos.
Imposible comprender todo eso, como siempre que hubiera sido tan
necesario comprenderlo. Una alegría, una mano debajo de la
piel apretándole el estómago, una esperanza -si una
palabra sí podía pensarse, si para él era
posible que algo inasible y confuso se agolpara bajo una
noción de esperanza, era demasiado idiota, era
increíblemente hermoso y ya se iba, se alejaba bajo la
lluvia porque Berthe Trépat no lo invitaba a subir a su
casa, lo devolvía al café de la esquina,
reintegrándolo al orden del Día, a todo lo que
había sucedido a lo largo del día, Crevel, los
muelles del Sena, las ganas de irse a cualquier lado, el viejo en
la camilla, el programa mimeografiado, Rose Bob, el agua en los
zapatos. Con un gesto tan lento que era como quitarse una
montaña de los hombros, Oliveira señaló
hacia los dos cafés que rompían la oscuridad de la
esquina. Pero Berthe Trépat no parecía tener una
preferencia especial, de golpe se olvidaba de sus intenciones,
murmuraba alguna cosa sin soltar el brazo de Oliveira, miraba
furtivamente hacia el corredor en sombras.
-Ha vuelto -dijo bruscamente, clavando en
Oliveira unos ojos que brillaban de lágrimas-. Está
ahí arriba, lo siento. Y está con alguno, es
seguro, cada vez que me ha presentado en los conciertos ha
corrido a acostarse con alguno de sus amiguitos.
Jadeaba, hundiendo los dedos en el brazo de
Oliveira y dándose vuelta a cada instante para mirar en la
oscuridad. Desde arriba les llegó un maullido sofocado,
una carrera afelpada rebotando en el caracol de la escalera.
Oliveira no sabía qué decir y esperó,
sacando un cigarrillo y encendiéndolo
trabajosamente.
-No tengo la llave -dijo Berthe Trépat
en voz tan baja que casi no la oyó-. Nunca me deja la
llave cuando va a acostarse con alguno.
-Pero usted tiene que descansar,
señora.
-A él qué le importa si yo
descanso o reviento. Habrán encendido el fuego, gastando
el poco carbón que me regaló el doctor Lemoine. Y
estarán desnudos, desnudos. Sí, en mi cama,
desnudos, asquerosos. Y mañana yo tendré que
arreglar todo, y Valentin habrá vomitado en la colcha,
siempre... mañana, como pasa siempre. Yo.
Mañana.
-¿No vive por aquí algún
amigo, alguien donde pasar la noche? -dijo Oliveira.
-No -dijo Berthe Trépat,
mirándolo de reojo-. Créame, joven, la
mayoría de mis amigos viven en Neuilly. Aquí
solamente están esas viejas inmundas, los argelinos del
ocho, la peor ralea.
-Si le parece yo podría subir y pedirle
a Valentin que le abra -dijo Oliveira-. Tal vez si usted esperara
en el café todo se podría arreglar.
-Qué se va arreglar -dijo Berthe
Trépat arrastrando la voz como si hubiera bebido-. No le
va a abrir, lo conozco muy bien. Se quedarán callados, a
oscuras. ¿Para qué quieren luz, ahora? La
encenderán más tarde, cuando Valentin esté
seguro de que me he ido a un hotel o a un café a pasar la
noche.
-Si les golpeo la puerta se asustarán.
No creo que a Valentin le guste que se arme un
escándalo.
-No le importa nada, cuando anda así no
le importa absolutamente nada. Sería capaz de ponerse mi
ropa y meterse en la comisaría de la esquina cantando la
Marsellesa. Una vez casi lo hizo, Robert el del almacén lo
agarró a tiempo y lo trajo a casa. Robert era un buen
hombre, él también había tenido sus
caprichos y comprendía.
-Déjeme subir -insistió
Oliveira-. Usted se va al café de la esquina y me espera.
Yo arreglaré las cosas, usted no se puede quedar
así toda la noche.
La luz del corredor se encendió cuando
Berthe Trépat iniciaba una respuesta vehemente. Dio un
salto y salió a la calle, alejándose
ostensiblemente de Oliveira que se quedó sin saber
qué hacer. Una pareja bajaba a la carrera, pasó a
su lado sin mirarlo, tomó hacia la rue Thouin. Con una
ojeada nerviosa hacia atrás, Berthe Trépat
volvió a guarecerse en la puerta. Llovía a
baldes.
Sin la menor gana, pero diciéndose que
era lo único que podía hacer, Oliveira se
internó en busca de la escalera. No había dado tres
pasos cuando Berthe Trépat lo agarró del brazo y lo
tironeó en dirección de la puerta. Mascullaba
negativas, órdenes, súplicas, todo se mezclaba en
una especie de cacareo alternado que confundía las
palabras y las interjecciones. Oliveira se dejó llevar,
abandonándose a cualquier cosa. La luz se había
apagado pero volvió a encenderse unos segundos
después, y se oyeron voces de despedida a la altura del
segundo o tercer piso. Berthe Trépat soltó a
Oliveira y se apoyó en la puerta, fingiendo abotonarse el
impermeable como si se dispusiera a salir. No se movió
hasta que los dos hombres que bajaban pasaron a su lado, mirando
sin curiosidad a Oliveira y murmurando el pardon de todo
cruce en los corredores. Oliveira pensó por un segundo en
subir sin más vueltas la escalera, pero no sabía en
qué piso vivía la artista. Fumó
rabiosamente, envuelto de nuevo en la oscuridad, esperando que
pasara cualquier cosa o que no pasara nada. A pesar de la lluvia
los sollozos de Berthe Trépat le llegaban cada vez
más claramente. Se le acercó, le puso la mano en el
hombro.
-Por favor, madame Trépat, no se aflija
así. Dígame qué podemos hacer, tiene que
haber una solución.
-Déjeme, déjeme -murmuró
la artista.
-Usted está agotada, tiene que dormir.
En todo caso vayamos a un hotel, yo tampoco tengo dinero pero me
arreglaré con el patrón, le pagaré
mañana. Conozco un hotel en la rue Valette, no es lejos de
aquí.
-Un hotel -dijo Berthe Trépat,
dándose vuelta y mirándolo.
-Es malo, pero se trata de pasar la
noche.
-Y usted pretende llevarme a un hotel.
-Señora, yo la acompañaré
hasta el hotel y hablaré con el dueño para que le
den una habitación.
-Un hotel, usted pretende llevarme a un
hotel.
-No pretendo nada -dijo Oliveira perdiendo la
paciencia-. No puedo ofrecerle mi casa por la sencilla
razón de que no la tengo. usted no me deja subir para que
Valentin abra la puerta. ¿Prefiere que me vaya? En ese
caso, buenas noches.
Pero quién sabe si todo eso lo
decía o solamente lo pensaba. Nunca había estado
más lejos de esas palabras que en otro momento hubieran
sido las primeras en saltarle a la boca. No era así como
tenía que obrar. No sabía cómo arreglarse,
pero así no era. Y Berthe Trépat lo miraba, pegada
a la puerta. No, no había dicho nada, se había
quedado inmóvil junto a ella, y aunque era
increíble todavía deseaba ayudar, hacer alguna cosa
por Berthe Trépat que lo miraba duramente y levantaba poco
a poco la mano, y de golpe la descarga sobre la cara de Oliveira
que retrocedió confundido, evitando la mayor parte del
bofetón pero sintiendo el latigazo de unos dedos muy
finos, el roce instantáneo de las uñas.
-Un hotel -repitió Berthe
Trépat-. ¿Pero ustedes escuchan esto, lo que acaba
de proponerme?
Miraba hacia el corredor a oscuras,
revolviendo los ojos, la boca violentamente pintada
removiéndose como algo independiente, dotado de vida
propia, y en su desconcierto Oliveira creyó ver de nuevo
las manos de la Maga tratando de ponerle el supositorio a
Rocamadour, y Rocamadour que se retorcía y apretaba las
nalgas entre berridos horribles, y Berthe Trépat
removía la boca de un lado a otro, los ojos clavados en un
auditorio invisible en la sombra del corredor, el absurdo peinado
agitándose con los estremecimientos cada vez más
intensos de la cabeza.
-Por favor -murmuró Oliveira,
pasándose una mano por el arañazo que sangraba un
poco-. Cómo puede creer eso.
Pero sí podía creerlo, porque (y
esto lo dijo a gritos, y la luz del corredor volvió a
encenderse) sabía muy bien qué clase de depravados
la seguían por las calles como a todas las señoras
decentes, pero ella no iba a permitir (y la puerta del
departamento de la portera empezó a abrirse y Oliveira vio
asomar una cara como d una gigantesca rata, unos ojillos que
miraban ávidos) que un monstruo, que un sátiro
baboso la atacara en la puerta de su casa, para eso estaba la
policía y la justicia -y alguien bajaba a toda carrera, un
muchacho de pelo ensortijado y aire gitano se acodaba en el
pasamanos de la escalera para mirar y oír a gusto-, y si
los vecinos no la protegían ella era muy capaz de hacerse
respetar, porque no era la primera vez que un vicioso, que un
inmundo exhibicionista...
En la esquina de la rue Tournefort, Oliveira
se dio cuenta de que llevaba todavía el cigarrillo entre
los dedos, apagado por la lluvia y medio deshecho.
Apoyándose contra un farol, levantó la cara y
dejó que la lluvia lo empapara del todo. Así nadie
podría darse cuenta, con la cara cubierta de agua nadie
podría darse cuenta. Después se puso a caminar
despacio, agachado, con el cuello de la canadiense abotonado
contra el mentón; como siempre, la piel del cuello
olía horrendamente a podrido, a curtiembre. No pensaba en
nada, se sentía caminar como si hubiera estado mirando un
gran perro negro bajo la lluvia, algo de patas pesadas, de lanas
colgantes y apelmazadas moviéndose bajo la lluvia. De
cuando en cuando levantaba la mano y se la pasaba por la cara,
pero al final dejó que le lloviera, a veces sacaba el
labio y bebía algo salado que le corría por la
piel. Cuando, mucho más tarde y cerca del jardín
des Plantes, volvió a la memoria del día, a un
recuento aplicado y minucioso de todos los minutos de ese
día, se dijo que al fin y al cabo no había sido tan
idiota sentirse contento mientras acompañaba a la vieja a
su casa. Pero como de costumbre había pagado por ese
contento insensato. Ahora empezaría a
reprochárselo, a desmontarlo poco a poco hasta que no
quedara más que lo de siempre, un agujero donde soplaba el
tiempo, un continuo impreciso sin bordes definidos. "No hagamos
literatura", pensó buscando un cigarrillo después
de secarse un poco las manos con el calor de los bolsillos del
pantalón. "No saquemos a relucir las perras palabras, las
proxenetas relucientes. Pasó así y se acabó.
Berthe Trépat... Es demasiado idiota, pero hubiera sido
tan bueno subir a beber una copa con ella y con Valentin, sacarse
los zapatos al lado del fuego. En realidad por lo único
que yo estaba contento era por eso, por la idea de sacarme los
zapatos y que se me secaran las medias. Te falló, pibe,
qué le vas a hacer. Dejemos las cosas así, hay que
irse a dormir. No había ninguna otra razón, no
podía haber otra razón. Si me dejo llevar soy capaz
de volverme a la pieza y pasarme la noche haciendo de enfermero
del chico." De donde estaba a la rue du Sommerard había
para veinte minutos bajo el agua, lo mejor era meterse en el
primer hotel y dormir. Empezaron a fallarle los fósforos
uno tras otro. Era para reírse.
(-124)